Stephen Greenblatt
“Pienso que el Infierno es una fábula”, exclamó el famoso profesor —una declaración sorprendente no solo porque fue hecha a finales del siglo XVI, cuando muy poca gente se hubiera atrevido a decir algo así, sino porque en ese momento se encontraba conversando con el diablo, a quien le estaba ofreciendo su alma en venta—. El profesor en cuestión era el Doctor Fausto en la grandiosa tragedia isabelina de Christopher Marlowe. Fastidiado por el dominio de la filosofía, la medicina y las leyes, Fausto anhela el conocimiento prohibido. “Y tú —interroga a Mefistófeles, el demonio al que ha invocado—, ¿dónde habéis sido condenado?” “En el Infierno”, fue la pronta respuesta, pero Fausto permaneció escéptico: “Y a razón de qué artes habéis conseguido escapar de él?”. La réplica del diablo es por completo devastadora: “Porque este es el Infierno. No me encuentro fuera de él”.
¿Acaso Marlowe (un notable librepensador que según un reporte policial declaraba que el “principio original de la religión era el de provocar temor en la gente”) creía en realidad en la existencia literal del Infierno? ¿Imaginaba que los humanos debían pagar por sus fechorías (o ser recompensados por sus actos virtuosos) en una vida después de la vida? ¿Pensaba que había un enorme reino bajo tierra a donde las almas de los pecadores eran arrastradas para sufrir castigos eternos impuestos por demonios? Es difícil decir que sí, pero no hay duda de que el Infierno era efectivo para el negocio teatral de su tiempo, tal como el exorcismo lo es para la industria cinematográfica del nuestro. En su diario, el empresario isabelino Philip Henslowe inventarió los accesorios que se guardaban en el Teatro Rose. Incluían una roca, una jaula, una tumba y una boca del Infierno, utilería perfecta para recibir a un pecador como Fausto al final del acto 5.
Hay evidencia de que la obra de Marlowe produjo un poderoso efecto en sus contemporáneos. Durante una función en el Teatro de Londres (un galerón de madera donde el público permanecía de pie), un crujido causó pánico entre los asistentes; en el poblado de Exeter los actores salieron en estampida cuando creyeron ver a un demonio de más sobre el escenario; y muchos rumores circulaban sobre “la visible aparición del demonio” surgiendo inesperadamente durante la escena del conjuro.
The Penguin Book of Hell, editado por Scott Bruce, profesor de historia de Fordham, es una antología de fantasías sádicas que para millones de personas a lo largo de varios siglos constituyen verdades soberanas. No toda la gente en todas las culturas acepta esas fantasías. Los antiguos egipcios estaban obsesionados con la vida después de la muerte, y no había un sufrimiento en el Reino de los Muertos que los espantara más que la idea de que su existencia se extinguiera. Por otra parte, en la antigua Grecia, los seguidores de Epicuro aceptaban de buena gana la idea de que cuando esto se terminaba… se terminaba: tras la muerte, los átomos que formaban el cuerpo y el alma se separaban, y no había nada más allá a lo cual temer o rogar. Epicuro no estaba solo en la idea de que el comportamiento ético no debía de depender de amenazas o promesas. En su Ética Nicomaquea, Aristóteles indaga en las fuentes de la virtud moral, la felicidad y la justicia sin hacer referencia ni por un momento al apoyo de castigos y recompensas después de la muerte.
Los hebreos escribieron la Biblia sin ninguna mención al Infierno. Tenían un reino al que llamaban sheol, pero era solo el lugar de silencio y oscuridad donde todos los muertos —tanto los justos como los malvados— terminaban. Para los antiguos rabinos, el cielo era el lugar en el que podías estudiar la Torah todo el tiempo. Su opuesto no era un lugar de tortura; era más bien un estado de depresión tan profundo que eras incapaz incluso de abrir un libro.
