Alice Munro: la literatura como bálsamo

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Las editoras de la Premio Nobel de Literatura 2013 en nuestro idioma, Silvia Querini y María Fasce, recuerdan su obra y la manera de ser de quien fue una de las mayores cuentistas de nuestro tiempo.

Alice Munro nació el 10 de julio de 1931 en Wingham, Canadá y murió el pasado 13 de mayo de 2024 en Port Hope, en Ontario. (Foto: Chad Hipolito)
Carlos Rubio Rosell
Ciudad de México /

Un día le preguntaron a la escritora canadiense Alice Munro qué había de autobiográfico en su obra, y ella respondió que lo único autobiográfico en todos sus relatos era su estilo, porque en el estilo, decía, se reconoce al escritor. Así que con ese juego magnífico, combinando todas las letras del alfabeto, Munro fue capaz de crear toda una galería de inolvidables personajes que, sin embargo, estaban muy lejos de su realidad. Porque como dice Silvia Querini, su primera editora en lengua española, “la manera de contar estaba en ella”.

María Fasce, actual editora de Lumen, sello que ha publicado la totalidad de la obra de Munro en nuestro idioma, reconoce que fue precisamente Silvia Querini quien apostó primero que nadie por traducir a la autora canadiense. Pero Querini, ahora retirada, prefiere no hablar mucho de una autora que ha sido santo y seña de tantos escritores y ha querido mantenerse en un discreto segundo plano. “Lo único que voy a mencionarte”, me dice, “es que no fue una escritora de mujeres. Bastante trabajo le daba ya de por sí ser mujer, que ya es complicado y cuesta mucho trabajo. Pero no era feminista, y así lo sentía”.

Ya en 2009, cuatro años antes de que la galardonaran con el Premio Nobel, Alice Munro declaró que si bien tenía intenciones de dejar la literatura, le había resultado imposible, pues eso le acarreaba tener que comportarse como una señora normal sin obligaciones, así que para combatir el aburrimiento se había puesto de nuevo a escribir en su casa del pequeño pueblo de Clinton, en Ontario, Canadá.

“Juro que lo intenté”, recuerdan sus amigos que suspiraba mientras pedía su habitual media ración de wok vegetal, y contaba que había intentado seriamente dejar de escribir para llevar la vida de una señora normal porque el trabajo literario le estaba resultando demasiado duro. Así que durante seis meses no escribió una sola línea y salía a almorzar con amigas, dedicándose a la jardinería y a la caridad. “Pero fue horrible”, terminó por confesar, ya que se daba cuenta de que no servía para una vida normal, pues había escrito tantos años, que no sabía hacer nada más.

De modo que esa mujer de una belleza apolínea, nacida en 1931 en el seno de una familia de granjeros emigrados de Escocia, estrictos presbiterianos, seguiría escribiendo como lo había hecho desde su adolescencia y más tarde, cuando se casó y tuvo hasta tres hijos, porque su vocación literaria fue siempre más fuerte que todo lo que le presentó la vida, y cuando los bebés dormían la siesta, ella se ponía a escribir. "No estaba pensando en ellos”, dijo en una ocasión, “estaba pensando en mí. Quizá habrían sido más felices si yo les hubiese dedicado más tiempo y menos a mi literatura, no lo sé. Pero para mí no era una opción, sentía que tenía que luchar por ese espacio propio donde no era ni mujer ni madre”. Y así, Alice Munro persistió en el oficio literario, escapándose al mismo sillón donde desarrolló una intensa y creativa vida espiritual, consciente de que “los poderes intelectuales o creativos se debilitan” y preguntándose insistentemente qué otra cosa podía hacer si no escribía, para finalmente admitir que jamás había podido encontrar la respuesta.

