Por estos días, Andrés Neuman ha experimentado un tipo de ansiedad que hasta hace poco desconocía: la separación.
—Me cuesta mucho irme de casa, salir de viaje.
Inaudita declaración proveniente de un escritor itinerante que durante años ha practicado el nomadismo. Ahora, sin embargo, la razón de su angustia tiene nombre propio: Telmo.
Al momento de conceder esta entrevista, el poeta y narrador argentino se encontraba en la gira de promoción por España de su nuevo libro, Umbilical (Alfaguara, 2022), de modo que por primera vez ha tenido que apartarse de su estrenada cotidianidad de “padre en pañales”.
—Obviamente hablamos o hacemos el payaso por videocámara todos los días. Sigo sus comidas y sus sueños, pero necesito que mi hijo me eduque al respecto, porque me cuesta. Creo que en este momento él lo gestiona mejor que yo —explica, con ojos rutilantes, a propósito de la distancia impuesta por este viaje.
Bello en su brevedad, el libro hace el recuento de un año cardinal en la vida de su autor. Desde su mirada de padre neófito, Neuman esboza los meses previos y posteriores al nacimiento de su hijo. Lo hace a través de un lenguaje cristalino, bañado de ternura y asombro. Zambullirse en las páginas de Umbilical es asistir al estupor de un padre-poeta que ha convertido su experiencia en literatura y, a través de ella, la comparte con sus lectores.
—¿Cómo ha cambiado tu experiencia del mundo a partir de la llegada de tu hijo?
Me interesa cómo cambia el inconsciente, porque siempre se habla de la vida cotidiana, cuyos cambios son evidentes, pero me resulta curioso cómo parezco estar mucho más preocupado cuando duermo que cuando estoy despierto. En ese sentido —se dice en el libro—, soy el padre catástrofe cuando duermo. A veces me despierto y en lugar de la dura realidad, encuentro algo mucho más amable que aquello con lo que estaba soñando. Entonces, cambió el imaginario onírico. Y después, lo primero que visualizo involuntariamente cuando abro o cierro los ojos es el cuerpo de mi hijo, que es una especie de holograma que flota encima de mí y que me da las buenas noches y los buenos días. Esto me parece interesante porque va más allá de la voluntad, es una manera espectral y muy espiritual de habitar al padre que yo desconocía.
—Se ha vuelto el centro de tu universo y de la realidad que te circunda.
Totalmente, pero no me gusta dividir al mundo entre gente que tiene y no tiene hijos, me parece que eso es una simplificación. He pasado demasiados años en mi vida sin tener hijos como para subirme en un pedestal ahora y anunciar que he visto la luz. Fui muy feliz sin tener hijos, igual que lo estoy disfrutando mucho ahora de tenerlo. Y convengamos en una realidad: conocemos gente idiota con y sin hijos, y conocemos gente feliz y desdichada con y sin hijos. De manera que la realidad empírica nos demuestra que no se alcanza ningún estado superior o definitivo.
Cuando no tienes hijos, escuchas ciertos comentarios hechos desde cierta superioridad moral que, paradójicamente, podrían invertirse de manera sencilla. Se habla del narcisismo o del egoísmo de la gente que no está criando hijos, porque está muy centrada en sí misma. Es un reproche popular que la gente con familia les hace a la gente sin descendencia: que no conocen la madurez de dejar de cultivar el propio yo. Pero, irónicamente, alguien sin hijos podría decirle exactamente lo mismo alguien que tiene hijos: no hay nada más narcisista que pretender perpetuarse, transferir los genes o la identidad, criar a alguien que se te parece en cierta forma, a quien le vas a transmitir tus valores o tus afectos.
También hay una corriente de sobreactuación en el sentido contrario: convertir el acto de no tener hijos en un heroísmo. En el caso de las mujeres puede tener un sentido político e histórico, sin duda, porque es oponerse a un mandato. Al respecto hay un libro muy interesante de Lina Meruane que se llama Contra los hijos. Pero tanto esa postura como la otra, no dejan de ser formas de la superioridad moral que maquillan un poco la realidad de que, hagamos lo que hagamos, tendremos dudas. Tengas o no tengas hijos, en algún momento te preguntarás qué hubiera sido de ti en caso contrario. Y esa duda es la única verdad que conozco de la condición humana. Me parece interesante empezar a narrar la maternidad y la paternidad de las dudas, pero también de la ternura y del cuidado. Eso es lo que trata de contar Umbilical.
—Julian Barnes habla de la “pacificación de apócrifos”, que consiste en cancelar las otras vidas posibles con cada decisión que tomamos.
El what if?, claro. Sin esas cosquillas no existiría el arte ni la ficción, que están sostenidas en dos grandes descargas eléctricas. Una es la de conciencia mortal; la muerte es una muy mala noticia, pero la conciencia mortal es un don. Si no supiéramos que vamos a morir, como al parecer les pasa a algunos animales, perderíamos nuestro tiempo ejemplarmente. No trataríamos de crear belleza tan desesperadamente, no hubiéramos construido un impulso hedonista. Y la otra conciencia es la de la bifurcación de los destinos. Esa curiosidad por las otras vidas es muy rica y es el motor de muchas de las mejores cosas que hacemos. Sobreactuar una certeza es descartar ese what if, que en realidad es muy creativo.
—En algún momento del libro, muestras cómo la paternidad te lleva a pensar en tu propia infancia. ¿Qué te provocó llegar a esa reflexión?
