‘Bardo’: limbo y barro

Los paisajes invisibles | Nuestros columnistas

Tal vez los puntos flacos de la película no radican en la astuta ambigüedad narrativa, sino en ciertos lugares comunes, autoelogios y puntadas esnob del realizador de Amores perros.

Daniel Giménez Cacho como Silverio Gama en 'Bardo'. (Foto: Rodrigo Jardon | Netflix)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

A Ciro Gómez Leyva

Quizá el mayor éxito de Bardo. Falsa crónica de unas cuantas verdades, de Alejandro González Iñárritu, ha sido el de provocar una polarización perfecta. Tanto en el público, como en la crítica, o le aplauden o la aborrecen, no hay punto medio en la opinión de quienes ya asistieron a las peripecias comatosas de Silverio Gama, el presunto alter ego del director de Amores perros.

Incluso, como paladín de las injusticias de la degustación estética, Guillermo del Toro saltó contra quienes calificaron la peli de confusa o pretenciosa: en el Museo de la Academia de Los Ángeles, Del Toro envió sus condolencias para aquellos que no entendieron de qué va la historia. Aclaró que bardo significa ‘limbo’ (solo que en términos budistas, porque la RAE lo distingue como sinónimo de poeta, aunque también lo define como barro, fango, vallado de leña, vivar de conejos) y trazó una analogía a través de los cuadros de Van Gogh. O sea, no basta con ver los Girasoles y apreciar su estupenda simetría o su belleza, sino que es perentorio percibir la técnica, la riqueza cromática y los trazos del holandés. Así, en lo que respecta a la cinta de Iñárritu, el realizador de Pinocho dijo que el arte radica en la minuciosidad con que diseñaron cada imagen.

Como sea, para Del Toro, Bardo es una obra maestra, y nadie rebatiría su veredicto pues se trata de una postura personal, pero tal vez los puntos flacos de la cinta no radican en la pulcritud visual ni en la astuta ambigüedad narrativa (caray, no es tan peliagudo detectar que el tal Silverio se halla en algún paraje de la inconsciencia o en un viaje onírico o agónico), sino en ciertos lugares comunes, autoelogios y puntadas esnob, con que Iñárritu decoró esta especie de homenaje a sí mismo.

Por ejemplo, el cliché de las relaciones familiares y el conflicto con la paternidad: Silverio como padre sobreprotector, incomprendido y torpe para entender a sus hijos, y Silverio como vástago que no gozó del reconocimiento de su progenitor ni jamás escuchó en labios de su padre la frase rotunda: “estoy orgulloso de ti, retoño”; el miedo, casi fobia, al éxito, tan sobado en el psicoanálisis y en los libros de autoayuda; el quejumbroso complejo del migrante que se marcha a regañadientes para huir de la ciénaga del conformismo o porque el país está de la chingada y, en consecuencia, los dilemas de la identidad nacional (la bufonada del mito de los Niños Héroes o el debate entre Silverio y Hernán Cortés, en vez de parodias, son ridículas); la hagiografía de un Silverio “prietito”, le reprocha su último colega en México, que antes de partir, la hizo en grande por ser amigo del dueño de una televisora y del Club América (la escena del panel frente a las cámaras evoca a la parafernalia de Réquiem por un sueño, de Darren Aronofsky, y de Guasón, de Todd Phillips); el resentimiento, la envidia, el desprecio que los compatriotas le expresan al hijo pródigo que vuelve a la Suave Patria como todo un ganador. (Bueno, en ese dentera tan mexicana, Iñárritu le dio en el clavo).

No obstante, Bardo funciona como una crónica eficaz de la travesía de un ser en estado de transición. La lógica del sueño es espléndida. Remite a los espacios y hechos delirantes que exploraron Buñuel o Fellini, es justa con el ego de su personaje (y creador): digamos, las referencias a Theo Angelopoulos (Paisaje en la niebla, 1988) con la enorme mano que no viaja en helicóptero pero la llevan a cuestas un puñado de migrantes, o el reencuentro festivo entre los muertos que se aman, como en Underground (1995), de Emir Kusturica: si el yugoslavo reunió a la pandilla de socialistas serbios (a la sazón, una especie de familia) en un limbo con forma de isla y amenizada con música de tambores y trompetas, Iñárritu lleva a Silverio a su reunión a través de una hondonada cuya superficie está hecha, ahora sí, de barro.

AQ

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