'Bandido', de Itamar Orlev

Libros

Por cortesía de Acantilado, publicamos un fragmento de esta historia conmovedora sobre el amor filial y la búsqueda de la identidad.

Detalle de la portada de 'Bandido'. (Acantilado)
Laberinto
Ciudad de México /

Corre el año 1988 y hace veinte que Tadek vive en Israel, donde llegó de niño con su madre, obligada a huir de Polonia a causa de un marido carismático, alcohólico y violento que suscitaba entre sus hijos una esquizofrénica mezcla de admiración y terror. Ahora, la mujer de Tadek lo ha abandonado llevándose al hijo que tienen en común y la fatídica repetición del destino de su padre, condenado a la soledad, lo sume en una profunda crisis. Siguiendo un impulso, Tadek vuelve a su Polonia natal para reencontrarse con su progenitor, quizá por última vez, y observarlo con los ojos de un adulto. 

Decidido a dejar atrás para siempre todo lo que representa su padre, Tadek emprende un inesperado viaje con él —ya frágil y decrépito, pero no menos abusivo— en busca de una incierta reconciliación que los obligará a afrontar juntos los fantasmas del pasado. Una historia honesta y conmovedora sobre el amor filial y la búsqueda de la identidad, narrada con sentido del humor y ternura, pero también con el inevitable desgarro de las profundas heridas infligidas en la infancia.

FRAGMENTO

Un gran estruendo me arranca del sueño profundo golpeándome el rostro como un puñetazo y me despierta. Tengo la respiración agitada. Abro los ojos. La habitación está a oscuras. Una figura negra, borrosa se escabulle por la puerta abierta. Me arde la cara. El silencio es demasiado absoluto, siniestro. Me levanto de un salto, agarro una barra de hierro que tengo bajo la cama y salgo disparado hacia el dormitorio del niño.

Llego corriendo a la habitación, enciendo la luz: la cama está vacía y ordenada, algunos juguetes tirados por el suelo, la ventana abierta. Me subo al antepecho y salto al pequeño jardín donde reina la quietud nocturna. Sin embargo, veo la figura negra aparecer y desaparecer, emerger por un instante y esfumarse de nuevo. Corro tras ella blandiendo la barra de hierro. Noto los músculos tensos, me duelen, y para aliviar la tensión me pongo a golpear cosas con la barra de hierro: el suelo, la mesa de madera, el murete de piedra. Arrojo una silla, vuelco la carretilla y las plantas, hago caer cajas, trastos de hierro, pedazos de muebles, leños.

Regreso corriendo a casa. Corro de habitación en habitación encendiendo las luces. No está, la figura negra no está. La casa está vacía. Al parecer se ha ido, se ha ido llevándose al niño. Abro el frigorífico, cojo un botellín de cerveza y lo abro con los dientes porque el cuerpo todavía me tiembla y los dedos no consiguen asir el abridor. La trago entera a grandes sorbos y me calma un poco. ¡Cómo odio dormir!

Enciendo un cigarrillo. Miro el reloj. Las cuatro de la madrugada. Puedo respirar tranquilo, la mañana está demasiado cercana y ya no hace falta que regrese a la cama. Salgo al jardín y en cuanto se me calma la respiración comienzo a ordenar el desastre que he hecho antes. Dentro de una hora empezará el alba a pintar con una línea fina y clara el horizonte. Los primeros pájaros se pondrán a gorjear y la luz suave, consoladora, de la mañana me abrazará.

ÁSS

LAS MÁS VISTAS