Ahora que nos reunimos para conmemorar la autonomía de nuestra universidad me parece indispensable recordar la enorme influencia que las ideas de Wilhelm von Humboldt tuvieron en la creación de la Universidad Nacional. Al igual que su hermano Alexander, Wilhelm von Humboldt era un heredero intelectual de la Ilustración, y al fundar la Universidad de Berlín en 1810 lo hizo convencido de que la vida académica debería estar libre de las ataduras de la religión y del aparato político del poder público. El tiempo ha sido injusto con el recuerdo de Ezequiel A. Chávez, cuya memoria ha quedado reducida al nombre de una de nuestras preparatorias, pero fueron él y Justo Sierra quienes reconocieron la importancia de las ideas de Von Humboldt y las aplicaron a lo que luego sería la UNAM, en donde han arraigado de una manera profunda. La universidad pública sólo es concebible sin las presiones y ataduras de los poderes políticos y religiosos. A pesar de sus elementos utópicos, la autonomía no es negociable.
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Resulta insólito tener que insistir a estas alturas en la importancia que tiene una vida pública secular para mantener las libertades académicas, pero basta asomarse a Latinoamérica para ver cómo la derechización de la vida política y el crecimiento del populismo han provocado el acercamiento de partidos y líderes a distintas iglesias. Los dos frentes en donde colisionan las concepciones religiosas con la laicidad son la salud y la educación, y es en las ciencias de la vida en donde se están gestando los conflictos más importantes. Basta recordar, por ejemplo, al diputado evangélico brasileño que hace pocos años exigió la eliminación de la enseñanza de la evolución, que terminó así hermanado, a pesar de las disputas teológicas entre las iglesias cristianas, con el antidarwinismo estridente del cardenal Juan Sandoval Iñiguez de Guadalajara.
Estos incidentes no son meras anécdotas, sino un reflejo de las aspiraciones ilegítimas por recuperar los fueros eclesiásticos y la reinstauración de la educación religiosa en las escuelas públicas. Ello no ocurre únicamente en Brasil y en Argentina. La historia política de nuestro país abunda en acuerdos soterrados entre el PRI y la jerarquía católica, y no hace mucho atestiguamos el espectáculo bochornoso en donde el presidente de la República cedió un foro político para que un cura católico y un pastor evangélico lo transformaran en púlpito.
En el México de ahora los discursos catequísticos, matutinos o no, van de la mano con una actitud profundamente antintelectual. Alarma la desmesura con la cual las universidades públicas y los centros de investigación están sufriendo un arrinconamiento mediático y presupuestal que las convierte en víctimas de campañas de linchamiento político empeñadas en presentar a los investigadores como una corte de insaciables mandarines ansiosos de privilegios. Estos ataques a la cultura y a la ciencia no se dan en un vacío político: la insistencia en una mayor presencia en los medios de diversas organizaciones religiosas no es otra cosa que la demostración de su pretensión por participar en el ámbito educativo y político. No podemos ignorar lo que hay atrás de los reclamos de un sector de los grupos religiosos que se han modernizado con la formación de cuadros y dirigentes que ejercen su actividad en el seno de partidos, tribunales y foros públicos, invocando conceptos que les son ajenos, como la libertad de conciencia y la libertad de cátedra.
Gracias a una sensibilidad a veces meramente intuitiva, han sido los estudiantes los primeros en responder a los ataques a la autonomía. Aun en las épocas de mayor presión política y amenazas presupuestales las instituciones de educación superior ejercieron su autonomía y se mantuvieron como un espacio de resistencia que generó propuestas sociales y económicas profundamente democráticas. Fueron los universitarios los primeros en alertar sobre los riesgos del neoliberalismo y de la imposición de marcos de referencia sociales, culturales y políticos basados en la economía globalizada del mercado, y fue también en las universidades públicas donde muchos aprendimos a reconocer la distinción, ahora esencial, entre la izquierda política y la izquierda social.
