Ariana Harwicz conserva una vocación frustrada: ser pianista profesional. La música, sin embargo, permea su literatura, quizá de forma involuntaria.
Matate, amor, su primera novela, se publicó en noviembre de 2012, pero mantiene una vigencia excepcional gracias a numerosas traducciones y a los reconocimientos de la crítica internacional: la versión anglosajona fue nominada a los premios Republic of Consciousness y Man Booker International 2018, mientras que la alemana aspiró al Internationaler Literaturpreis 2019.
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La mayoría de las reseñas han elogiado esta ópera prima por su despiadado acercamiento a la maternidad, manifiesto en una prosa capaz de embestir al lector incauto. No faltan razones para hacerlo: la narradora de Matate, amor es una madre con ímpetu filicida y una esposa desencantada a causa de un amor mecánico y desvaído, cuya impaciencia desborda las páginas y bordea la locura.
No obstante, Harwicz (Buenos Aires, 1977) opta por una lectura distinta. “Para mí es una novela sobre el sonido, sobre la música. Después hay interpretaciones, y todas son bienvenidas”, explica.
A finales de 2019, Dharma Books trajo Matate, amor al mercado mexicano. A ello obedece esta conversación.
—¿Cómo lidias con el retorno a tu ópera prima varios años después de haberla publicado y con varios libros en medio?
Hace siete años que presento la misma novela. Presenté también las otras, pero quizá por la nominación al Booker Prize, o quizá por la temática, no lo sé, fue la que más recorrido tuvo.
Se da un juego temporal medio perturbador. La escribí hace siete años, cuando tenía 35, y siento que sigo en el mismo día, como en El día de la marmota. Por supuesto que también cambié, soy otra, hubo tres libros más, cambió el mundo, cambió la política. Yo trato siempre de leerla de otro modo. Mi forma de defenderme de esa reiteración es tratar de decir siempre algo distinto, pensar de otro modo la novela.
—La recepción de un libro cambia según la época. Siete años no parecen demasiado, pero imagino que desde tu perspectiva hubo una transformación tremenda.
Cambió todo en siete años. 2012 no es tan lejos, pero cambió el mundo, sobre todo en lo que concierne a la revolución feminista, al #MeToo, al #NiUnaMenos… toda esa ebullición, las calles colmadas. El libro fue escrito bajo otro imperio. Por supuesto que el feminismo ya existía, pero no este resurgir. Las coordenadas políticas eran otras. La ideología dominante, las preguntas, cómo se nos miraba a las escritoras. No existía esta hipervisibilización, que no sé cuánto va a durar y que es peligrosa si se trata de un efecto de moda.
—Y sin embargo la novela se inserta muy bien en el contexto actual. Es casi premonitoria.
Yo nunca pensé, cuando la escribía, que la protagonista era una mujer feminista, o que estaba en la lucha por el salir de un sistema patriarcal, o que se estaba empoderando. No pensé el marido de la novela como un machista. Toda esa jerga yo no la tenía. No pienso las novelas en esos términos. Sería una escritora militante.
—No te consideras militante…
No en la literatura
—¿Fuera de ella sí?
Fuera de ella lo que siempre me obsesionó fue la justicia. Desde que era chiquita he tenido mucha conciencia política. Siempre fui a todas las marchas: de Abuelas de Plaza de Mayo, de Madres de Plaza de Mayo, fui a Chile cuando volvió la democracia después de los 30 años de dictadura… Siempre me involucré, siempre milité, pero no en un partido político. Cuando escribo no tengo esa ética. Hay una ética en la vida y una ética en la escritura, y no creo que tengan que cruzarse. Si no, hacemos libros por encargo.
—La novela transmite cierta sensación de claustrofobia. La protagonista parece estar en una guerra consigo misma.
Es cierto, estoy de acuerdo con la palabra guerra. La protagonista está todo el tiempo batallando con el cuerpo y con la palabra. Está en una especie de cruzada, con la moral, con las convenciones, pero también con sus límites. Y a la vez es un solipsismo: está ella encerrada en su mente, y ese fluir no para. Tiene algo de encierro en su propia realidad psíquica.
—Es, además, una novela muy sonora: hay muchos ruidos, onomatopeyas, el llanto constante del bebé... Es una novela que grita.
Es verdad, los animales con sus ruidos, el bebé, el tractor, los bichos, la música, los autos, los accidentes… el enjambre de ruidos. Hay una composición sonora. Trabajé mucho con los sonidos guturales de la lengua, mezclando los sonidos, porque el francés es mucho más gutural que el español.
—Has vivido en Francia desde hace 12 años, ¿la distancia te permite mantenerte cercana a los movimientos literarios de tu país, del continente?
Es que la escritura tiene ese milagro. Voy al festival de Lima, o a la FIL de Guadalajara, a Santiago de Chile, y hablo con los lectores, con los estudiantes, con las universidades. La escritura une. Siento que puedo habitar varias realidades políticas, y que la escritura permite ese diálogo, esa cercanía. No me siento lejos para nada.
—¿La idea de que nadie es profeta en su tierra te dice algo?
Claro, es interesante. ¿Quién es uno cuando vuelve a su país? Es extraño volver a tu terruño, a tu lengua, a tu búnker, y ver que te miran de otro modo, que te valoran de otro modo, que existís de otro modo. Y también es extraño en Francia, que viví estos siete años sin ser publicada. Era extraño estar ahí y decir que soy escritora. “Escribo y mis libros están alrededor, pero no acá, que es donde escribo”. Le daba un efecto extraño.
ÁSS