En los últimos meses has llevado una vida de cuento de hadas. Es decir, zarandeada por múltiples hechizos, embrujada por un travieso duende, desafiada por mensajes imperiosos y mil peligros que conjurar. Tu casa se ha convertido en un oscuro torreón donde, prisionera y cautiva, debes afrontar pruebas imposibles. Frente al ordenador, te empeñas en terminar el trabajo antes de las malignas fechas de entrega, con las manos aún ateridas tras tender la ropa y el oído alerta al puchero que burbujea al fuego. Mientras tanto, tu hijo —por jugar, por llamar tu atención— trepa por el respaldo del asiento agarrándose a los mechones de tu melena como si fuesen cuerdas. Entonces sientes, como Rapunzel, que no puedes con el pelo. Lo sabían muy bien los hermanos Grimm: las fábulas infantiles son en realidad historias de terror.
Nuestros pequeños pisos, invadidos y expuestos al exterior en incontables videoconferencias, ya no protegen nuestra vida privada. Se han convertido en espacios confusos donde nos reclaman al mismo tiempo los jefes y los hijos. El tiempo laboral y el familiar forman una enredada maraña que ahoga los territorios interiores e íntimos del sosiego. El teletrabajo y la conciliación nos exigen un esfuerzo colosal, hercúleo, propio de semidioses. Precisamente Hércules fue el más explotado de todos los héroes de la mitología, el único mortal capaz de sostener la carga del mundo sobre las cervicales. Tuvo que afrontar sus doce famosos trabajos por objetivos, sin horarios, sin fines de semana ni vacaciones pagadas, sometido como un falso autónomo al déspota Euristeo. En una de aquellas legendarias pruebas, debía enfundarse el delantal y limpiar en un solo día el estiércol acumulado en los establos del rey Augias. Era una labor a la altura de cíclopes con estropajo: nadie había fregado ni desinfectado esas cuadras desde épocas remotas. El guerrero más musculoso de Grecia casi desfalleció ante la hedionda misión de adecentar aquella pocilga. Hércules era capaz de vencer a los más temibles monstruos, pero, como todo el mundo sabe, erradicar la mugre es infinitamente más difícil. En otra de sus aventuras, nuestro fornido héroe entró al servicio de la reina Ónfale y, vestido de mujer, asumió las tareas domésticas de la corte. La versión helenística del I want to break free de Freddie Mercury es, probablemente, el primer testimonio del titánico desmadre que supone conciliar las metas laborales con los cuidados del hogar.
El cineasta Martin Scorsese, que acostumbra a rodar historias de acción trepidante, describió estas vidas al límite en Alicia ya no vive aquí. La protagonista queda viuda en la simbólica localidad de Socorro, Nuevo México. Tras años dedicada a la familia, emprende, ante la mirada escéptica de su hijo, un viaje a la vez exterior e interior en busca de empleo. Asfixiada por las inseguridades, afronta las prisas matinales, los equilibrios con el tiempo, los nervios acumulados durante el día, el cansancio de cada noche y las ojeras como parte del uniforme. Ante el niño debe fingir que su plan tiene éxito y que ella es capaz de domesticar todos los caos. Y así, en casa, en vez de darse un respiro, empieza a interpretar. Una madre malabarista y funámbula será siempre una gran actriz.
Cuando las encuestas nos interrogan acerca de los mayores arrepentimientos vitales, las respuestas suelen ser muy parecidas: haber trabajado demasiado, no haber dedicado más tiempo a los seres queridos. Y seguimos sin hacerlo. Resulta irracional que gran parte de la población viva desbordada y exhausta la conciliación de su profesión y sus afectos, mientras otra parte se desespera por un empleo. Bien lo sabía Hércules, el que sujetaba el mundo, y también Alicia del país de Socorro: los esfuerzos extenuantes sostienen la sociedad en precario, pero no la transforman. Necesitamos imaginar una pócima sosegada que equilibre los afanes y los cuidados. Si no reaccionamos, la espiral de vida ansiosa y apresurada nos seguirá arrastrando como si lo más sensato fuera sumarse a esta locura.
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AQ