Autora de poco más de una decena de libros de relatos, entre los que destacan Amistad de juventud, El amor de una mujer generosa, El progreso del amor, Secretos a voces, Escapada, Las lunas de Júpiter, Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, La vista desde Castle Rock o Demasiada felicidad, Munro siempre quiso escribir novela, pero el cuento le resultó el género en el que se sentiría más cómoda. “Yo siempre pensé que iba a ser novelista”, declaró, y contaba que desde muy joven se decía que cuando sus hijos crecieran y tuviese más tiempo para escribir novelas, iba a hacerlo. Pero fue el género del cuento el que se le impuso y resultó la manera en la que aprendió a escribir, pensando que había que seguir adelante con lo único que sabía hacer.

Munro se dedicó, pues, a escribir sin pensar si había un tema de fondo, pero con la idea de que tuviera al menos alguna complejidad moral. “No es que me guste crear personajes que estén reflexionando sobre problemas morales, pero sí marcar cómo de las decisiones que uno toma, de las rutas que se elige, uno se puede arrepentir tiempo después. Al mismo tiempo pienso que hay momentos en la vida en los que hay que ser egoísta en un grado tal que, luego, de mayor, uno pueda condenarlo. De eso trata ser humano”, reflexionaba al respecto.

Cierta vez le preguntaron que si al escribir básicamente sobre mujeres fuertes sentía que podía ponerse en la cabeza de los hombres también, y Munro contestó que no “por una simple razón: nunca voy a poder sentir, como ellos, que lo más natural sea que todo gire alrededor de mi trabajo y mis intereses”. En ese sentido, Munro criticaba el despliegue erótico moral de series como Mujeres desesperadas o Sexo en Nueva York. “Hay un capítulo (de Sexo en Nueva York) en el cual la protagonista, de una belleza menos convencional, una abogada, ve a un hombre en la ventana del edificio de al lado y empieza a desnudarse para él, pensando que él estaba montando un show para ella también. Pero luego se lo cruza en el supermercado y resulta que él es gay y que toda la escena de seducción se la estaba haciendo para el muchacho que estaba en la ventana de un piso superior. Es una historia que dice bastante sobre cómo nos enamoramos de alguien por su sonrisa y su cuerpo bonito y no sabemos leer las señales de que todo está en nuestra cabeza. Pero el resto de la serie me pareció bastante predecible, basada en esa idea de encontrar un hombre que lo sea todo, un matrimonio que lo tenga todo: intelecto, sexo, amor. Y eso es imposible. La solución es encontrar un buen balance, pero cuando uno se enamora, no ve esto. Supongo que yo soy una romántica, pero a la vez soy una persona muy analítica y ambas cosas no van bien juntas. Para las generaciones anteriores, que podían mantener separados los intereses románticos y sexuales, todo era más fácil que para las generaciones actuales”.

Sin embargo, la personalidad de Munro era compleja y si bien siempre se había rebelado contra la educación puritana, amaba la ropa, salir de shopping y tener un almuerzo que fuera una excusa para arreglarse en medio del campo. Y cuando nadie miraba, devoraba Vogue, pero le molestaba ver los precios, que le parecían indecentes. “Antes, cuando podía, me escapaba a Toronto a ver escaparates”, le confesó a una periodista, asegurando que Katherine Mansfield, una de sus más importantes inspiraciones, también lo hacía.

Y es que como explica María Fasce, es increíble cómo una autora puede oscilar entre sensaciones como ésa, de una exquisita ligereza, y el peso de influencias como la de Tólstoi, de quien extrajo la idea de que escribir sobre lo más local puede expresar algo totalmente universal. “Munro en realidad nunca salió de su mundo, de esos pueblos cerca de Ontario, de esa Canadá profunda que se parece a muchos barrios latinoamericanos, donde impera el qué dirán y que tiene para las mujeres un destino como amas de casa. Y todo eso cobra mucha actualidad y un poder de identificación muy grande, porque como ella misma cuenta, sus historias le suceden a gente normal, muy cercana a todos. Pero además su voz tiene una profunda ironía y un cierto humor muy suave mezclado y unido a una gran ternura. Sus cuentos son como la vida misma, y como dijo Julian Barnes, uno siente que nadie hace pasar el tiempo como Alice Munro, porque en sus cuentos ella nos puede contar toda una vida, incluso desde el futuro y luego nos hace una amplia panorámica que nos pone en otra dimensión de forma magistral. Es como alguien muy sabio que te dice: al final, nada es tan grave; pasan muchas cosas, hay amores truncados, no correspondidos, infidelidades, prejuicios, el peso de la sociedad; pero al final hay una voz optimista de reconciliación. Y eso hace que su literatura sea realmente balsámica, porque esa ironía no es punzante ni aguda como en Dorothy Parker, sino que es una ironía muy suave con un punto de ternura”.