La prosperidad de una nación no se puede medir sólo por el producto interno bruto, sino que es indispensable considerar los derechos humanos, el bienestar social y la relación con el medio ambiente. De nueva cuenta, debemos recordar que fueron las instituciones de educación superior y de investigación las primeras en alertar sobre los riesgos de la desaparición de formas individuales y colectivas de relación ancestral con el entorno definidas por un carácter precapitalista. Sin embargo, el llamado diálogo de saberes que se pretende imponer en México es asimétrico, porque existen diferencias epistemológicas insalvables entre el conocimiento científico y el conocimiento empírico de lo que ahora se llaman los pueblos originarios. Como lo demuestran el manejo agroecológico y la medicina herbolaria, el saber tradicional de los grupos indígenas puede alcanzar un refinamiento extraordinario, a menudo caracterizado por una sacralización de la Naturaleza que se deja ver en las invocaciones a la Madre Tierra que aparecen cada vez con mayor frecuencia en los actos públicos. A pesar de su carácter totalizador y de sus buenas intenciones, estas perspectivas no pueden ser utilizadas para definir el presente y el futuro de la investigación científica en nuestro país, cuyo crecimiento en las últimas décadas nos ha convertido en una de las grandes potencias científicas de Latinoamérica y que ha traído incontables beneficios a la población mexicana.
Lo que se le ha dado a la ciencia en México es poco, pero reducirlo puede lastimarla mucho. Por ello, se requiere no de la imposición de una austeridad caprichosa y mal definida, sino de un gasto racional y transparente que refleje la convicción de que los principales beneficiarios de la inversión en ciencia, cultura y educación superior serán en un futuro no muy lejano los niños y jóvenes de hoy. El desmantelamiento de las estructuras viciadas es indispensable, pero la centralización del poder que se quiere imponer como parte de los reajustes al aparato estatal científico es inaceptable para una comunidad intelectual y políticamente madura que no está dispuesta a ceder su derecho legítimo a participar en la definición de las políticas académicas.
A lo largo de su historia, la UNAM ha abierto sus puertas para extranjeros que se hicieron nuestros. Unos llegaron buscando oportunidades académicas y laborales, otros fueron traídos por sus familias, unos huyendo de los pogromos y otros del franquismo y de la barbarie nazi. México abrió sus puertas primero al refugio español y luego al exilo latinoamericano, y ambos rápidamente nos hicieron suyos y los hicimos nuestros. Puedo deletrear uno a uno los nombres de esos maestros que transformaron la amargura del exilio y la distancia en una vocación por servir al país que los había acogido. Permítanme recordarlos citando los nombres de algunos universitarios entrañables: Aurora Arnaiz Amigo, Faustino Miranda, Max Cetto, Adolfo Sánchez Vázquez, Juan Comas, Paris Pishmish, Marcos Moshinsky, Tomas Brody, Ruth Gall, Isaac Costero, Germinal Cocho, Cinna Lomnitz, Alejandro Rossi, Ramón Xirau, y muchos, muchos más.
Hoy la situación es distinta. Día a día atestiguamos la dureza insólita con la cual México frena y expulsa inmigrantes, e indigna el trato que le damos a los extranjeros que entran a nuestro país huyendo de la violencia, la explotación y la pobreza. Me resulta difícil reconocer al país que mantuvo abiertas sus puertas a quienes buscaban refugio, en el México que ahora se está desprendiendo de sus principios cambiándolos por aranceles disfrazados de plato de lentejas.
A pesar de los vientos adversos que enfrentan las ciencias y las humanidades en nuestro país, aún estamos a tiempo de corregir el rumbo. Como lo intuyó Wilhelm von Humboldt, el desarrollo de la cultura requiere no solo de una política económica que trascienda los vaivenes políticos, sino también de universidades autónomas con libertad intelectual y científica. “El futuro no es lo que va a pasar, sino lo que vamos a hacer”, escribió alguna vez Jorge Luis Borges. Construyámoslo juntos, a sabiendas de que en ese futuro la universidad nacional, abierta, laica, pública y autónoma es indispensable.
ÁSS