Belleza y misoginia: historia literaria de un tormento

Reseña

¿Quién iba a imaginarse que las mujeres estaban dispuestas a coquetear con la muerte cuando se embadurnaban el rostro con plomo y arsénico?

Portada de 'De belleza y misoginia: Los afeites en las literaturas medieval, áurea y virreinal'. (Iberoamericana-Vervuert/ UAM-I)
Maite Zubiaurre
Ciudad de México /

Con De belleza y misoginia: Los afeites en las literaturas medieval, áurea y virreinal (Iberoamericana-Vervuert/ Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, 2021) su autora, María José Rodilla León, nos regala una rigurosísima monografía académica, ricamente documentada, amén de aderezada con una introducción, dos apéndices, y una extensa bibliografía.

Sus seis capítulos nos transportan al mundo de los afeites y los perfumes, un universo complejo que se alía con las mujeres y su belleza, y que despierta la inquina, en el primer capítulo, de la Biblia, la patrística y los moralistas. En el segundo capítulo se unen al fervor misógino contra los acicalamientos los géneros literarios, desde la lírica medieval y la poesía del siglo XV y el Renacimiento, así como los grandes escritores, entre ellos Cervantes, Quevedo, Lope y Calderón. En el tercer capítulo continúa la irritación de los varones: ahora, adquieren protagonismo las “metáforas del afeite,” y nos cuenta la autora qué artificios y cosméticos transforman a las mujeres que se engalanan y maquillan en metáforas animales y vegetales: son felinos, aves, peces, reptiles, y, en su versión culinaria y despectiva, berzas, y hasta peces embadurnados de harina, listos para freírse.

Por fin, si los tres primeros capítulos se centran en los ataques que la imaginación masculina y la moral al uso propinan contra las mujeres amantes del artificio embellecedor, los tres últimos se vuelven suntuosos estuches de los que emanan los colores y los aromas de las más variadas sustancias y cosméticos. No quedan atrás del todo los misóginos improperios, pero la atención se centra menos en estos y más en los variadísimos y muchas veces sorprendentes usos y costumbres de los afeites, en los tratados de belleza y cuidado del cuerpo, en las propiedades maravillosas de plantas y animales, y en los diversos oficios relacionados con los afeites, como son los de las terceras, buhoneras, hacedoras y vendedoras, y los de los boticarios, perfumistas, herbolarios, médicos, buhoneros y mercaderes.

Es fácil comenzar esta reseña así, y podría seguir en ese tono y resaltar las virtudes del volumen como contribución indispensable al estudio de las letras y culturas hispánicas del Medioevo y del Renacimiento, a ambos lados del Atlántico. Además, habría que añadirle a la reflexión profunda e incisiva de este tratado monumental otro aderezo, a saber, el de la prosa ágil y amena, el de un estilo impecable que es a la vez riguroso y ligero, alejado por partes iguales de la pedantería y del estilo facilón. Un libro académico de primera categoría, en suma, que es una gran contribución al género académico y ensayístico de la historia cultural o de esa otra corriente historiográfica iniciada en Francia que se conoce como historia de las mentalidades.

Podría, como digo, seguir ensalzando las virtudes eruditas del gran y último libro de María José Rodilla, pero voy a aventurarme por otros derroteros, por el simple hecho de que De belleza y misoginia también lo hace. Es un estudio académico, sin duda, y de los mejores, pero abraza otros muchos géneros y modalidades de escritura. De pronto, es un larguísimo inventario de productos de belleza, algunos todavía reconocibles —las mujeres siguen pintándose los ojos con Kohl, por ejemplo— y otros exóticos y hasta temibles. Quién iba a imaginarse que las mujeres estaban dispuestas a coquetear con la muerte cuando se embadurnaban el rostro con plomo y arsénico, un peligroso menjunje embellecedor que conducía muchas veces a la parálisis muscular y a la tumba. Cuando una abre las tapas de este libro, una se adentra en una prodigiosa farmacia, donde los remedios se codean con los venenos, y se llenan con la vanidad femenina las bolsas de los apotecarios.

De belleza y misoginia nos lleva al espacio trasero del herbolario y de la rebotica cuando se cierra con dos apéndices, uno de ellos, un glosario de afeites, y otro, un recetario. En el primero —regresamos al terreno de la farmacopea— se guardan y almacenan las aguas, las plantas, las secreciones grasosas de ciertos animales, los aceites, las resinas y las pastas. Ahí está el agua de Ángeles, por ejemplo, destilada de muchas flores diferentes, o el Agua de Azahar, destilado de las aromáticas hojas del naranjo, o el Agua de Mayo, el agualluvia que cae durante ese mes. Y ahí está también el Pupulión o populeón, “ungüento calmante, compuesto de manteca de cerdo, hojas de adormidera, y belladona”, o el anime o cáncamo, “una lágrima o resina de cierto árbol muy a propósito para perfumarla cabeza”, o —llegamos a la zeta— el zumo de hojas rábano, “que se creía que era eficaz para quitar las pecas del rostro.”

