La dialéctica
—A mí me gustaría estar a bien con todos los animales —le recalcó la mujer a su hija.
Estaban sentadas en el arenal de Sopot mirando hacia aquel mar gélido. El hijo mayor había ido al salón de los videojuegos. Los gemelos estaban en el agua.
—¡Pues no lo estás! —exclamó la hija—. ¡Ni mucho menos!
Era verdad. La mujer había dicho la verdad en lo que respectaba a su intención, pero la niña también había dicho la verdad con respecto a los hechos. Aun cuando la mujer solía evitar la ternera, el cerdo y el cordero, comía con gran fruición pescado y otros animales, en verano ponía papel atrapamoscas en la sofocante cocina del minúsculo piso donde vivían y una vez (aunque eso su hija no lo sabía) le había dado una patada al perro de la familia. Por aquel entonces estaba embarazada de su cuarto hijo, y muy temperamental. El perro le parecía una responsabilidad excesiva en aquellas circunstancias.
—No he dicho que lo esté. He dicho que me gustaría estarlo.
La hija soltó una carcajada cruel.
—Hablar cuesta poco —dijo.
En ese preciso instante, de hecho, la mujer sostenía entre los dedos un ala de pollo mordisqueada, extrañamente suspendida en el aire para que no se llenara de arena: la visible forma de los huesos y la imagen torturada de la fina piel crujiente que los cubría habían suscitado el tema.
—No me gusta este sitio —sentenció la hija.
Fulminó con la mirada al socorrista, que había tenido que adentrarse de nuevo en la bruma para pedirles a sus hermanos, los únicos bañistas, que no pasaran de la boya roja.
No estaban nadando, no sabían. En la ciudad no había lugares al aire libre donde recibir clases de natación y los siete días que pasaban cada año en Sopot no bastaban para que aprendieran. No, sólo saltaban sobre las olas, que a veces los derribaban, tambaleantes como terneros recién nacidos, con el pecho manchado de gris por el extraño cieno que bordeaba la playa, como un manchurrón que Dios hubiera dibujado alrededor de aquel lugar con un pulgar sucio.
—No tiene sentido —continuó la hija— construir un pueblo turístico delante de un mar tan inhóspito y mugriento.
La madre se mordió la lengua. De niña había ido a Sopot con su madre y antes de eso su madre también había ido con su madre. Durante por lo menos doscientos años la gente había ido allí para escapar de las ciudades y dejar que los niños corrieran a su antojo por las plazas. El cieno no era mugre, desde luego, era natural, aunque nadie le había explicado nunca de qué clase de sustancia natural se trataba exactamente. La mujer sólo tomaba la precaución de lavar los trajes de baño cada noche en el lavabo del hotel.
En otros tiempos, la hija de la mujer había disfrutado el mar de Sopot y todo lo demás. El algodón de azúcar y los relucientes coches eléctricos de juguete, réplicas de ferraris y mercedes, que podías conducir por la calle a tontas y a locas. Como todos los niños que iban a Sopot, gozaba contando sus pasos mientras caminaban sobre el mar a lo largo del famoso muelle de madera. A la mujer le parecía que lo mejor de un pueblo turístico como ése era que hacías lo mismo que todo el mundo sin pensarlo, moviéndote en manada. Para una familia sin padre, como la suya ahora, ese aspecto colectivo era el camuflaje perfecto. Allí no había personas individuales. En el barrio, por el contrario, la mujer era un individuo, y un individuo particularmente desgraciado que cargaba con cuatro niños sin padre. Aquí sólo era otra madre que compraba algodón dulce para la familia. Sus niños eran como todos esos niños con las caras ocultas tras enormes nubes rosas de azúcar hilado. Pero ese año el camuflaje no le servía de nada a su hija porque ya estaba a punto de convertirse en una mujer y si se montaba en uno de aquellos ridículos coches de juguete las rodillas le chocarían con el mentón. Así pues había decidido que la asqueaba todo lo relacionado con Sopot, su madre y el mundo.
—Es una aspiración —dijo su madre sin alzar la voz—. Me gustaría mirar a los ojos de un animal, de cualquier animal, y ser capaz de no sentir ninguna culpa.
—Bueno, entonces no tiene nada que ver con el animal —dijo la chica con un mohín al tiempo que desenrollaba por fin la toalla y exponía su hermoso cuerpo adolescente al sol y a los mirones que ahora imaginaba acechando en todas partes, detrás de cualquier esquina—. Tiene que ver contigo, como de costumbre. ¡Otra vez negro! Mamá, hay bañadores de distintos colores, ¿sabes? Todo lo transformas en un funeral.
El viento debía de haberse llevado el barquito de papel donde servían el pollo a la brasa. Daba la impresión de que, por mucho calor que hiciera, en Sopot siempre soplaba ese viento del noreste, las olas cabrilleaban, el socorrista ponía la señal y nunca parecía un momento seguro para nadar. Era complicado llevar la vida por donde tú querías. La mujer saludó a sus hijos cuando ambos gesticularon con las manos desde lejos, pero sólo querían que su madre les prestara atención, que viera cómo hacían muecas con la lengua y se metían las manos bajo las axilas y se caían riendo a carcajadas cada vez que los derribaba una ola grande. Su padre, que para cualquiera en Sopot bien podía estar a la vuelta de la esquina comprando más refrigerios para la familia, en realidad había emigrado, a América, y ahora ensamblaba puertas de coche en una fábrica gigantesca en lugar de llevar a medias un pequeño taller mecánico, como había hecho con mejor fortuna en otro tiempo, antes de marcharse.
Ella no lo criticaba ni maldecía su estupidez delante de sus hijos. En ese sentido, nadie la podía culpar por la acritud de su hija ni por la inmadurez y la temeridad de los niños. Sin embargo, en su fuero interno se consolaba deseando que sus días fuesen horribles y oscuros y que viviera sumido en esa particular pobreza que, según había oído, abunda en las grandes ciudades de Estados Unidos. Mientras su hija se untaba lo que parecía aceite de cocina en la tersa piel del vientre, la mujer dejó caer con disimulo el ala de pollo en la arena antes de taparla furtiva y apresuradamente echando más arena con los pies, como si quisiera enterrar un zurullo. Y los polluelos, cientos de miles, o quizá millones, pasan cada día de la semana por una cadena de montaje: los sexadores de pollos les dan la vuelta y echan a todos los machos en enormes tanques donde los trituran vivos.
G.O.