Munro explicaba que para llegar a esa profundidad emocional trabajaba con lentitud, y tenía cuidado de no intentar deliberadamente que su escritura fuese poética. “La prosa”, señaló, “debe tener cierta aspereza”, y al final le gustaba escribir asustando “un poco” a la gente. Y es que escuchaba mucho las historias que contaban por ahí, tratando de encontrarles un ritmo interno para luego intentar escribirlas. Pensaba: “¿por qué esta clase de historias son tan importantes para la gente? Creo que seguimos escuchando un montón de historias que cuenta la gente y que supuestamente sirven para ilustrar alguna extrañeza de la vida. Y a mí me gusta recoger esas historias y ver qué me dicen a mí, o qué quiero hacer yo con ellas”.

Por otra parte, Munro creía que donde sea que se juntan mujeres, hay una gran necesidad de contarse historias, “una gran urgencia de decirse algo una a la otra: ‘¿Por qué crees que pasó esto?’, ‘¿No es raro que haya dicho eso?’ o ‘¿Esto qué significa?’ Las mujeres necesitan interpretar la vida verbalmente, mientras que muchos hombres que conozco, o que alguna vez conocí, no tenían esa necesidad, sino que más bien preferían seguir adelante y lidiar con lo que haya que lidiar sin preguntarse nada demasiado”.

Como recuerda María Fasce, hay un cuento titulado El ojo, “en el que logra contar la historia desde el punto de vista de una niña, pero también desde el punto de vista de la adulta que está reviviendo un episodio muy concreto en el que hay un hecho puntual dramático, pero que está visto como en sordina, e incluso consigue que la muerte sea algo misterioso pero con lo que te reconcilias, y no hay nada demasiado angustioso, y tiene una originalidad y frescura que ella misma reconoce, pues siempre quiso, como reconoció, escribir sobre cosas difíciles pero que parecieran fáciles. Yo creo que es una maestra que habla de tantas cosas, pero nunca de una manera obvia. Y cualquier relato que uno lea tiene esto”.

A Munro le encantaba trabajar también con las cosas inesperadas que le ocurren a la gente. “Lo inesperado es muy importante para mí”, declaró. “En uno de mis cuentos (Escapada), una mujer que tiene un matrimonio complicado decide dejar a su marido, alentada por una mujer muy sensata mayor que ella. Y entonces, cuando intenta irse, advierte que no puede hacerlo. Lo más razonable es irse, sus motivos son muchos, pero no puede. ¿Cómo puede ser? Yo escribo ese tipo de cosas, porque soy yo la que no sabe ‘cómo puede ser’. Por eso tengo que prestarle atención: allí hay algo que merece mi atención”.

Y aunque al dedicarse toda su vida a la escritura, Munro tenía muy claro que de tanto en tanto enfrentaría el fracaso, consideraba que ese fracaso no perviviría ni todo el tiempo, ni en todo. Y que, incluso, valdría la pena. “Pero es como llegar a un acuerdo con cosas con las que una puede lidiar solo parcialmente. Esto suena de lo más desesperanzado. Pero yo no me siento en absoluto desesperanzada”.

Al final, como destaca María Fasce, lo único que quiso Alice Munro fue que al ser leída, sus lectores se conmovieran y sintieran placer leyéndola, lo cual vale igual para quienes quieran descubrirla, para quienes ya la hayan leído y para quienes la relean una y otra vez.

AQ

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