Andrés Henestrosa: fervor por la tradición oral

Ensayo

Hombre longevo, poeta, narrador y bibliófilo, destacó en las letras mexicanas por un libro que recopiló mitos y leyendas del Istmo de Tehuantepec, publicado en 1929.

Andrés Henestrosa murió a los 101 años, el 10 de enero de 2008. (Foto: Mónica González | MILENIO)
Araceli Mancilla
Ciudad de México /

Andrés Henestrosa habría cumplido 113 años el 30 de noviembre pasado. Hombre longevo, estuvo entre nosotros hasta muy avanzada edad, pues murió a los 101 años, el 10 de enero de 2008.

Destacó muy pronto en las letras mexicanas por un libro central en su vida: Los hombres que dispersó la danza, recopilación de mitos y leyendas del Istmo de Tehuantepec, principalmente juchitecas y huaves, que conoció siendo niño, a través de la tradición oral zapoteca, y que en un momento afortunado de su vida pudo trasladar al español con la ayuda de Antonieta Rivas Mercado, gran impulsora de las artes y la cultura en México.

Henestrosa había llegado de 16 años a la Ciudad de México y un pintor amigo suyo, Manuel Rodríguez Lozano, a la vez amigo de Antonieta, los presentó. La situación en aquellos años era difícil para Andrés. Su sobrevivencia era precaria, se alojaba con una funda de almohada como maleta y dormía en un cine. Así que al conocerlo y saber de su talento, Antonieta, mujer generosa, quiso ayudarlo, le dio un trabajo modesto y lo albergó en su casa durante poco más de un año. Durante las noches le leía, traduciéndole textos de la literatura universal escritos en inglés, francés, alemán e italiano, aún inéditos en español.

Henestrosa contaba que en ese entonces su español era muy elemental como para poder escribir lo que deseaba en este idioma, de modo que cuando se decidió a dar a conocer las historias, los mitos y leyendas de su tierra, los dictó a Antonieta. Vale decir que las historias no fueron transcritas al zapoteco pero provienen directamente de esta lengua, en sus variantes del Istmo de Tehuantepec, Juchitán e Ixhuatán.

Fueron las lecturas que Antonieta le acercó a Henestrosa, en especial la colección de catorce tomos de Las musas lejanas, que contiene mitos y leyendas de lugares remotos, las que lo animaron a traer a la escritura las historias istmeñas que él conocía y que consideraba tan valiosas como aquéllas. Esta iniciativa deja ver con claridad su personalidad despierta y decidida, así como su energía y talento para enfocarse en lo que lo apasionaba: las letras.

Los hombres que dispersó la danza fue publicado cuando Henestrosa tenía 23 años, en 1929, con un tiraje de 200 libros que se vendieron a peso. El mismo día de su cumpleaños le fue entregado al escritor el primer ejemplar. Aquella edición constaba de un retrato suyo, más otros dos dibujos de Manuel Rodríguez Lozano.

La primera edición del libro contenía un prólogo de Julio Torri, que se perdió. Así se afirma en el libro publicado por Carla Zarebska en 2004, ilustrado con preciosas pinturas de Francisco Toledo y acompañado además por fotografías de Graciela Iturbide. De la antigua primera edición se perdieron también algunas historias que fueron escritas nuevamente por Henestrosa para la edición de Zarebska.

Vale recordar que el don de gentes y el talento de Henestrosa lo llevaron a ser admirado y querido por sus colegas, los más destacados artistas y escritores del siglo XX mexicano, a quienes sobrevivió y de los cuales, ya anciano, contaba deliciosas anécdotas con una memoria prodigiosa, tal como recuerdo de una de sus charlas ofrecida en la Biblioteca que lleva su nombre, en la Casa de la Ciudad de Oaxaca de Juárez.

Sobre esto, queda como ejemplo un hermoso texto escrito por Octavio Paz, contenido en la edición oaxaqueña de Retrato de mi madre. En 1980, Paz rememoraba que Henestrosa había contribuido con este relato a la aparición, en 1938, del primer número de Taller, la emblemática revista de la que Paz fue cofundador.

Hoy podemos comprender la admiración que suscitó Los hombres que dispersó la danza al publicarse, cuando era inusual que textos provenientes de las tradiciones orales mexicanas tuvieran recibimiento y divulgación en los círculos literarios. El mismo Henestrosa contaba que su libro había sido elogiado por los literatos de las viejas maneras y los hombres de ciencia, sobre todo, pues en ese entonces los escritores mexicanos copiaban los estilos del extranjero, a los autores ingleses y franceses, principalmente.

La publicación exclusiva en español de Los hombres que dispersó la danza, y no así en zapoteco, puede justificarse a la luz del momento de su aparición, si se considera que para entonces Henestrosa iniciaba apenas un camino como investigador de su lengua materna, que más tarde, en 1936, lo llevaría a obtener la beca Guggenheim para la preparación de un diccionario zapoteco-castellano.

No hay que olvidar que Henestrosa había fundado la revista Neza en 1935, al lado de los creadores Gabriel López Chiñas, Nazario Chacón Pineda, Pancho Nácar y Alfa Pineda, para promover y divulgar la creación literaria en lengua zapoteca.

Henestrosa respetó a José Vasconcelos, quien le había prestado ayuda en 1923, cuando llegó desvalido a la Ciudad de México, y lo siguió con entusiasmo en 1929, durante su campaña por la presidencia de la República. Vasconcelos fue un ferviente promotor de la idea de la raza, el mestizaje y la enseñanza en castellano.

Así, resulta paradójico que Henestrosa iniciara, en cuanto pudo, un camino de estudio y rescate de su lengua, lo que motivó que con el tiempo surgieran más revistas en el zapoteco de las variantes istmeñas, entre ellas Neza Cubi y Guchachi’ Reza o Iguana Rajada. Su iniciativa contribuyó a que el zapoteco del Istmo sea hoy en día la lengua oaxaqueña con más textos literarios escritos y publicados.

Las historias de Los hombres que dispersó la danza son diversas y registran múltiples tonos. Sin embargo, destaca en ellas algo en común y significativo: aun escuchándolas, leyéndolas desde el español, podemos sentir que vienen de un imaginario complejo, distinto al nuestro. De ahí que la construcción de las frases, su sintaxis, sus digresiones tengan particularidades que nos trasladan, con un ritmo especial, a los acontecimientos y situaciones de un mundo desconocido y deslumbrante.

Sin duda, Los hombres que dispersó la danza, a casi un siglo de su aparición, ha sido un libro inspirador para resaltar la riqueza de la tradición oral no solo zapoteca sino de Oaxaca y México; para animar su conocimiento y recuperación actuales.

RP​

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