Amigas | Por Liliana Chávez

Viajar sola

"Al observar a otra mujer nos reconocemos y reconocemos sus procesos de transformación. Independientemente del amor lésbico, el afecto o amistad entre mujeres es una manera de desarrollar empoderamiento y autoestima".

Irene en su oficina de la Galería Schrill. (Foto: Liliana Chávez)
Liliana Chávez
Berlín /

“We learn from our traveling companions” 

Sara Ahmed, Willful Subjects.


Conocí a Irene, mi primera amiga alemana en Berlín, una tarde del verano pasado cuando yo buscaba unos lentes de sol y traspasé la puerta de su universo: la Gallery Schrill, una pequeña tienda atiborrada de los más diversos objetos estilo vintage cuyo ambiente de jazz y perfume de maderas transporta a los años veinte, a los cincuenta, a los setenta del siglo pasado, pero nunca al siglo XXI. Sobre la calle Bleibtreu, en el occidental barrio de Charlottenburg, en medio de restaurantes de moda, salones de belleza y boutiques chic, los aparadores de Shrill hacen honor a su nombre: accesorios de un glamour estridente que exclaman un estilo tan peculiar como el de su dueña. Detrás del lipstick y las uñas en rojo intenso, cabello, gafas y ropa negros, con statement accesories de vibrantes colores, difícilmente se puede calcular los años de Irene sobre la Tierra (aunque eventualmente supe que me dobla la edad).

Después de observar cómo cambiaba mi propia imagen al probarme varios modelos frente a un espejo rococó, encontré los lentes que se ajustaban a mi estilo y al estrecho tabique de mi nariz. Al pagarlos, Irene me preguntó de dónde era. La palabra “México” la transportó al pasado de inmediato: era el país al que viajó por primera vez sola cuando era joven. Yo acababa de publicar mi libro sobre la experiencia de mujeres viajando solas, le dije, y ella me invitó a quedarme un rato más en la tienda. Me contó de ese y otros viajes mientras tomábamos en copas doradas un Pinot Grigio que guarda siempre en la trastienda en caso de client@s conversador@s. “Mi tienda no es para todos, pero si a alguien le gusta es muy probable que sea afín a mi espíritu y esa es la gente que me interesa conocer”, me dijo tiempo después, cuando juntas adivinábamos quiénes de todos los window shoppers se animarían a entrar y probarse algo.

Exterior de la Galería Schrill en Charlottenburg, Berlín. (Foto: Liliana Chávez)

Sucedió lo que dice la filósofa Adriana Cavarero que pasa con las amistades femeninas: con una reciprocidad narrativa espontánea nos contamos quiénes éramos. Nos hemos elegido amigas: hemos caminado por mi barrio y el suyo, brindado por nuestros respectivos pequeños y grandes éxitos, reído por mis confusiones tratando de aprender alemán (hablamos irremediablemente en inglés desde que no supe por qué me deseaba traumas cuando me dijo “süße Träume”) y también hemos llorado por la muerte de una de sus amigas y por mis penas de amor, que le recuerdan algunas suyas, pero todo pasa, me dice, y una vuelve a cometer los mismos errores, porque eso es estar viva.

Aprendemos de nuestr@s compañer@s de viaje, como dice Sara Ahmed en el epígrafe de esta columna, pero también aprendemos de quienes se nos unen on the road, casi mágicamente. Conservar estas relaciones es un arte y bien merecen un día especial (cursilerías aparte o incluidas, qué más da). Aunque soy escéptica de las relaciones románticas a larga distancia, soy total creyente en el poder de la amistad a pesar de las distancias. Porque he sido afortunada de encontrar amigas en los rincones del mundo más inesperados, de darles un lugar en mi casa y que me den uno en la suya (también tengo amigos hombres, pero ellos no son el tema aquí).

A diferencia de México, donde no hay manera de ignorar el Día de San Valentín materializado en globos en forma de corazón y peluches gigantes, en Berlín no me hubiera dado cuenta del día si no fuera porque Nele, una nueva amiga alemana, me invitó a un concierto donde interpretaría canciones de amor en el coro de una antigua iglesia en el centro de Pankow, un barrio del lado este de la ciudad que fue alguna vez una villa. Su voz de soprano resonó bellamente en el recinto tantas veces modificado desde 1420. Aunque no entendía todo lo que cantaba, por el tiempo que duró el concierto me sentí parte de esa comunidad, a la que de paso integré a Itzel, otra amiga mexicana que me acompañó ese día como lo ha hecho tantos otros desde que la conozco. Ella me tradujo libremente lo que el maestro de ceremonias dijo sobre el amor y pensé en todas las definiciones de amor que tantas otras personas habrán escuchado en este mismo lugar a lo largo de al menos seis siglos.

De niña no entendía por qué mi mamá pasaba horas escribiendo cartas o hablando por teléfono con mujeres que vivían lejos de ella y a quienes me hacía llamar “tías”. Hasta que yo misma empecé a ser tía de l@s hij@s de mis amigas, a quienes ya no escribo cartas, pero sí mensajes de texto o de voz. El término “tía” no es tan errado para reconocer la relación de sororidad entre amigas cuyo afecto es capaz de incluir a su descendencia. Derivado del latín soror (hermana carnal), la Real Academia Española define “sororidad” como “amistad o afecto entre mujeres”.

Según explica Rosi Braidotti en su libro Metamorphoses, las mujeres han dado gran importancia simbólica a sus lazos de amistad con otras mujeres porque estas son mediadoras fundamentales entre cada sujeto femenino y el resto del mundo. Al observar a otra mujer nos reconocemos y reconocemos sus procesos de transformación. Independientemente del amor lésbico, el afecto o amistad entre mujeres es una manera de desarrollar empoderamiento y autoestima.

De Safo a Jane Austen, de Virginia Woolf a Doris Lessing y Bernardine Evaristo; o para tropicalizar, de Clorinda Matto de Turner a Rosario Castellanos, Isabel Allende y Guadalupe Nettel, de Rosa Montero a Rosa Beltrán y de Gabriela Mistral a Gabriela Wiener, la literatura de mujeres no ha dejado de (re)crear escenas de sororidad como una manera de acercar a l@s lector@s al “verdadero yo” de la protagonista. Sororidad también es lo que propone Madeline Miller en su novela Circe al imaginar desde una perspectiva feminista contemporánea el mito griego del errante Ulises: después de su muerte, las mujeres que más lo amaron, Penélope y Circe, conversan y reconstruyen juntas una versión más verosímil, que desmitifica al héroe, mientras se reconocen en la cotidianidad doméstica compartida. La sororidad no es nueva, pero a veces nos distraen o consumen otras versiones, no tan sanas, del amor.

Antigua iglesia parroquial "A los cuatro evangelistas", en Pankow, Berlín. (Foto: Liliana Chávez)

​ÁSS

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