Froylán López Narváez (1939–2021) fue uno de los profesores más notables de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Con él cursé la materia de Psicología de la comunicación colectiva, lo que representó una abrumadora pero provechosa experiencia, pues me dejó algo más que una enseñanza en mi formación profesional. Para inscribirse en su clase, el único (y obligatorio) requisito era el rigor. De lo contrario, podías estar seguro de que con Froylán no ibas a aprobar. Esa era la razón por la que, a pesar de ser un respetable y admirado profesor por los aspirantes a periodistas de mi generación, pocos, muy pocos elegían inscribirse a un curso con él.
En la facultad, uno de mis mejores amigos fue su hijo, el fallecido cineasta Hugo López Lavín, y por eso me ubicó entre los doce alumnos que tuvo aquel semestre. De inmediato, me eligió como el único interlocutor de la clase, por lo que en cada sesión en que exponía con brillantez, digamos, la teoría de Eduardo Nicol en Metafísica de la expresión, su libro de cabecera y que conocía de arriba abajo, Froylán siempre remataba, con la calma del enérgico mentor: “dígame, Iván, qué es el carácter ético, qué es la residencia de la verdad o el logos… Ahora explique la forma vocacional del ser”. A lo que yo respondía con nerviosismo, timidez, miedo incluso, porque no sólo se trataba de demostrar una comprensión cabal del texto sino de plantear una propuesta personal, ya que el estilo pedagógico de Froylán era el de suscitar un amplio debate en torno de las lecturas. Lo que a él le interesaba no era que repitiéramos las tesis de los autores como seres rumiantes, sino obligarnos a pensar.
Su sentido del humor era cáustico, sobrado de ironía. A veces rompía el hieratismo con un viraje repentino del asunto que abordaba. Por ejemplo, al exponer Más allá del principio del placer, de Freud, recordaba una metáfora inadvertida en cierta letra de bachata, y de ahí despegaba hacia una reflexión sobre la cultura de masas, el poder de la lírica y, por supuesto, aterrizaba en la psicología de lo colectivo.
La heterodoxia era otro de sus atributos. No se ajustaba únicamente a los textos de la asignatura, también discurría sobre literatura y cine, artes plásticas y siempre, siempre, sobre rumba, vallenato, salsa, el rock era lo único que nunca mencionó (a pesar de la afición por el punk, el dark o el New Age de Hugo, Eduardo Collins, Julio Delgado y Jairo Calixto, mis hermanos mayores en la banda de la fac) y la historia se repetía una y otra vez: “dígame, Iván, qué es la levedad según Kundera”. “Explíquenos la transgresión en Michel Foucault”. “Oiga, recuérdenos la Poética de Aristóteles”. Y así, mientras yo sufría de paranoia dos veces a la semana por el temor de que, tarde o temprano, quedaría en ridículo por mascullar algún dislate, el semestre acabó de súbito, dejándome la impresión de una comparecencia de veinticuatro meses.
Froy, como le decían sus allegados, acostumbraba festejar su cumpleaños en salones de baile. La Maraka, el Bar León, el Salón Los Ángeles. A esas fiestas acudían periodistas de todos los plumajes, figuras de la radio y la tv, estrellas del momento. La ingente cantidad de amigos que tenía, era prueba de su carácter cálido, afable. Y es que, fuera de las aulas, sin la investidura de catedrático, era un hombre sencillo, generoso con todos sus alumnos.
La última vez que lo vi, fue en la despedida de Hugo tras la batalla con una despiadada enfermedad. Nos dimos un abrazo, en silencio. Su mirada reflejaba la tristeza profunda por la partida no sólo de un hijo, sino de un joven brillante cuyo futuro pudo ser conspicuo en cine, incluso en otros medios.
Ese día quise agradecerle la mano dura con que me trató en su clase pues, sin aquel rigor, no habría aprendido lo esencial. Las circunstancias, obvio, no lo permitieron.
Adiós, maestro.
AQ