“Soy del barrio de Iztapalapa. Vengo de una familia de diez hermanos. Desde niño trabajé para ayudar en casa. Fui el gritón del pan en la colonia. Más tarde, troquelador en una fábrica de bicicletas. En las vacaciones, mi padre me llevaba a trabajar con él, era el responsable de mantenimiento en la estación Núcleo Radio Mil. Ahí aprendí a escuchar música. Vi cómo se hacían los noticieros, leía las revistas de donde sacaban las notas informativas, las novedades del mundo musical. A partir de ahí mi mundo cultural creció. Un día me dice mi madre: ‘¿Te sientes bien? Los vecinos piensan que tengo un hijo raro’. Y era porque escuchaba a Caruso, a Pavarotti. Los ponía una y otra vez. Era extraño porque en el barrio solo sonaba la música del norte, las bandas, las rancheras”.
Así da inicio esta conversación con el fotógrafo Barry Domínguez, a quien respalda una trayectoria de 35 años y un acervo que incluye más de ochocientos retratos de personajes de la cultura, entre otros: Rubén Bonifaz Nuño, Salvador Elizondo, José Agustín, Jaime Sabines, Margo Glantz y Dolores Castro. Su labor en la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM le ha permitido acercarse a la danza, la música, el cine, el teatro, la arquitectura, las artes visuales. Buena parte del universo que gira en torno a las actividades de la UNAM ha sido capturada por su lente. El acervo creado por Barry Domínguez resguarda la memoria del quehacer cultural de la universidad, donde ha colaborado como responsable de fotografía desde marzo de 1995.
En su juventud, Barry Domínguez soñaba con dedicarse a la pintura. La serigrafía y el grabado le atraían; sin embargo, debido a la situación económica de la familia no tuvo una formación artística. A la fotografía llegó a través de uno de sus hermanos, quien era jefe de prensa en Difusión Cultural de la UNAM. “Me presentó a unos amigos fotógrafos”, recuerda, “me invitaron a conocer su estudio y me enseñaron ese mundo al que llamo mágico”.
¿A qué personajes de la fotografía te acercaste en ese período?
Uno de los primeros fue Manuel Álvarez Bravo. Su fotografía me resultaba abstracta, surrealista. Por él conocí a Lola Álvarez Bravo, que se convirtió en mi referente del retrato por sus composiciones y la forma de ambientar los escenarios. Ahora me doy cuenta por qué tengo ese estilo de retrato, por qué me gusta viñetear, utilizar ciertos elementos, porque a través de esas viñetas encontré mi estilo propio. Eso también se lo debo a Lorena Alcaraz, con quien trabajé como asistente. Con ella y su esposo, Bernardo, aprendí el proceso de la fotografía. Ellos retrataban a personajes para la revista Vogue. Cuando empezaban a disparar yo permanecía detrás de las lámparas, miraba a través de las sombrillas y desde ahí también disparaba.
¿Ya tenías una cámara?
Mi hermano Cutberto me había regalado una Pentax K1000.
¿Y cómo llegaste a la UNAM?
Un amigo me invitó a hacer la cobertura de un músico en la Casa de Cultura de Iztapalapa. Sabía que yo estaba haciendo mi archivo de personajes de la cultura. Fui a retratarlo y al final del concierto se acercó una persona a preguntarme si le podía facilitar un juego de mis fotos porque su fotógrafo le había fallado. Le vendí las fotos y le llevé mi book porque ya contaba con retratos de algunos personajes como el compositor Jean-Michel Jarre, Jacques Cousteau y José Luis Cuevas. Le atrajo y me invitó a colaborar con el delegado. Estuve ahí cuatro años. Luego supe que Hernán Lara Zavala andaba en busca de un fotógrafo. Le mostré mi trabajo y me pidió hacer la memoria fotográfica de sus encuentros literarios. Así empecé a conocer a medio mundo de la literatura, de las artes, y después me enteré que se había liberado una plaza en Difusión Cultural. Les llevé mi portafolio y ahí me quedé. Van a ser treinta años.
¿Qué te ha hecho permanecer en la universidad?
El mundo que hay ahí. En la universidad se respira cultura. Me encontré rodeado de mis personajes favoritos: pintores, escritores, arquitectos. Al ver todo eso dije: de aquí soy. Hay un colega que admiro muchísimo, Ricardo Salazar. Si no mal recuerdo, fue el primer fotógrafo de Difusión Cultural de la UNAM, en la época de Jaime García Terrés. Acompañó a José Emilio Pacheco, a Juan García Ponce, a Sergio Pitol, Rosario Castellanos, Juan Rulfo. Al conocer eso, dije: agradezco haber tenido esta oportunidad porque yo no estudié nada, no fui a la universidad, pero lo que me ha dado es más que una carrera. Me ha dado las llaves para encontrar lo que anhelaba. Hace poco se inauguró mi exposición Mujeres de letras, en el Antiguo Colegio de San Ildefonso. Durante la ceremonia, dije: mi madre nunca supo a dónde iba a llegar. En su agonía repitió: qué vas a hacer, qué vas a hacer, hijo. Si estuviera aquí, no me imagino cómo reaccionaría. Ni yo mismo me lo creo. Estar en un espacio como San Ildefonso, escuchar al poeta Eduardo Vázquez, su director, decir que Rivera pintó a todas aquellas musas en un mural y que ahora Barry Domínguez pinta con luz a estas nuevas generaciones de escritoras, es un gran premio.
