Era 1960, Leonard Cohen tenía 25 años y se encontraba en Londres cursando un internado. Lejos de pensar en la música, había comenzado su carrera escribiendo poesía. Entre las pocas cosas que uno habría hallado en su residencia se encontraban una Olivetti verde y una gabardina azul, ambas destinadas a convertirse en leyenda. Aunque tenía todo para sentirse en casa, desde aquel entonces había emprendido una búsqueda incansable. Un día de marzo se refugió del diluvio londinense en una sucursal del Banco de Grecia y quedó admirado por el bronceado de un empleado griego. Intrigado, le preguntó por el clima en sus tierras. “Es primavera”, le respondió. Uno o dos días después Cohen tomó un avión hacia el sur. Siempre es primavera en algún lugar.
Aunque el escritor se había interesado en la cultura griega desde su juventud, la utopía histórica de los clasicistas no le atraía. Se empeñó en hacer de Grecia una presencia o forma de vida en vez de un monumento a la nostalgia, y por ello apenas dedicó una tarde a la Acrópolis milenaria antes de embarcarse hacia Hidra, una de las islas sarónicas. Quizá lo había inspirado su mención en El coloso de Marusi de Henry Miller, uno de los escritores que más admiró en su juventud. Para entonces, aquel pedazo de eternidad que el novelista había descrito en los años cuarenta se había convertido en un refugio para artistas y soñadores, una antesala de la revolución hippie que estallaría una década después. La travesía a Grecia situaba a Cohen en un vasto linaje de viajeros románticos, pero también entre los bohemios que hicieron de Hidra su hogar: de Allen Ginsberg a Mick Jagger, de Sofia Loren a Jacqueline Kennedy. Apenas poblada, la isla recibía con brazos abiertos a artistas de todo el mundo, quienes buscaban lo que Miller llamó “una salvaje y desnuda perfección…, una piedra viviente, una ola divina de energía suspendida en el tiempo y el espacio”.
Cohen fue partícipe de esa suspensión temporal: llegó de vacaciones y terminó pasando ocho años en una casona blanca del siglo XIX que compró con la herencia de su abuela. Tenía tres pisos y muros gruesos, todos blancos, acabados de piedra y ventanas empotradas. Su única decoración constaba de vajillas y artesanías locales que sus conocidos le iban regalando. No se encontraba muy lejos del malecón, y cada día paseaba por el laberinto de callejuelas empinadas, en cuyas verandas se asomaban matas de buganvilias, se alzaban arcos, se enlazaban caminos. Muros albinos con puertas y ventanas de un azul claro, escaleras imposibles que se perdían unas en otras cual grabados de Escher. Gatos en cada esquina y una brisa omnipresente. Se ha dicho que la historia de Grecia se libra entre el mar y la montaña, pero Hidra era una montaña hecha isla, poblada por generaciones de marinos y pescadores, cuyos hogares fueron trepando cuesta arriba. No tenía electricidad, ni telefonía ni desagüe, y el único medio de transporte era (y sigue siendo) el burro. Cohen había crecido en la opulencia, pero disfrutaba aún más la sencillez de su jardín con naranjos y limones. Se sintió por fin como un local cuando empezó a visitarlo el señor de la basura, montado en su burro encampanado; era, en sus palabras, como haber recibido la Legión de Honor.
Ahuyentados por las tropas nazis 20 años atrás, Miller y Durrell habían declarado la muerte del paraíso griego, pero a Cohen no le pareció así. En su vejez, se referiría a Hidra como el laboratorio de su juventud, un oasis donde abrazó la permanencia en medio de un mundo cambiante, aquella noche de estrellas fijas sobre su taberna favorita. Desde su ventana solo alcanzaba a ver el puerto, con forma de herradura, y la espalda de otras montañas. Dividía sus jornadas entre mañanas escribiendo en su terraza, tardes nadando, y noches de juerga con el resto de la comuna —el coro de borrachos abrazados, tropezando a cada paso, que recordaría en Bird on the Wire—. Según confesó, bajo el sol del Mediterráneo por fin halló su hogar y sintió derretirse el hielo en sus huesos. “Realmente sentí que había llegado a casa; todo lo que veías era hermoso, cada esquina, cada lámpara, cada cosa que tocabas, todo”.
En entrevistas, cuando Cohen describía la belleza de aquel oasis parecía más bien estar hablando de Marianne, otra de las almas libres que se habían asentado en Hidra. Marianne Ihlen llegó a finales de 1957, acompañada por su pareja, el escritor noruego Axel Jensen. Tras un corto idilio, el escritor la dejó por otra mujer y ella se quedó en la isla con su hijo, también llamado Axel. Cohen llegó a su vida en algún punto de aquel caos. Un día Marianne hacía sus compras en un local frente al puerto cuando la silueta de un hombre corpulento, alto y de voz profunda la llamó. No alcanzaba a ver su rostro a contraluz. “¿Quieres acompañarnos? Estamos sentados aquí afuera”, dijo él, recargado en la puerta, con pantalones de un caqui casi verde y una camisa arremangada. Desde aquel momento sintió haberse encontrado con alguien chapado a la antigua, del tipo que parecían haber nacido viejos. Cuando era niña, su abuela había predicho que algún día conocería a un hombre que hablara con “una lengua de oro”; décadas después, Cohen adoptaría este título en una canción, al lamentar —entre bromas— haber nacido con “una voz dorada”.
