La nueva normalidad no ha cambiado las viejas formas de hacer el amor. Por más que Matías Meyer piense lo contrario. De otro modo, ¿por qué daría el nombre de Amores modernos a una película que trata los más típicos problemas humanos?
Inicia la función y escuchamos la Zarabanda de Händel. Esa que fue tema de Barry Lyndon. Esa que hemos escuchado hasta el cansancio. Pero sorprende un montaje que demuestra que el director tiene talento. Hay un matrimonio viejo que aún disfruta del sexo. Ella, sin embargo, muere en la escena siguiente mientras busca una lata de conservas en su alacena. Pero aún tenemos esperanzas. Porque uno ha comenzado a adivinar las influencias del director: Haneke y, claro, Bergman.
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Las ilusiones flaquean cuando uno se da cuenta de que Matías Meyer no se ha dado el tiempo de desarrollar a los personajes que ha puesto en acción; a saber, tres hermanos que se han unido para el funeral de la esposa de papá. Por ejemplo, la hermana, que tendría que ser el personaje más atractivo del filme, decide, justamente ese día y sin razón aparente, ponerse una peluca rubia y cortar al amante. En el día que él más la necesita. No se trata, como imagina Meyer, de que así se ame en estos tiempos, se trata de que en el cine es necesario adivinar lo que sucede al interior del protagonista.
Lo más difícil de digerir en esta película con la que se reinauguran los estrenos nacionales tras la pausa por la pandemia de covid-19 estriba en el hecho de que Amores modernos tenga todo aquello que puede hacer una gran película. Todo menos la paciencia. Porque sí, el director ya está en tiempos de dar el salto y, luego de haber dirigido Los últimos cristeros en 2011 y El calambre en 2009, ser capaz de escribir y dirigir una película confesional, como pretende ser Amores modernos. Pero no tuvo paciencia o tal vez le faltó tiempo.
Aquí está la fotografía razonablemente atractiva, los actores concentrados y comprometidos con su papel; aquí está el infaltable apoyo 189 del Eficine. Poco importa en realidad que la dirección de arte de pronto cometa pifias tan horribles como vestir a un supuesto doctor en neurociencias con una corbata de Pinocho o que haya decidido decorar la habitación del muchachito sensible y azotado con frases de superación personal.
Amores modernos tenía todo para despegar, incluso ciertos momentos cómicos y un terremoto que debió ser el centro en torno al cual estalla el mensaje final. Pero a esta obra le faltó macerar. A Matías Meyer le sucedió, como a tantos otros directores novatos que, desesperados por estrenar lo antes posible, no se permiten trabajar los diálogos para volverlos, de verdad, dignos de Haneke o de Bergman. Y lo dicho, no ha sido ni siquiera falta de talento. Esto lo sabe uno cuando revisa la filmografía del director. Pero cuando uno atiende a la musicalización se da cuenta de la falta de gusto por el detalle. Así no se puede hacer una película confesional. Y resulta lastimoso. Porque en el cine (y más en el cine mexicano) no se vale experimentar con todos estos recursos tan caros.
Ojalá que Meyer levante un nuevo proyecto. Que encuentre nuevos productores y esta vez sí se dé el tiempo para madurar lo que quiere decir. La historia de su propia familia, la historia de todo lo que ama y lo que le duele. Hasta que entienda, en fin, que el recurso más importante en el cine no es la producción. Es el tiempo para llegar al fondo de la necesidad de narrar.
ÁSS