En un mundo cada vez más lleno de ruido, Álvaro Uribe tuvo un don muy grande: el de la discreción. Otra de sus cualidades fue que logró concentrarse en lo suyo. Nadie nace sabiendo, pero aprender cuesta trabajo y tiempo, mucho tiempo. Y tiempo es precisamente lo que Álvaro dedicó a su vida: tiempo para leer, para escribir, para vivir, tiempo para amar.
Como escritor, fue impecable. Basta con abrir alguno de sus libros en cualquier página para advertir la justeza de sus adjetivos, la elegancia de sus tramas, su estilo clásico. Como editor, la elegancia de su prosa se transmitía en la selección y solución que daba a los textos.
Álvaro pertenece a la vieja escuela de edición —la única posible—, que consiste en leer a profundidad, peinar, pulir y refinar el texto hasta que esté listo para los ojos del lector y para la conciencia del escritor que se exige algo más que publicar solo por publicar.
Alejado del estruendo de las modas y los likes y las redes sociales, Álvaro siguió su camino con una serenidad —no sé si real—, que como lectores nos daba la certeza de que alguien sabía lo que estaba haciendo.
Si la discreción fue uno de sus mayores dones, también fue una particularidad que lo alejó de la fama. Tuvo el gran éxito de un gran escritor, que es la aceptación de sus pares, no ese éxito un poco vacuo de quien vive para complacer a los demás.
Maupassant dijo que no hay poder más grande que el de una palabra bien acomodada en el lugar justo. Las palabras importan y por eso hay que defender su uso y combatir su mal uso. Álvaro aplicó este lema a todo. Con el paso del tiempo, confirmó que, en la escritura como en la vida, cada día es nuevo, todo texto es el primero, el amanecer ofrece una nueva oportunidad y el ayer queda en el pasado. Es decir, la buena escritura no es acumulativa. Cada frase es una batalla contra el caos. Cada oración es la primera. Todo texto es siempre un misterio.
Los laureles, si es que los hay, consisten en mantenerse fiel a uno mismo, a aquello en lo que uno cree, a luchar por aquello por lo que está uno dispuesto a defender. Me parece que, en gran medida, Álvaro vivió según sus propios términos, en la inseparable compañía de su esposa, la poeta Tedi López Mills. Su mayor recompensa fue escribir los libros que quiso escribir y, a través de su labor editorial, acercarnos a textos exquisitos en su temática y en su forma, que nos cobijan y estimulan la imaginación.
A casi ocho meses de su muerte, el mundo no es mejor sin él. Se encargó, sin embargo, de dejarnos una tabla de salvación: sus libros, traducciones y ediciones que nos ayudan a sobrevivir y a encontrarle sentido a nuestra existencia.
Gracias, Álvaro, por no traicionarte y no traicionarnos. Gracias por tu auténtica amistad. Con un laurel en la mano te digo: Te extraño Álvaro.
AQ