Por su parte, Cohen juró nunca haber visto a una mujer tan hermosa, tan enigmática. Era el alma de la isla. Cayó presa de la luz helénica y su reflejo sobre aquella cabellera rubia, emblanquecida por el sol, la calidez inesperada en sus ojos azules. Para él, Marianne encarnaba las dos dimensiones del espíritu griego: tenía la serenidad y delicadeza de una diva apolínea, pero era también una criatura dionisiaca, salvaje. A veces él esperaba horas a que dejara de bailar a la luz de la luna, y luego se iban a casa con la tranquilidad de quien sabe tenerse. Ella amaba su honestidad y serenidad; él su dulzura, libertad y modestia. Él le enseñó inglés y ella empezó a soñar en su idioma. Era su musa griega y así pronunciaba su nombre: “Marianna”.
Ambos vivieron casi una década en luna de miel. Las fotografías de esa época los muestran nadando, jugando con Axel, bebiendo en tabernas, montados en burros sobre las montañas. Acaso solo se quitaban las manos de encima en las mañanas que Cohen trabajaba, inspirado por la amenidad del paisaje y el delirio de tantos narcóticos como su cuerpo aguantara. En esos años, escribió novelas, poemarios y canciones en su terraza, mientras escuchaba a Ray Charles hasta que el sol derretía los vinilos, que se desparramaban sobre la tornamesa. Siempre había sido escritor, pero fue en esos años cuando comenzó a pensar en la música, animado a la vez por su musa y por la necesidad de una vida menos precaria. Más que convertirse en cantante, empezó a musicalizar su poesía. Un retrato icónico lo muestra tocando la guitarra a la sombra de un árbol, con la mirada perdida y una vocación encontrada. Frente al puerto, la taberna de Douskos aún conserva el poema que Cohen le dedicó reimpreso en el menú, y se cuenta que en otro bar local tuvo lugar su primera presentación como músico.
Cada seis meses el escritor regresaba a Canadá en busca de dinero e inspiración. También, según decía, necesitaba recordar la miseria para volver a apreciar el paraíso. Era medio año en Hidra y medio sin ella. Cuando la nostalgia lo invadía, comía en restaurantes griegos, escuchaba rembético o bebía retsina. Al otro lado del mar, Marianne y Axel lo esperaban con la fidelidad de Penélope y la añoranza de Telémaco. A veces llegaban telegramas en los que el poeta decía tenerlo todo, solo necesitar a su mujer y al hijo que había adoptado. Pero la distancia se fue alargando con el tiempo. Un día Cohen se dio cuenta de que ya no estaban viviendo juntos, aunque quizá Marianne lo notó antes. Con el paso de los años, había entendido que era dueña de su corazón, no de su cuerpo. Se había acostumbrado, muy a la mala, a compartirlo. Cuando se hacía tarde y no llegaba a casa, sentía un arranque de ansiedad e iba a buscarlo, y siempre lo encontraba sentado frente a otra mujer, alguna modelo, o cantante o poeta. Ambos fueron tan fieles como infieles y pasaban las mañanas haciendo el amor que deshacían por las noches. Eran tiempos, como decía la canción, de reír y llorar y llorar y reír.
Finalmente, llegó el día en que la musa tuvo que compartirlo con el mundo, pues Hidra era un paraíso terrenal, pero Cohen solo pensaba en el más allá. Siempre tuvo hambre: de fe, de piel, de alimento en sus largos ayunos. A finales de la década, decidió regresar al tránsito y emprendió una nueva carrera en la industria musical. Cuando su primer disco salió en diciembre de 1967, a Marianne le habría sido inevitable notar que dos canciones tenían nombres de mujeres: la primera dedicada a una tal Suzanne y la segunda a ella, cuyo título había cambiado ligeramente. No era ya Come On, Marianne, sino So Long, Marianne.