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The Penguin Book of Hellno ofrece ninguna explicación de cómo el cristianismo, de un contradictorio revoltijo de nociones antiguas (egipcias, hebraicas, babilónicas, persas, griegas y romanas) llegó a la peregrina pesadilla que el editor llama “la más poderosa y persuasiva construcción de la imaginación humana en la tradición occidental”. Platón hizo una importante contribución al imaginar distintos grados de castigos para los pecadores, así como Virgilio, al darle al inframundo una topografía más gráfica y convincente, para persuadir a cualquiera que hubiera cometido un crimen secreto de arrepentirse de él “antes de que sea demasiado tarde”.
Pero ninguno de estos artífices paganos de la cultura occidental puede dar cuenta de algo que la antología saca a relucir: la llamativa insistencia de Jesús en el Gehenna (el infierno o purgatorio al que van a purificarse los judíos malvados), el siniestro valle en Jerusalén donde en tiempos inmemoriales se les indicaba a los seguidores de Moloch que tenían que sacrificar a sus hijos. “Si tú dices ‘Eres un necio’ a tu hermano, serás merecedor del Infierno de fuego”, declara en el “Sermón de la Montaña” (Mateo 5:22), y los educativos Evangelios atribuyen esta advertencia del Salvador al menos diez veces más: “Es mejor para ti perder uno de tus miembros, a que tu cuerpo entero sea lanzado dentro del Infierno de fuego” (Mateo 5:29); “Si uno de tus ojos te hace tropezar, arráncatelo y arrójalo lejos de ti; es mejor para ti pasar la vida con un ojo, que tener dos y ser lanzado al Infierno de fuego” (18:9); “Si tu mano te hace tropezar, córtala; es mejor pasar tu vida entera mutilado que ir con dos manos al Infierno del fuego incansable (Marcos 9:43); “Pero yo te advertiré a quien temer: teme a aquel quien después de muerto tenga la autoridad para enviarte al Infierno” (Lucas 12:5); etcétera. La buena noticia de los Evangelios está estrechamente unida a la autoridad que tiene el hijo del propio Dios, con la repetición de esas terribles amenazas acerca de un lugar donde los gusanos no sacian su hambre y el fuego jamás se sofoca y hay llanto y rechinar de dientes.
Ya sea que derive de los fariseos o de los esenios o de una visión personal, el énfasis de Jesús en un lugar ardiente de tormentos para los pecadores parece una licencia para sacar a relucir textos, muchos de ellos traducidos por el editor, que constituyen un volumen, dada la ausencia del budismo y otras tradiciones, cuyo título más adecuado debía haber sido: The Penguin Book of Christian Hell.
El antecedente de estos textos es un breve extracto del Apocalipsis apócrifo de Pablo, que data del siglo III, que de hecho incluye muchas de las características favoritas de los adoradores del Infierno. El recuento, como es típico del género, dice que proviene de un testigo ocular; una especie de documental de viaje malo. Ahí están los ríos de fuego, gusanos insaciables, remolinos de azufre y lluvia tormentosa de piedras afiladas y calientes como granizo sobre los cuerpos desnudos de los condenados. Hay adúlteros colgados de sus cejas y pelo; sodomitas cubiertos de sangre e inmundicia; niñas que perdieron su virginidad sin el consentimiento de sus padres sujetas con cadenas de fuego; mujeres que se practicaron abortos empaladas en asadores llameantes. Hay virtuosos paganos quienes “tuvieron un alma y todavía no reconocen al Dios Creador” y por lo tanto son ciegos y permanecerán para siempre en un pozo profundo.