Los nacimientos hacen una operación de ciencia ficción con el tiempo. Hay una revolución cronológica y el abanico del tiempo se despliega entero en dos direcciones que son opuestas. Por un lado, una nueva vida abre un campo futuro vastísimo. De repente todo es futuro, preparación, horizonte, crecimiento veloz... Todo tiene que ver con un futuro, por un lado esperanzador y luminoso, y por otra parte secretamente oscuro y aterrorizado de no querer, por ejemplo, dejar huérfano a tu hijo demasiado pronto. Mientras pasa eso, el pasado regresa y hay una especie de revisión o relectura de tus vínculos familiares, de tu madre, de tu padre, de preguntas sobre tu propia infancia. El pasado vuelve mientras el futuro acelera. Es una experiencia narrativamente muy singular. Todo esto lo tenía en mente y, sobre todo, en el corazón, mientras escribía Umbilical. Aparte del tema fundamental del libro, quería pensar en cuáles son las posibilidades que tiene la escritura literaria de poner en escena nuevos modelos de paternidad y de masculinidad.
—Se suele hablar del ejercicio de la creación literaria como una necesidad, como algo imperioso. ¿Por qué elegiste la literatura para experimentar este proceso?
Porque mi vocación es la literaria y no sé habitar la realidad de otra manera que no sea escribiéndola. Esa necesidad tiene que ver con una vocación y con una convicción en la utilidad y la belleza de la palabra. En el caso de Umbilical, la escritura se impuso en varios sentidos. Primero, por la emoción abrumadora de ver la primera ecografía, esa especie de pintura rupestre del futuro que hace que puedas visualizar a alguien que no ha nacido. Esto es una especie de milagro tecnológico reciente que a mí me parecía una metáfora de las nuevas maneras en que los padres podemos vincularnos con el cuerpo que no gestamos, con el cuerpo que no alojamos. Visualizar al hijo como metáfora… la certeza de la existencia de mi hijo, incluso antes de que naciera, me hizo pensar y llorar mucho. Por motivos emocionales, era imposible no escribir.
Además, la escritura de este libro tenía algo de regalo de bienvenida. Quería poder ofrecerle a mi hijo algo que no fuesen unos calcetines de colores o un osito, y este cuaderno es una manera de que sepa que es bienvenido, de celebrar su vida y también de contarle toda esa parte de su memoria que sabemos que jamás recordará. Es abrir un diálogo futuro para que él pueda, poco a poco, ir armando el rompecabezas de su propia memoria.
A los hombres no nos han enseñado a situarnos frente a la gestación y frente al nacimiento, del mismo modo que tampoco nos han enseñado a cómo comportarnos junto a un bebé. Hay muy poca literatura de hombres y bebés. Escribir este libro y pensar en los vínculos prenatales me permitió que el nacimiento de mi hijo lo pudiese sentir como un reencuentro y no como una primera cita.
—Lo que sí abunda es la literatura de padres e hijos en conflicto.
Totalmente. La realidad nos ha dado abundantes ejemplos de padres tóxicos: los padres kafkianos, los ausentes, los invasores, represores o violentos. Pero también están esos otros hombres que a lo mejor no son, no han sido o no van a ser esa clase de padres, pero están absolutamente aterrados de ser como uno de esos arquetipos. Tenemos un imaginario que nos recuerda una y otra vez a la paternidad tóxica, pero que no propone nada mejor, que no construye otras posibilidades. Hay muy pocas historias sobre paternidades enfocadas desde el cuidado, la ternura o la vulnerabilidad. Me parece extremadamente importante incluir en la educación de tu hijo tu propia vulnerabilidad. Si eres consciente de tu vulnerabilidad, reconocerás y respetarás la ajena, pero también el cuidado se convertirá en algo recíproco. Yo tenía mucho miedo de ser padre, por ejemplo, y creo que hay muchos hombres que se sienten así. Y sería muy importante preguntarse por qué. Probablemente, entre otras cosas, porque los únicos hombres que cambian pañales en las películas aparecen en las comedias estúpidas donde esa actividad se muestra como algo ridículo o gracioso. Estamos permanentemente bombardeados por la idea de que no sabemos, no podemos o no nos corresponde.
El primer día que le corté las uñas a mi bebé —que es una de mis tareas preferidas porque me parece que resume la devoción y el temor ante el cuerpo recién nacido—, traté de recordar una sola página, una sola foto, cuadro o película que hablase de eso, y no me vino a la cabeza ni una sola. Y eso me pareció terriblemente solitario, pero también me pareció una oportunidad de cambiar de tema.
—Y una oportunidad de contar esos otros discursos…
Claro, porque mientras yo le cortaba las uñas a mi hijo, sabía que tradicionalmente ese no era un rol paterno, pero también sabía que hay miles de padres haciendo eso. ¿Son cincuenta y cincuenta por ciento? No, seguro que no. Todavía no hemos llegado a eso. Pero, ¿hay muchos padres cortando las uñas a sus hijos? Sí ¿Y por qué eso no es digno de escritura o de narración? ¿Por qué las madres y las escritoras sí han hablado de lo escatológico, de los fluidos, de los vómitos, de la caca, de los pañales, y nosotros no? Es una cuestión no sólo de lo que hacemos —nuestros usos y costumbres—, sino de cómo representamos esos vínculos. Y también de cuáles son los temas que consideramos dignos de reflexión. Umbilical trata de tomar esa periferia doméstica que no está en la órbita de la educación masculina y paterna tradicional, para transformarla en el tema único de un libro.
ÁSS