La pasión nos hace débiles, la entrega nos somete, esclavizados pertenecemos a lo que deseamos. La luz de un ángel reveló el destino del no nacido, le dijo a su madre “tu hijo será un nazareno, dedicará su fuerza a Dios, nunca deberá embriagarse ni acercar la navaja a su cabello, en el que guardará su poder”.
Deuda eterna, el cabello crece aun después de la muerte. Sansón, virgen y tenaz, persiguió a su destino y de la advertencia hizo un castigo, cedió a probar lo que no debía: la embriaguez del amor. Dalila, hermosa, sabia libertina, recibe al fugitivo, en su casa y en su lecho ella decide el precio, usa su cuerpo contra el cuerpo de Sansón, la seducción inicia como la seducción es: con mentiras. Él, que podía vencer a treinta hombres al mismo tiempo, no puede con la piel blanca, los muslos húmedos, el perfume y los senos tibios de Dalila. Ella pregunta, él miente, ella insiste, él vuelve a mentir, hasta que ella le entrega eso que el cielo no posee, eso que aniquilaría la virginidad de un héroe. Entonces la sangre de sus sienes revienta, la Palabra prometida enmudece, la anunciación se oscurece y Sansón, enajenado de gozo, habla: es mi cabello, esta larga cauda que me pesa, esta capa que me envuelve, esta masa enredada que me obliga a matar, masa iracunda, insoportable.
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En la pintura de Rubens, en la National Gallery de Londres, presenciamos la consumación de la seducción, el cuerpo de Sansón desvanecido de placer, yace dormido sobre Dalila. La luz de la Luna ilumina la escena, el seno excitado de Dalila está cerca de los labios de Sansón, que tiene la frente mojada de sudor. Él, invencible, perdió la única batalla que nadie gana. Rubens hace de la tragedia una violación, los verdugos cortan el pelo de Sansón inconsciente de su propio sacrificio, unos soldados espían por una puerta entreabierta, y Dalila, agotada, pone su mano en la espalda del héroe y lo mira, con la piedad del que ha sobrevivido a otras traiciones, casi puede decirle “sanarás como yo he sanado”.
Podemos ver el instante previo, el voyerismo de los verdugos, que tras la puerta escucharon la unión de esos cuerpos, sintieron con ellos cómo la musculatura de Sansón se hundía en la carne dulce de Dalila, esperaron a que él gimiera y gritara, a que ella jugara, y cuando llegó el silencio entraron armados con unas tijeras, la navaja que un ángel advirtió que nunca, nunca debería tocarlo. Rubens se compadece de los amantes, en un nicho hay una escultura de Cupido abrazando a Venus, pidiendo su protección. Dalila y Sansón han sido ultrajados, señalados, él por Dios y ella por los hombres, obligados a cumplir un destino, tuvieron que amarse para enseñarnos, que el amor lleva consigo su propia traición.
ÁSS