Desde que somos lo que somos
la belleza nos ha obsesionado
como si fuera algo importantísimo…
como si en ella nos fuera la supervivencia.
La belleza de las mujeres, en particular,
ha sido para los varones de la especie
un faro que ha guiado
lo mismo las más altas cimas del arte
que guerras espantosas, como todas.
Baste pensar en la Ilíada
y en Helena de Troya,
la hija más hermosa de Zeus.
Pero por siglos y milenios
los hombres muy rara vez vieron
bellezas deslumbrantes como Helena.
Éstas eran un verdadero milagro.
Y no es que no lo sigan siendo…
pero estos milagros se han multiplicado
de manera geométrica y fantástica
hasta convertirse en irrelevantes.
La belleza acecha en todas partes
gracias a un sinnúmero de factores
genéticos, adaptativos, quirúrgicos, cosméticos,
por no hablar de los cibernéticos y económicos,
que son los más burdos y evidentes.
Y así como los hombres
de todo un pueblo en la Edad Media
escuchaban alabar la belleza de una dama
—la poesía amorosa de los trovadores en Provenza
gira toda en torno a este tema—
sin haber tenido oportunidad de verla nunca,
hoy en día cualquiera
puede ver más bellezas en un día
que los vasallos de todo un reino en un siglo.
Basta hojear una revista de modas
o ver casi cualquier película
para constatar a qué grado
la belleza física se ha vuelto banal.
Todavía hace unas décadas
una belleza natural como la de Greta Garbo
provocaba que multitudes se reunieran
para verla desembarcar en Nueva York.
Esa belleza era excepcional.
Y su singularidad cobraba un precio.
Lo mismo disfrutó que padeció
toda su vida los efectos de su encanto.
En su retiro “La Divina Greta Garbo”,
“La Esfinge”, se dedicó a coleccionar
inútiles bellezas pintadas por Renoir.
Como dijo Freud: “la belleza
no tiene ninguna utilidad evidente…
pero la civilización no puede vivir sin ella.”
AQ