¿Cuál ha sido tu búsqueda, más allá de la técnica fotográfica?
Los años me han enseñado una forma de dialogar, de no enfrentar de inmediato la cámara sino conocer y que me conozcan. Me interesa dejar un documento de los personajes que son nuestros contemporáneos. Quisiera que este grupo de escritoras retratadas sea un testimonio histórico. Es algo, creo, que no se había hecho, juntar a tantas mujeres en una exposición de fotografía. Mi idea es eso, dejar un trabajo de calidad que invite a descubrir qué hay detrás del personaje. Me han dicho: tú no eres fotógrafo, eres antropólogo. Y es que me gusta averiguar, explorar. Ese es el objetivo de mi trabajo fotográfico. Hasta hoy no he dejado de hacer mis fotografías de personajes de la cultura con negativo. Eso no lo voy a dejar jamás porque así empecé, con mi lata de película para hacer mis cargas de 36 exposiciones en el mundo del blanco y negro, del cuarto oscuro, del revelado, de la impresión.
Barry habla sobre algunos retratos que se le fueron, por ejemplo, hacer la fotografía de Luis Villoro, quien acudió a la cita, pero le dijo que no era actor y no le gustaba que lo retrataran. A Francisco Toledo le hizo una foto muy apurada saliendo del Museo Universitario de Arte Contemporáneo. Tiempo después, cuando ya había conseguido el pasaje para ir a buscarlo a Oaxaca, el maestro murió. Barry también recuerda cuando fotografió a José Saramago y cómo se le echaron a perder los negativos. Ahora que los ha rescatado, al imprimirlos encontró imágenes interesantes, casi surrealistas del Premio Nobel, que pronto dará a conocer.
Pocos personajes de la cultura han escapado a tu cámara. ¿Hay algún retrato que quisieras hacer?
Me gustaría retratar a Claudia Sheinbaum porque es universitaria y es la primera mujer presidenta en nuestro país. Sería un gran honor y un gran reto hacerle un retrato, no como la presidenta, sino como la mujer, en su mundo. El otro también es doctor, Leonardo Lomelí, nuestro rector. Ya estoy coqueteando para hacerlo. Y hay otros proyectos que me gustaría concretar.
¿Como cuáles?
Siempre he querido retratar a la universidad de noche.
¿Qué has pensado hacer con tu archivo personal?
Lo he consultado con varias personas, como Rodrigo Moya, quien tiene un acervo inmenso y muy bien ordenado. También estuve al tanto del archivo de Ricardo Salazar, que había dejado en comodato a Difusión Cultural y por fin pasó al Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación. No sé qué pueda pasar con mi archivo. Es una tarea muy grande porque está la parte de la UNAM y también mi trabajo personal. Son más de ochocientos personajes de la cultura retratados; además, mis fotografías de vida cotidiana, de arquitectura, de viajes.
Al principio de esta charla dijiste que habías descubierto la magia de la fotografía. ¿En dónde radica esa magia?
Quizás en la plata, la gelatina, el laboratorio, la impresión. Creo que es todo el conjunto, es el cuarto oscuro. Conozco ese cuarto como mi mano, al derecho y al revés. Yo veo en la oscuridad, veo más allá que cualquier otro ser humano, veo detalles, veo reflejos. Por supuesto, la grandeza se da cuando avientas el papel al revelador y empieza a salir lo que fotografiaste. Se da cuando al transmitir la luz a través de la cabeza de la ampliadora, de pronto la imagen se refleja en un papel. Ahí está la magia. Decía Cartier-Bresson que somos como arqueros, hacemos todo el proceso de levantar el arco, estirar, disparar y hasta después, cuando te acercas, puedes ver el resultado. Solo después de revelar, los fotógrafos sabemos el resultado.
¿Cómo surge la metáfora de pintar con la luz?
En 1997, la Alianza Francesa me invitó a un encuentro cultural en París. Acepté. Antes había ido a retratar a Miguel León-Portilla. Durante la sesión, me dijo: Barry, usted es un tlahuiltlacuilo (el que pintaba códices para dejar testimonio). Le dije: así voy a titular mi próxima exposición. Ya en París, como los franceses no podían pronunciarlo, decían: el que escribe con luz. Ahora, en la exposición de San Ildefonso, Eduardo Vázquez lo dijo de otro modo: Barry pinta con luz.
Se percibe un tono de orgullo y satisfacción mientras cuentas esta historia y lo que has logrado.
Allá donde vivía, hace poco encontré una fotografía que les hice a mi padre y a mi madre. Verla me duele, porque aquello no eran condiciones de vida. Recuerdo que cuando andábamos en la calle jugando o nos quedábamos por ahí a beber algo con los amigos, mis padres decían: “No van a llegar a nada. Ustedes no van a hacer nada en esta vida. Aquí se van a echar a perder”. Varios de quienes estábamos ahí somos lo contrario. Viví muchas cosas en esos lugares. Lo he platicado con algunos amigos y me preguntan: ¿cómo sobreviviste al fuego? Es que no era para mí, respondo. Lo mío es lo que estoy viviendo ahora. No es lo mismo que hace treinta años.
¿Y el futuro?
Todavía tengo para rato, para seguir pintando con luz.
AQ