A menudo se obvia la huella que el periodo helénico dejó en la vida de Cohen: le encantaba su comida, admiraba su música, hablaba su lengua. Grecia era para él una historia de amor. Cavafis era uno de sus poetas favoritos e, incluso, cuando reinterpretó su poema “El dios abandona a Antonio” solo pudo convertirlo en una balada romántica: para él no es Alejandría, sino Alejandra quien parte y desaparece. El resto de sus días llevó entre manos el komboloi, una especie de rosario griego hecho de cuentas hiladas para aliviar el estrés. En un poema tardío, evocó con nostalgia cada rincón de la isla, como las cuentas de ese rosario: la luna, las terrazas, Marianne y su hijo, las velas que flotaban en un corcho sobre aceite de oliva. Concluía diciendo que jamás podría olvidar lo que vive en su espina dorsal. Ambos atesoraron por siempre esa década cuando vivieron descalzos, pobres y enamorados. Aquella época quedó eternizada en la contraportada de su segundo álbum, Songs from a Room, una fotografía de Marianne semidesnuda, acariciando su Olivetti verde en aquella habitación de Hidra. Cuarenta años después, ella confesaba seguir soñando con él, sin saber dónde o con quién podría estar. Cuarenta años después seguía tomando café griego y gritando Opa! entre frases.
Luego de su partida, Cohen hacía tiempo para regresar a Hidra, pero las décadas pasaron, sus visitas se volvieron más esporádicas y, finalmente, excepcionales. Cada vez se hacía un poco más cansado subir todos los escalones. En el verano de 1988 un documental lo llevó de regreso a su paraíso olvidado. Al abrir los cajones del escritorio icónico donde alguna vez posó Marianne, no encontró más que fotografías empolvadas, correo sin responder y una armónica oxidada. El cantautor lamentó solo pasar unas cuantas horas ahí, pues seguía siendo su casa, pero no era ya su vida. No se sentía como Odiseo regresando a Ítaca, sino perdido en alguna de las demoras en el camino: “Pierdes la voluntad de regresar, ¿sabes? La voluntad de regresar se va menguando”, comentó con melancolía.
En realidad, Leonard Cohen se marchó de Hidra cuando sintió que el tiempo lo había alcanzado. El golpe de Estado que sumió al país en un régimen militar en 1967 era un indicio del fin, pero quizá no le pareció tan importante como un pequeño detalle. Una mañana, los amantes se asomaron por la ventana y encontraron el horizonte partido a la mitad —líneas telefónicas se alzaban por el aire, la electricidad se esparcía, la modernidad había corrompido el oasis—. Entonces el poeta entendió que no podía seguir huyendo. Estaba deprimido y no había escrito en semanas. Sin embargo, antes de irse avistó un pájaro posado sobre el cable, que llegaba a silbar su melodía marina, cual nota viva sobre un pentagrama. En ese momento comprendió que Grecia no es el escape del tiempo, sino la reconciliación de todas sus manecillas: ave y cable, eternidad y modernidad, nostalgia y presencia. Durante años, Cohen regresó en cada concierto a ese suvenir de Hidra, la más célebre entre aquellas canciones de una habitación: “Like a bird on the wire/ Like a drunk in a midnight choir/ I have tried in my way to be free”.
Leonard Cohen murió el 7 de noviembre de 2016, tres meses después de que su musa eterna y amor indeleble, Marianne Ihlen, perdiera su batalla contra la leucemia. En agosto, al recibir la noticia de que ella se encontraba en su lecho de muerte, le había enviado una carta de despedida, que más bien auguraba su reencuentro inminente. En Oslo, un amigo cercano se la leyó a una musa casi desvanecida, quien apenas encontró la energía para dibujar una sonrisa al escuchar: “Bueno, Marianne, siento que ha llegado esa hora en que estamos tan viejos y nuestros cuerpos se están desbaratando, y creo que te seguiré muy pronto. Quiero que sepas que voy tan cerca de ti que, si estiras tu mano, creo que podrías sentir la mía. Siempre te he amado por tu belleza y por tu sabiduría, pero no necesito decir más porque eso ya lo sabes… Todo mi amor, te veré en el camino”.
Cuando llegó la hora de Cohen, sus admiradores dejaron cientos de veladoras y ramos de flores frente a la casa donde había crecido en Montreal, mientras comenzaban a planearse homenajes oficiales. Al otro lado del mundo, arrulladas por el silencio del mar, quedaron unas cuantas veladoras, un par de naranjas y sobres de té frente al pórtico de su vieja casa en Hidra. Si bien la ofrenda de los locales era un homenaje a los primeros versos de “Suzanne”, para Cohen ese rincón del Mediterráneo pertenecía a otra mujer. Semanas antes, la muerte de Marianne había inspirado la sexta canción de su último disco. Comenzaba con una melodía del tradicional bouzuki griego, el vibrato de un violín y el lamento de una corista griega. Tenía toda la melancolía del rembético, una balada griega a veces comparada con el tango o el fado. Traveling Light era su despedida del mundo, pero también de aquella casona blanca: adiós a Hidra, a los naranjos, a las velas y las terrazas, al coro de la medianoche, a los hombros desnudos de Marianna. Su título es un juego de palabras: habla a la vez de emprender una travesía sin llevar equipaje —es decir, sin retorno— y volverse luz itinerante, desvanecerse en el espacio como la estela de su musa. Se ha dicho que Grecia fue el segundo hogar de Cohen. Su despedida insinuaba que había sido el único.