De entre los nombres de los apóstoles, los papas han evitado todos excepto el de Juan, que ha tenido más papados que ninguno. Llegó hasta Juan XXIII, y hay que sumar los dos Juan Pablos. Hubo un papa Marcos, pero Marcos fue evangelista, no contado entre los doce apóstoles. Y se ha evitado homenajear a Judas Tadeo con tal de no confundirse con Iscariote.
Durante los primeros quinientos años los papas se llamaban según les hubiesen puesto sus padres: Anacleto, Telésforo, Aniceto, Sotero, Ceferino, Natalio, Ponciano, Antero, Novaciano, Eutiquiano u Hormisdas.
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En el año 533, fue elegido quien tenía el mejor de los nombres y debió haberse convertido en el papa Mercurio. Sin embargo, le pareció inadecuado llevar al trono cristiano el nombre de un hijo de Júpiter y optó por apodarse Juan II. Esas nimiedades no le habían preocupado al papa Dionisio, pues quizás era devoto del dios del vino hijo de Zeus.
A partir de Mercurio, fue poco a poco tomando fuerza la idea del cambio de nombre, y quedó bien establecida para el año mil, que se estrenó con Gerberto llamándose Silvestre II. Algunos de ellos optaron por honrar la memoria de grandes romanos o griegos: Julio, Adriano, Alejandro. También hubo quienes llegaron a papas con el nombre bautismal de Pedro que eligieron otro nombre para no quedarse con el del patriarca. Otros aspiraron a cierta virtud con su nombre: Clemente, Benedicto, Pío.
La sucesión de un nombre podía cortarse cuando un papa caía en desgracia. Como Adriano, que no llegó al séptimo porque el sexto dejó muy mal sabor. Y es que Adriano VI fue abucheado por los romanos desde que lo eligieron unos despistados cardenales. Tuvo la intención de renovar la Iglesia y, sobre todo, de erradicar la corrupción. Una especie de paraluterano, lo cual no es de extrañar, pues el hombre venía de tierras nórdicas, y a eso le sumó una voluntad de austeridad franciscana.
Su ilusa honestidad no hizo sino hundir a Roma junto con sus habitantes en un problema financiero. Se redujeron las peregrinaciones al mínimo, se dejó de recaudar dinero por las indulgencias, el papado perdió lustre; Adriano suspendió los carnavales, no ocupó la residencia oficial, quiso enviar a los cardenales a sus diócesis, dejó de apoyar las artes. En sus días aumentó la pobreza y la criminalidad.
Adriano VI murió pronto. Apenas estuvo poco más de año y medio en el puesto. Hubo en Roma gran festejo por el fin de tan agria gestión. Se corrió el rumor de que su médico lo había envenenado, de modo que lo llevaron en hombros por la ciudad. Él médico aseguraba que el chisme era falso, pero la gente no le creyó y lo elevó al nivel de héroe. Ya no hubo un Adriano VII.
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