En Apegos feroces, Vivian Gornick relata un hipnótico episodio de humillación: una noche de verano, ella leía en el sofá de su apartamento en el Bronx junto con Richie, el hijo de su vecina y mejor amiga Nettie. Vivian tenía diecisiete años y el niño ocho, y no sospechaba hasta qué punto aquel infante había aprendido el impulsivo funcionamiento del deseo, y su oscura esencia de crueldades compartidas.
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El chico reclamaba su atención. Comenzó a incordiarla, interrumpiendo su lectura. Vivian dice: “ahora no, Richie”. Y él: “sí. Ahora”. El niño insistió.
“Me entró la risa, pero seguí leyendo. Richie se encaramó a mi regazo y se puso a jugar con la parte de delante de mi vestido, de cuello halter, blanco y de tela de verano, sujeto por un cierre que iba del cuello al ombligo. Le di unos golpecitos distraídos y débiles en las manos, sin dejar de leer. Puso sus brazos alrededor de mi cuello y apretó sus labios abiertos contra mi garganta. Pasmada, sentí su boca en acción sobre mí. Lo empujé con fuerza pero era ya demasiado tarde: había percibido mi vacilación. Siguió agarrado a mí, apretándose contra mi pecho como si tuviese derecho sobre mí. Era fuerte, más fuerte que yo. Nos enzarzamos en una pelea como si ambos fuésemos adultos o ambos, niños. De repente, en un gesto increíble, Richie me bajó el cierre del vestido hasta el final, me metió una mano por debajo del sostén y la otra dentro de mis calzones. Antes de darme cuenta de lo que pasaba, me había atrapado un pezón entre dos dedos y estaba dirigiendo el dedo medio de su otra mano hacia mis ingles”.
Apegos feroces es una fascinante reflexión sobre el origen y el destino, sobre los vínculos insanos y la dimensión exacta de la codependencia; es, también, el viaje proustiano de una mujer dispuesta a la experiencia de vivir su vida sin una pareja, sin el cliché de la individualidad como fracaso ni el de la condena masculina.
Feminista de profunda lucidez al estilo de Camille Paglia pero menos provocadora, a través de sus memorias Vivian Gornick teoriza y poetiza la existencia sin espejismos, toma distancia de esa fábula clarividente como si su voz no le perteneciera.
En su educación sentimental, tuvo dos mentoras. Su madre y Nettie, una ucraniana joven, guapa y voluptuosa. Gornick pierde a su padre a los trece años. Nettie enviuda poco después. Transita, entonces, entre dos frentes opuestos: la madre apegada al amor del esposo muerto y con un rígido sentido de responsabilidad; Nettie sola, complacida de saberse el codiciado objeto del deseo, desempleada y con un hijo a cuestas. Severidad y ligereza son los polos con que Gornick esclarece las aristas de la feminidad del siglo XX, y el doble rol de lo dócil y lo insumiso: Nettie acumula amantes, provoca y desprecia, complace y tortura: una tarde, Vivian entra al departamento de Nettie sin avisar, y la encuentra en la cama con un cura. Ella está desnuda, desbordada; él vestido, petrificado. Richie tiene cinco años. Contempla la escena amarrado en una silla junto a la cama.
Volvamos al episodio veraniego: “Me levanté como una centella, en un súbito espasmo. En medio segundo había logrado apartarle las manos y sujetarlo por las muñecas hasta inmovilizarlo. Lo miré a la cara con asombro. Él me devolvió la mirada. Pude ver en su rostro lo que él vio en el mío. Y también pude ver el efecto que causaban en él las cosas que veía. Su cara rebosaba de triunfo, interés y excitación, algo aún más curioso: una especie de tristeza, de seriedad. Me acordé del Richie de cinco años amarrado a aquella silla, contemplando a Nettie y al sacerdote sobre la colcha estampada de la cama. Había aprendido desde aquella noche. Sabía que la vida de su madre no era un ejercicio de poder, sino un intercambio de humillaciones. Ahora estaba probando lo que había aprendido”.
ÁSS