Me puse a leer la prensa mexicana: corrupción, inseguridad, homicidios, desatinos políticos, facundia presidencial, otro periodista asesinado… Entonces me pregunté qué sería leer la prensa en uno de esos países que siempre son ejemplares.
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Abrí el Helsingin Sanomat. La noticia más leída era una auténtica catástrofe. En Helsinki se instalaron unos basureros amarillos en posición oblicua junto a los carriles de bicicleta, de modo que, sin tener que detenerse, los ciclistas puedan arrojar en ellos su basura. Pero no previeron que este ángulo de cuarentaicinco grados facilita que las gaviotas hurguen en ellos, y derramen algo del contenido. “Lo más triste”, dice la nota, “es que la calle se ve sucia”.
No suelo generar basura mientras pedaleo, pero supongo que los finlandeses comen, beben, leen y cambian pañales sobre la bicicleta.
Sin embargo, no puedo ni quiero frivolizar el mundo nórdico con la falacia de que un poco de basura en la calle es poca cosa delante de miles muertos por la violencia en México, ni voy a comparar sus gobiernos honestos con nuestros corruptos funcionarios.
Más bien pensaba que ciertas realidades, como la mexicana, le hacen a un escritor más de la mitad del trabajo. Esas novelas que muestran la violencia o la corrupción en México tienen mucho de copiar y pegar. Bien se conoce la frase de Carlos Fuentes, quien decía que si Kafka hubiese sido mexicano se le consideraría escritor costumbrista.
Me hago dos preguntas que no pretendo responder. ¿Qué tanto la prensa contribuye a formar la literatura mexicana? ¿Y qué tanto hay lectores que esperan que los escritores les den un recalentado sobre ese mundo de crímenes y corrupción?
Me parece más seductora la historia de la viuda finlandesa que desde la ventana de su departamento en el tercer piso de la calle Hämeentie se enfrenta cada día al desasosiego de observar las gaviotas que picotean el basurero oblicuo y tiran desperdicios al pavimento. No sabe si debe odiar a las autoridades por instalar ese basurero, a los ciclistas por llenarlos o a las gaviotas por no irse a comer peces al mar; pero odia a los tres. Ya no lee, no ve la televisión; pasa las horas frente a la ventana, haciéndose apuestas mentales sobre el tipo de desperdicios, el momento en que se llenará el bote, la llegada de los pajarracos. Recuerda que cuando recién llegó a la calle Hämeentie, joven y enamorada, la vida era bella y planeaba cosas más grandes que pasar el fin de su existencia bajando escaleras para reacomodar los deshechos en ese bote amarillo y oblicuo que no deja de apestar ni aun cuando lo limpian los servicios de limpia. Afuera llueve. Quien voltee hacia tercer piso no sabrá distinguir entre las gotas que bajan por el cristal y las que le brotan a la viuda como cascajo.
AQ