'El país de Toó': un 'thriller' de corrupción en Centroamérica

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Te compartimos un adelanto de esta novela que destapa los entresijos de la corrupción, surgida de la pluma de un autor admirado por Roberto Bolaño.

"Rey Rosa es un maestro consumado, el mejor de mi generación", dijo Roberto Bolaño sobre el autor.
Laberinto
Ciudad de México /

En el país de Toó, un territorio apartado dentro de una pequeña república de Centroamérica, desde hace casi 200 años conviven en dudosa paz un sistema de organización comunal maya y las leyes del gobierno imperante. Pero la voracidad de las empresas mineras está haciendo emerger de su centenario letargo a las fuerzas mayas.

Ha llegado la hora de defender los derechos de los indígenas y el medio ambiente, una lucha en la que Polo Yrrarraga cosecha pequeños logros hasta que los enemigos que ha ido haciéndose en el camino conspiran contra él. Entre esos dos mundos, Jacobito, hijo del poderoso Emilio Carrión, su nana y El Cobra, chofer del magnate, jugarán un papel insospechado.

Una novela que destapa los entresijos de la corrupción centroamericana y las actuales luchas de poder, y que confirma la estatura literaria de Rodrigo Rey Rosa, un autor al que han admiraban Paul Bowles y Roberto Bolaño.

FRAGMENTO

La casona de techo de palma estaba en un promontorio entre los cocoteros y dominaba la playa de arena volcánica, una línea recta que iba desde el lugar en que salía el sol hasta donde se ocultaba. La espuma de las grandes olas, que iban a morir en la orilla, dibujaba abanicos que se desvanecían en la arena negra una y otra vez. Detrás de la casa estaban los canales de agua turbia y mansa —criadero de jaibas, bagres y cuatrojos—, rectos y largos como la playa, abiertos por los tátara tatarabuelos de la nana para llevar sus mercancías en cayucos de palo desde Tapachula, en México, hasta Sonsonate, en El Salvador, como ella contaba, aunque el dueño de la casa, un hombre rico, conocedor de una historia muy distinta, la contradecía. Más allá del canal, desde el segundo piso, podían verse las salinas y los inmensos potreros y cañizales, y, todavía más allá, una cadena de volcanes. A mediodía la arena se calentaba tanto que si caminabas en ella se te ampollaban los pies. Pero al atardecer, cuando el sol enrojecía antes de hundirse en el mar, podías jugar en la arena tibia o perseguir cangrejos, que corrían playa arriba para refugiarse en sus hoyos, o bajaban por la franja alisada por las olas, donde espejeaba el sol. Por la noche, a veces, la casona se llenaba de gente. Llegaban de las otras casas alineadas a lo largo de la playa, o hacían el viaje en carro o en helicóptero desde la capital.

1.

¡Esta casa está borracha! —gritó Jacobito. Sentados alrededor de una mesa larga en el corredor de la casona rústica en aquella playa del Pacífico, los adultos no paraban de reír. Una ola en la rompiente, más fuerte que las anteriores, se oyó por encima de las risas. Un intervalo de silencio.

Faltan tres minutos para la medianoche —dijo la madre de Jacobo, una mujer rubia de ojos grises.

¿Por qué faltan? —quiso saber el niño.

De nuevo, los adultos se rieron.

Era el único niño en la casa la noche de Año Nuevo, y en ese momento se había convertido en el centro de atención de las señoras. Soltó una risa aguda y contagiosa. Le gustaba ser el centro de atención.

Su madre lo tomó en brazos para sentarlo sobre sus piernas, mientras el padre sacaba de un cubo con hielo una botella de champán. Usó una servilleta para secarla antes de comenzar a forcejear con el corcho en forma de hongo.

¡Doce! ¡Once! ¡Diez! ¡Nueve! ¡Ocho!…

Los adultos devoraban uvas negras. Las iban tomando, una por segundo, de tres tazones alineados en el centro de la mesa.

¿Qué pasa? —dijo el niño, pero esta vez nadie le hizo caso—. ¡Yo quiero también!

¡Cero!

El corcho salió de la botella con un ¡pum! y un chorro de espuma. El cielo se iluminó con fuegos artificiales y las explosiones se multiplicaron en la noche. Jacobito abrazó a su madre, asustado.

No pasa nada, amor.

¡Feliz año nuevo!

¡Feliz año del perro!

¡Por el Futuro! —dijo el padre, y alzó su copa y la chocó con el señor al que llamaban el Futuro.

Abrazos, copas llenas y espuma rebalsada sobre la mesa, risas, brindis y más abrazos y besos.

¡Doña Matilde! —llamó la madre de Jacobo—. Venga a hacer un brindis con nosotros.

Doña Matilde, una matrona quiché y la nana de Jacobo, salió de la cocina y se acercó a la mesa.

Gracias, doña Ana —dijo—. Feliz año nuevo.

Tomó la copa de champán que la señora le alargaba y dio un pequeño trago.

Jacobo —dijo la madre—. Saluda y a dormir.

El niño protestó.

El padre:

Que se quede un rato más. Está gozando, ¿no?

Que se quede —exclamó uno de los mayores, que le había regalado esa navidad un avioncito que podía volar de verdad. Para el último santo de su papá había llevado a la familia, la nana incluida, a dar una vuelta en helicóptero. Tenía varias avionetas y helicópteros. Vivía de ellos, Jacobo había oído decir, aunque no acababa de entender lo que querría decir vivir de aviones y helicópteros.

Está bien. Cuando paren los fuegos, te vas a la cama —dijo la madre.

Doña Matilde llevó al niño en brazos al balcón. Hacia el oeste, en un cielo muy negro sobre el agua más negra todavía, las efusiones de luz y las explosiones continuaban.

¡El cielo está borracho! —gritó el niño, y soltó su risita nerviosa.

El país de Toó

Rodrigo Rey Rosa | Alfaguara | México | 2019

​G.O.

ÁSS

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