Conocí a Antonio Escohotado en el verano de 1993, cuando me recibió en su departamento de Hoyo de Manzanares, en las afueras de Madrid, para hablar de la que era una de sus obras capitales: la Historia general de las drogas, libro que escribió en la cárcel, a donde fue a parar como consecuencia de una persecución policial de la que fue víctima a causa de su abierta defensa de la despenalización del consumo de sustancias psicotrópicas, que él consideraba un asunto de carácter personal y que recomendaba como parte de la formación integral de todo individuo.
Departimos durante cinco horas, fumando, bebiendo y riendo hasta que la tarde se agotó, aunque a Escohotado le sobraba conversación para rato, ya que su conocimiento del tema era desbordante y no escatimaba respuestas para toda clase de inquietudes.
Filósofo y jurista de formación, Antonio Escohotado —que contaba ya con obras como Marcuse, utopía y razón, La conciencia infeliz, Realidad y substancia, De physis a polis, Majestades, crímenes y víctimas— hablaba entonces, como lo hizo siempre, con un conocimiento enciclopédico desde todos los ángulos y aspectos posibles que podían derivarse del asunto que tenía entre manos. En el caso de las drogas, la química, producción, consumo, medicina, jurisprudencia, sociología o filosofía que formaban parte de sus reflexiones y que exponía con vehemencia y firmeza, citando a menudo las obras de dos de sus más admirados amigos: Thomas Szasz y Albert Hofmann.
Pero el escándalo quiso acompañarlo durante los siguientes años y en 1996, cuando se encontraba de viaje en Argentina, un juez local lo imputó por un delito de apología de las drogas. Por aquel entonces, volví a encontrarme con él en los Cursos de Verano de la Universidad Complutense en El Escorial, donde conversamos y fumamos tranquilamente mientras él se reía de la situación, que consideraba absurda y demencial y de la que había escapado de milagro, decía, zanjando la cuestión criticando a todos esos mentecatos que no tienen ni idea de lo que es la formación del espíritu, ya que además de reconocer en un programa argentino de televisión que había tomado diversos tipos de estupefacientes, confesaba haber introducido y guiado a sus hijos mayores de edad a las drogas que podían consumir. “Les he dicho a mis hijos”, comentó entonces, “que por favor esperen hasta los 18 años de edad. Y cuando los han cumplido, los he introducido en las drogas que estaban a mi disposición y que ellos han querido. Y normalmente lo que han querido es ser introducidos en la acidocilina, la mescalina o el LSD”.
Ese mismo año nos encontramos en la casa-estudio de Andrés Calamaro, donde entre densas humaredas su voz fue grabada improvisando unas frases que quedaron impresas en el tema “Nunca es igual”, del disco Alta suciedad, donde se le escucha decir: “Parece que no hay mal que resista mucho sueño y ayuno. Nos dicen que hagamos otras cosas, y especialmente que nos miremos ciertos líquidos, periódicamente, asiduamente. Pero yo no conozco mal que resista a veinte horas de sueño y un prudente ayuno. Ayuno quiere decir, por ejemplo, tomar gazpacho y ajo blanco, y en invierno guisos con abundante tocino. Y pan. Y darse cuenta de que no siempre que uno piensa que está hecho polvo, se muere. Y entonces, si tenemos miedo, no evitamos el dolor, pero encima cuantificamos. Quiero decir: para seguir viviendo, a veces, con tal de estar sanos vamos a hacernos chequeos, nos preocupamos porque nos ha salido una mancha o un dolor. Nuestra meta es vivir largo tiempo y, claro, en el fondo no pretendemos vivir largo tiempo, pretendemos vivir a secas; pretendemos vivir. Si uno intenta vivir largo tiempo, el día a día se puede envenenar bastante. Pero si uno no intenta cuidarse, tampoco es buen plan. Uno confunde la valentía con la temeridad, se granjea grandes cantidades de dolor. De modo que ya es muy delicado. Cuentan de Alejandro que un día se metió en un río tumultuoso de la India, todo con barro, persiguiendo al ejército que peleaba contra él, y que cuando iba a la mitad, los caballos perdieron pie: aquellas aguas estaban heladas, y se volvió a sus compañeros y les dijo: ‘Me cago en la leche, ¿os dais cuenta de lo que tengo que hacer para que me tengáis respeto?’ Eso pasa poco ahora. Respeto. Respeto. Respeto”.
Tres años más tarde charlamos nuevamente, esta vez a propósito del que entonces consideraba su libro más ambicioso: Caos y orden, en el que refinaba sus estudios filosóficos y apuntaba a la creciente necesidad de reunir, en un mismo corpus conceptual, las teorías científicas más novedosas que proporcionaban las matemáticas fractales, la física cuántica y la teoría de la relatividad con las ciencias sociales y los análisis sobre su organización, llegando a conclusiones siempre punzantes sobre la debilidad del paradigma neopositivista posterior a la Segunda Guerra Mundial en las ciencias naturales o aquellos modelos clásicos físico-matemáticos cuya soberbia les ha llevado a pretender explicar, predecir y gobernar el mundo.
A partir de entonces, dejé de ver a Escohotado, con quien todavía conversé alguna vez telefónicamente, ya que los derroteros de su vida lo llevaron a vivir al sudeste asiático, donde se dedicó de lleno al estudio y la investigación de la historia y la teoría económica, dejando de paso una crónica deliciosa de aquel tiempo en su libro Sesenta semanas en el trópico, en el cual narra una serie de peripecias “en el quicio del precipicio que separa la segunda de la tercera edad”, para concluir que hay dos modos genéricos de entender la vida: uno que aprecia un “planeta interior” y otro que vive sobre un “plantea exterior”, dos mundos que deberían compenetrarse en una sola Tierra.
Finalmente, en el penúltimo tramo de su vida, Escohotado se dedicó a la que, esta vez sí, afirmaba sería su obra cumbre: Los enemigos del comercio, una historia moral de la propiedad en tres tomos donde renunció a usar adjetivos, limitándose a describir los altibajos de la actividad comercial desde la civilización grecorromana hasta el siglo XXI, momento de máximo triunfo de la sociedad de consumo, pasando por las versiones del sueño mesiánico de la humanidad, el comunismo, así como por la evolución paralela del individualismo y el pensamiento liberal.
En ese sentido, Escohotado, discípulo confeso de Freud y Hegel, traductor de Hobbes, Jefferson y Newton, ratificó, ya en la definitiva recta final de su vida, que tras haber sido más rojo que una muleta de torero, se consideraba un liberal no dogmático que ensalzaba el socialismo democrático, pues “la forma moderna del liberalismo es el socialismo democrático”. Pero matizó, con la elegante sutileza que caracterizaba su pensamiento, que lo único a lo que aspiraba era a que lo respetaran sus vecinos, y que sus hijos y sus nietos se enorgullecieran de él, pues era lo bastante ingenuo para entender, con Manrique, “que la única vida perdurable es la fama”.
Antonio Escohotado falleció el domingo 21 de noviembre a los 80 años de edad en su casa de la isla de Ibiza, lugar donde en la década de 1970 había vivido una de las etapas más intensas de su biografía, donde echó a volar el espíritu de libertad que lo acompañó hasta el final de sus días y donde quiso decir adiós a esta vida para entrar en el sueño de la eternidad.
AQ