Los demonios —aquí llamados los “ángeles de Tártaro”— cumplen torturas especiales diseñadas para pecadores especiales. Por ejemplo, un “lector” —aquellos que leen las lecciones en los templos durante los servicios eclesiásticos— que no siguió las indicaciones divinas: “Y el Ángel encargado de sus tormentos arribó con una lanza flamígera, con la que cortó en rebanadas los labios de este hombre y su lengua también”. Ante la expresión de horror del testigo presencial, este ángel guardián que le sirve de guía responde que no hay nada de qué preocuparse, que todo está en el plan de Dios. “He llevado luto y gemido por la raza humana. En respuesta, el ángel me dijo: ‘¿Por qué llevas luto? Acaso eres más piadoso que Dios?’ ”
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Esa pregunta, aunque se supone que sea retórica, ronda las páginas de
The Penguin Book of Helly trae consigo otras preguntas perturbadoras. ¿Qué clase de dios inflige horribles torturas a aquellos que no le simpatizan? ¿Por qué no previene que no ocurra lo peor? ¿O por qué, después de un periodo razonable, da fin a este desagradable asunto de la penitencia? ¿Qué tan buena es una sentencia penal por toda la eternidad? ¿Acaso disfruta el espectáculo de tanto sufrimiento? Y si es así, ¿se supone que nosotros nos unamos a él en ese regocijo?
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Algo de la satisfacción que la creencia en el Infierno evidentemente ofrece, ayuda a explicar la continuidad de su atractivo. Se deja ver en el castigo que le corresponde al desafortunado lector al que le cortan la lengua o en el sacerdote fornicador que es atacado por sus propios genitales. En todos los rincones del Infierno, le dice el ángel a Tundal, los pecadores obtienen lo que merecen: “Podrás ver el tormento que corresponde a tus andanzas”. El principio es conocido como
contrapasso—contrapeso, tal como lo tradujo Longfellow—, y Dante es su maestro supremo. Esta forma de la justicia consiste en que el pecador tiene que sufrir lo contrario de aquello que lo condujo a la condenación. Así, los adivinos, que en vida trataron de husmear en el futuro, son condenados a caminar para siempre con sus cabezas volteadas hacia atrás. Pero el castigo puede también ser una especie de continuación demoniaca: el colérico es condenado por la eternidad a desgarrarse los miembros uno por uno; los usureros se inclinan en agonía con bolsas de dinero atadas a su cuello; los amantes que se precipitaron en una pasión adúltera son azotados ahora por un viento infernal que no se termina nunca.
El estupendo logro poético de Dante es demasiado rico y complejo para sentirse confortable en
The Penguin Book of Hell. En su profunda simpatía humana, el Infierno se resiste a funcionar como una pieza adoctrinadora o de pedagogía estricta, y las pocas citas que incluye el editor parecen fuera de lugar entre las crudas fantasías y horrendas advertencias que dominan la antología. Aunque después de la Reforma tanto los católicos como los protestantes siguieron predicando sobre el Infierno, jalaron, tal como indica la selección de Bruce, de alguna manera, en sentidos opuestos. Los católicos continuaron resaltando los horrores físicos de la vida después de la muerte —piensa en el hedor, descrito por el repelente jesuita del siglo XVII Giovanni Pietro Pinamonti: “que tiene que exhalar esa mazmorra en donde una multitud de demonios y todos los cuerpos de los atormentados penan al unísono”—, mientras los protestantes tienden a enfatizar las miserias psicológicas.
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Uno de los principales motivos de los textos reunidos en
The Penguin Book of Helles la ira, la ira contra gente que ocupa puestos de excepcional confianza y poder que mienten y hacen trampa y pisotean los valores más básicos y aun así escapan al castigo que tan manifiestamente merecen. La Historia es una crónica interminable de estos canallas, y es una crónica asimismo de frustración e impotencia, ciertamente entre la masa de gente ordinaria, pero incluso entre aquellos que sienten que están dentro del sistema. El Infierno es el último recurso de la impotencia política. Para tu consuelo —te ayuda a permanecer dormido, como Freud sugiere—, al imaginar que esos personajes repugnantes que detestas recibirán su justo castigo después de la muerte.
Pero Voltaire y la Ilustración traen consigo un mensaje diferente: despierta. Deshazte de toda esa esperanzadora e impotente fantasía; es, en todo caso, la herramienta no solo de las víctimas sino de los victimarios. Debemos luchar contra los criminales aquí y ahora, en el único mundo en el que podemos esperar que se haga justicia.
© The New York Review of Books.
Traducción de Juan Manuel Gómez.