Avenir del fantasioso becado | Por David Noria

Laberinto 1000

... o de cómo el licenciado Pedro Marcelo hizo a Pancho su chofer y donde se narra la primera salida que hicieron por la capital de la República.

Santa Fe, Ciudad de México, 2018. De la serie 'Los últimos campesinos'. (Foto: Luis Antonio Rojas)
David Noria
Ciudad de México /

A Eduardo Salazar Méndez, mayoral de la Colonia Moderna

Acabados sus estudios en Europa, Pedro Marcelo regresaba finalmente a la patria. Pensó que sería muy útil, ya que no tenía carro, llamar a su vecino Francisco, el del taxi, para que lo llevara y trajera en las muchas diligencias que lo esperaban, al menos mientras volvía a aclimatarse a la ciudad después de tantos años.

     —Pancho, la primera encomienda que tengo es implementar una nueva campaña de alfabetización. ¡Derechito a la SEP!

     —¡Sepa dónde está eso, licenciado! Usted me va indicando.

Llegando al Centro buscaron la calle República de Brasil, y si no dieron con ella fue porque, para ponerse al día, se le había cambiado el nombre a Monarquía.

     —Es lo de menos, Pancho, que ya Aristóteles dice que toda forma de gobierno puede ser buena, con tal de que no se agudicen sus vicios; y no en balde Brasil ha sido en otro tiempo la sede áulica del trono de mi tocayo, don Pedro I. Me esperas aquí.

No solo el nombre de la calle encontró trastocado y puesto al día el licenciado Pedro, sino aun las siglas y la fachada del edificio. En vez de tezontle había vidrios oscuros y viguetas de metal prefabricado; en vez de SEP, una sucursal para contratar televisión e internet.

     —Vengo a ver a la secretaria De la Colina y Frondoso. El asunto es la campaña de alfabetización —dijo Pedro Marcelo a la máquina que ofrecía turnos.

Cuando al fin vino uno de los empleados, éste creyó que se trataba de otro galán de la secretaria del gerente, que ellos por truhanes apodaban la Frondosa y que, para más señas, vivía en el Cerro de la Estrella. Una vez que lo hicieron pasar a un cuartito mal iluminado, Pedro Marcelo se encontró con una empleada que comía una torta detrás de una mesa minúscula, repleta de carpetas y folders, todo saturado por perfume barato pero abundante.

     —Secretaria, buenos días. Es un gusto conocerla. Vengo de parte del embajador Ramírez, que me pide transmitirle sus saludos. Verá, vengo de terminar mis estudios en Europa y quisiera presentarle el programa que me había comprometido a realizar, en carta solemne, con el Conacyt. Es un plan maestro para alfabetizar en los arcanos de la métrica castellana a nuestro pueblo, empezando la campaña naturalmente por las capitales económicas, de donde habrá de derramarse como por efecto de gravedad el ancho caudal o, por mejor decir, el transparente riachuelo de los versos más delicados de nuestros poetas. Y, si me permite un punto de orgullo, esta empresa, a diferencia de la de Vasconcelos, no puede fallar, pues no fatigaremos con inútiles lecturas a nuestros educandos. Nada de Plotinos ni Dantes. Todas las proyecciones sociológicas que llevé a cabo indican que el Polifemo de Góngora será la llave, o el picaporte, que abra finalmente la puerta de la sensibilidad nacional a las grandes obras de su tradición. Por cierto que, hablando de Vasconcelos, pensé que la encontraría a usted, apreciada secretaria, en el famoso y legendario escritorio del autor del Ulises criollo y no en esta desvencijada, sucia de salsa roja y mal balanceada tabla de IKEA.

     —Señor, ¿entiendo que quiere en su paquete History y Discovery Channel? —respondió la Frondosa.

     —Bueno, podríamos en efecto valernos de los medios audiovisuales más modernos para este nuestro apostolado laico, pero francamente soy de la idea de que la letra con sangre entra…

Después de poco menos de media hora de reunión oficial con quien tomó por autoridad educativa de la nación, Pedro Marcelo regresó al taxi.

     —¿Cómo le fue licenciado?

     —He quedado un poco confundido, Pancho. La secretaria me ha ofrecido todas las facilidades tecnológicas para la campaña, pero me hizo pagar ochocientos pesos al mes. Yo pensaba que me pagarían a mí, por aquello de que el que trabaja cobra.

     —Aquí para trabajar hay que pagar, licenciado. Vea nomás cuánto le invierto al día a mi Tsuru en gasolina. Apenas y me sale para mí.

     —Siendo el único país que sigue usando gasolina, me resulta raro que sea tan cara como insinúas. Pero piensa, Pancho amigo, por otra parte, que jamás será suficiente lo que tributes a PEMEX a cambio de gozar de ese don del cielo que es la soberanía, y que no tiene precio. No olvides, además, que siempre es mejor dar que recibir. En Atenas Solón y Clístenes instauraron, de su bolsa, el jornal pagado para los campesinos que se allegaran a la ciudad a cumplir con los deberes cívicos. Y, ¿no eran justamente los notables los que ofrecían al pueblo las grandes fiestas panatenáicas donde, entre vino y comida, se representaban a todo lujo las farsas y tragedias de Esquilo y Eurípides?

     —Hablando de trásquilos y léperos, licenciado, este sábado en mi pueblo vamos a hacer una barbacoa por la fiesta de San Lorenzo. El jaripeo se pone bueno, ya ve cómo se arreglan las muchachas, y hasta puede uno sacarse una lanita apostando con los toros. Para qué le voy a negar que es mi vicio. Yo voy por “Tesorito de San Juan”, que viene del rancho El Tasajo.

Ahí mismo decidió Pedro Marcelo en mala hora aprovechar la invitación de Pancho a su pueblo para poner en práctica, en un medio pequeño, rural y controlado, su apostolado laico, como él llamaba a sus sandeces, que todas serán puntualmente referidas en una próxima entrega.

David Noria.

(Ciudad de México, 1993)

Poeta y traductor. Autor de 'Nuestra lengua. Ensayo sobre la historia del español'. Profesor en la Facultad de Letras de la Universidad de Aix- Marsella, Francia.

AQ

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