El segundo apéndice se activa con recetas, y salen de ese almacén las sustancias con que nos obsequia el primer apéndice o glosario. Ahora, se trata de mezclar, medir, macerar, adobar, moler, batir, rociar. Ahora, aprendemos cómo el ámbar molido se vuelve aceite, y cómo con palo santo y raíz de caña se elabora una sustancia que previene la alopecia y ayuda a crecer el cabello, y cómo si al aguardiente se le echa almizcle y se vierte en una redoma y se pone al sol cuarenta días, tendremos una agua perfumada, y cómo para fortalecer y embellecer los dientes hay no un remedio sino tres, y sirven para ese propósito los cascos de granada, las uvas de zumaque, la mirra, el romero, y el zumo de membrillos.

De belleza y misoginia… es volumen académico, glosario medicinal, recetario y herbolario industriosos donde por mor de la alquimia y el ingenio mezclador la naturaleza se pone al servicio de la belleza femenina. Pero es también bestiario y, me atrevo a decir, hasta cámara de tortura, carnicería donde el cuerpo de la mujer brutalmente se mutila y se destaza. María José Rodilla ya desde el título lo deja muy claro: la historia de los afeites es la historia de la más pura y destilada misoginia. Se inventan y crean los ungüentos, los tintes, los maquillajes, las sustancias que bien añaden color o empalidecen para que las mujeres sean tan bellas como las sueñan y quieren los hombres, pero sobre la mujer que recurre a los afeites, caen las más de las veces los insultos y los vilipendios. A ambos lados del Atlántico, en los textos fundadores de la antigüedad, en la España del medioevo y en la literatura virreinal, la mujer que se acicala y adorna y pinta es, invariablemente, puta. Deviene, como los mejunjes con los que, al decir de la misoginia, se “embadurna”, “obra del diablo y castigo del infierno,” ventanera o “finistrera” procaz y pintarrajeada que se exhibe o a la que exhiben, sin pudor, sus propias madres vueltas alcahuetas, criatura infrahumana y animal que adopta la forma y el comportamiento de felinos untuosos y callejeros, de gallinas disolutas, como las rameras, de reptiles y “basiliscos ponzoñosos”, de puercos inmundos, que como las mujeres, padecen de “la inclinación de acudir a los lugares sucios” y por ende pecaminosos, de carbunclos, de polillas que, como la castidad de las doncellas, se degrada y muere al orearse.

Pero ni con eso se conforma ni satisface su apetito bestial la misoginia. Va más allá, puesto que —y por eso hablo de carnicería— machetea y trocea el cuerpo de las mujeres. Si una lo piensa bien, y si se le presta atención a la decidora estructura del libro de María José Rodilla, la organización de la anatomía femenina, cuando se somete a cosméticos y artilugios embellecedores, automática e inevitablemente se trueca en retrato cubista. Los afeites se concentran en una parte anatómica tan solo, son productos concebidos para zonas muy específicas del cuerpo y del rostro: los granos de granada y bermellón, la cochinilla y el cártamo para teñir de rojo los pómulos y los labios; el albayalde, para blanquear el cutis y los dientes, hasta desgastarlos; el “stibium,” “alcohol negro que se hacía con un mineral,” para teñirse las pestañas y las cejas y “el incienso y las cenizas producidas por el pino quemado” para pintarse los párpados; las “cofias, albanegas o redecillas, capuchas, tocados, cintas velos,” para resaltar el atractivo de la cabellera, las lejías y el azafrán para enrubiar ese gran “instrumento de seducción”, y las cañas y hierros huecos calentados al rescoldo de la lumbre, para encresparlo.

Hasta el capítulo cinco, los afeites caen con saña sobre las mujeres: pareciera como si los medios para realzar su belleza fueran su peor enemigo, artilugios tan depredadores, troceadores e hirientes como esos varones que sobre ellos —y ellas— discursean con desprecio.

Pero con el capítulo cinco, dedicado a “Los afeites y los oficios,” la misoginia sentenciadora sufre un duro embate. Aquí, las mujeres ya no son un lienzo pasivo sobre el cual los ungüentos, potingues y mejunjes imprimen esa huella que al embellecer inevitablemente envilece, sino sujetos activos que del adorno hacen pingüe negocio. María José Rodilla nos habla de “terceras y buhoneras,” de “hacedoras y vendedoras de afeites,” y compendia los talentos y oficios de estas en la multi-talentosa y pluriempleada Celestina, “labrandera, perfumera, maestra de fazer afeytes y de facer virgos, alcahueta y un poquito de hechizera”.

En suma, María José Rodilla León ha escrito un libro que, como este texto ha querido demostrar, no es uno sino muchos, aunque todos aplicados a un mismo objetivo: contar, a través de la historia de los afeites, la historia enquistada de la misoginia en la literatura medieval, áurea y virreinal.

AQ

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