En los primeros minutos de Al final bailamos, aprendemos que la danza georgiana es un arte unívoco. Durante las escenas inaugurales, Merab (Levan Gelbakhiani), un bailarín pelirrojo de mirada cautivadora, recibe los reproches calculadamente devastadores de su entrenador (Kakha Gogidze): “debes estar firme como una espiga”; “eres demasiado delicado”; “debes ser como un monumento”. Luego, con el mismo tono impositivo, el malencarado coreógrafo dirige su cólera a Mary (Ana Javakhishvili), la compañera de baile de Merab: “Tu mirada es muy alegre. Tus ojos deben estar allá (señala al piso), deben transmitir pureza, inocencia virginal”.
Más tarde, otro hombre, el responsable del elenco principal del Ballet Nacional Georgiano, reafirmará el carácter solemne del oficio con una sentencia lapidaria: “La danza georgiana no se trata sólo de alcanzar la perfección. Es el espíritu de nuestra nación”.
Obligadamente viril, la danza georgiana es un rito casi sagrado. Cualquier asomo de flaqueza es una afrenta al orgullo de la nación.
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Los dotes dancísticos circulan en la sangre de Merab por predisposición genética. Su abuela (Marika Gogichaishvili) y sus padres, Teona (Tamar Bukhnikashvili) y Ioseb (Aleko Begalishvili), fueron en su tiempo bailarines profesionales esplendorosos. No obstante, su presente parece dictado por un oráculo punitivo. “¿Quieres terminar como yo?”, le espeta el empobrecido comerciante Ioseb a su hijo cuando éste le comparte sus aspiraciones de integrarse al elenco principal del Ballet.
Antes de reanudar por enésima vez la práctica, al salón de ensayos entra un desconocido que se presenta como “el bailarín sustituto”. Confiado, desenfadado, Irakli (Bachi Valishvili) baila con la destreza de quien ha forjado su estilo en las periferias. Más tarde sabremos que el chico —que comparte nombre con el penúltimo monarca georgiano— es un asiduo bailarín de bodas porque en ellas “se gana muy bien”. A partir de ese instante, Irakli despertará en Merab una inusitada forma del deseo. En el corazón de un país que conserva en las entrañas el pensamiento estalinista contra la homosexualidad, su relación sólo podrá germinar entre las sombras.
Las crónicas de viaje consignan que Tbilisi, la capital de Georgia, es una ciudad de contrastes. Posee un cosmopolitismo anquilosado donde conviven la arquitectura medieval de castillos y fortificaciones con un auge boyante de rascacielos y una vida nocturna efervescente, casi clandestina. En ese bastión del exotismo se filmó Al final bailamos, tercer largometraje del realizador sueco Levan Akin. Rodar la cinta fue un auténtico tour de force; la producción tuvo que plantarse frente a las hostilidades de una sociedad conservadora que auspició protestas, prohibiciones y amenazas de muerte.
“Algunas compañías de danza georgiana nos negaron su apoyo, aduciendo que la homosexualidad no existía entre sus bailarines. Nuestro trabajo se realizó desde entonces en secreto y bajo mucha presión”, contó Akin en una entrevista para El País durante la Semana de Cine Internacional de Valladolid.
A pesar de los tropiezos, Akin logró transmitir con gran habilidad cinematográfica las costumbres y los códigos culturales georgianos. Al mismo tiempo, demostró una sensibilidad excepcional para filmar a los cuerpos en movimiento. También retrata con brutal honestidad la vida acre de los artistas en ciernes: las rivalidades entre congéneres, la competencia envilecida, la tiranía belicosa de los mentores, el desaliento paternal, las aspiraciones truncadas. Cada ensayo es una prueba de resistencia a puerta cerrada.
Al final bailamos es, en el fondo, una pugna de identidades y libertades. Levan Akin enfrenta la voluntad sexual de su protagonista y el abrazo de su nueva masculinidad contra la rigidez de sus tradiciones. El cineasta se lanzó a indagar las razones del odio y la intolerancia sólo para constatar que cada uno tiene derecho a sus pasiones.
Al final bailamos
And then We Danced | Director: Levan Akin | Georgia, Suecia | 2019
ÁSS