“La ficción es aquello que hemos inventado para acercarnos lo más posible a la insondable realidad”, afirma el escritor Benjamín Labatut. Una descripción científica, un relato de “no-ficción”, dice, sólo pueden considerar ciertos ámbitos, casi todos externos, con lo cual se pierde la mayor parte de la riqueza de cualquier fenómeno. “Sin un punto de vista —agrega— la realidad es inenarrable” y “por eso nuestro cerebro está constantemente adivinando y creando pequeñas y grandes ficciones”.
“La percepción, la memoria, todo lo que consideramos como un registro fiel de la realidad, tienen una enorme cuota de imaginación”, sostiene en entrevista este autor afincado en Chile desde 1994, quien acaba de publicar un conjunto de relatos titulado Un verdor terrible (Anagrama), distribuido casi de forma simultánea, en Alemania, Italia, Francia, Holanda, Portugal, Australia y Reino Unido, donde ha sido saludado por el escritor John Banville como una obra de ficción “ingeniosa, intrincada y profundamente perturbadora”, basada en hechos y personajes reales, a partir de los cuales el autor teje una extraordinaria red de asociaciones entre la mecánica cuántica y los demonios de las dos guerras mundiales, en la que Dios no es quien juega a los dados con el mundo, sino el diablo.
Un verdor terrible es, en efecto, un libro que abreva en la biografía como armazón de casi todos los textos, donde aparecen las figuras de científicos y matemáticos como Erwin Schrödinger, Werner Heisenberg, Alexander Grothendieck, Fritz Haber, Albert Einstein o Shinichi Mochizuki, y cuyos puntos de fuga se van expandiendo conforme se suceden los relatos.
En ese sentido, Labatut (Rotterdam, 1980) expone que su libro, “si es que tiene algo de inclasificable, sólo demuestra nuestro mal hábito de pensar en categorías que no hacen más que reducir la riqueza de las cosas. Dicho eso, si tuviera que responder con una pistola contra la cabeza, diría que no hay otra cosa que la ficción”.
Y es que para Labatut —quien publicó en México su primer libro de cuentos titulado La Antártica empieza aquí (2009), al que siguió el volumen de notas científicas, filosóficas e históricas sobre el vacío Después de la luz (2016)— “la percepción es una apuesta”; de ahí que, cuando escriba, trate de “adaptar la forma de la historia a su fondo” y busque “aquello que es verdadero, no solamente real”, pues pretender que un texto, incluso el más periodístico, sea no-ficción” es “de una soberbia y de una ignorancia feroz”.
En ese sentido, Labatut observa que “tanto en la literatura como en la ciencia, e incluso en la vida cotidiana, lo que hay son buenas y malas ficciones. ¿Qué es más real, qué es más verdadero, la descripción enciclopédica de la presencia norteamericana en Vietnam, o la locura desatada del coronel Kurtz en Apocalipsis Now? El horror, pues, el horror”.
—Es evidente que W. G. Sebald está muy cerca de la propuesta literaria de Un verdor terrible. ¿Qué otras coordenadas orientan su rumbo como escritor?
El hombre que me enseñó el valor secreto de la literatura fue un poeta chileno, Samir Nazal, quien murió sin haber publicado uno solo de sus poemas. De Pascal Quignard aprendí que los libros son un diálogo silencioso entre quienes escriben, y por eso le dediqué —fervorosa y telepáticamente— el texto sobre Alexander Grothendieck. Devoro todo lo que hace Eliot Weinberger, porque ha demostrado que el ensayo es el último lugar salvaje, el Far West de la literatura. Y luego están Burroughs, Bolaño y Sebald, el padre, el hijo y el espíritu santo. El documentalista Adam Curtis (que en el fondo es más escritor que director) anima todo lo que escribo, mientras que Robert Anton Wilson —que escribió muy mal, pero que pensaba como nadie— es alguien a quien revisito continuamente. También Werner Herzog, Kafka, Borges, Alan Moore, Nabovok, Chris Marker, Hideakki Anno, David Attenborough, Mamoru Oshii, Claire Dennis, Lucia Berlín. Y, por último, Miyamoto Musashi, el ronin japonés del siglo XVII que, luego de cansarse del olor de la sangre, se refugió en una cueva a escribir El camino que se debe seguir solo, el cual contiene joyas como esta: “Tómate a la ligera a ti mismo y con profundidad el mundo”. Y, finalmente, hay un pequeño grupo de robles que crece muy cerca de mi casa aquí arriba de la montaña, que visito a diario. Casi todo lo que he escrito en los últimos años se me ha ocurrido mirándolos.
—Hay en todos los relatos de Un verdor terrible un cierto aire descarnado, tratado con pulcritud, pero que sobrevuela la atmósfera de este libro: muerte, locura, soledad, vidas que a pesar de estar en la cima del mundo siempre miran al suelo y se estampan contra él. ¿Le atrae este aspecto trágico de la condición humana?, ¿quería reflejarlo en estos relatos?
La naturaleza trágica de la condición humana, vista desde un ángulo un poco torcido, es también bastante chistosa. Nuestras vidas son sublimes y grotescas, incluso cuando son comunes y corrientes. Yo busco equilibrar ciertos opuestos. No tolero la literatura ni el pensamiento que slo tiene un polo. Los físicos sobre los que escribo no sólo calculan, sino que culean. Los matemáticos que me interesan están obsesionados con los juguetes para niños tanto como por el misterio que ordena el mundo. Estas decisiones narrativas responden a mis propios intereses: quiero saber de qué está hecha la realidad, me interesa el delirio y el éxtasis, pero le dedico buena parte del día a luchar contra adolescentes (quiero pensar que son rusos, o pakistaníes, o feroces niños de Guayana) que se ríen de mí y me vuelan la cabeza en Call of Duty.
La riqueza del mundo está en sus contradicciones: el jugador de Go sobre el que estoy escribiendo ahora es un tipo de genio que aparece una vez por generación, pero también es fanático de las teleseries coreanas, y se sabe todas las canciones del grupo de k-pop My Girl. La ligereza debe convivir con el horror, la profundidad tiene que ser temperada por la absoluta ridiculez. Por eso muestro a Werner Heisenberg cagándose los pantalones, o a Schrödinger masturbándose como un pobre adolescente enamorado. Y por eso incluí la escena (verídica, como casi todo en ese texto) en que Alexander Grothendieck, el rey de la abstracción, el tipo que refundó la geometría y que tuvo a media centena de matemáticos desarrollando su proyecto de investigación, caga en un tarro y se lo lleva a los vecinos de su granja para que lo usen como fertilizante, y luego, un par de párrafos después, ese mismo hombre está en un trance musical, cantando a dos voces con una manifestación angelical y diabólica como las que suelen atacar a los seres humanos que tienen el coraje de ir más allá de los límites de la razón, en busca de lo que sólo allí se puede encontrar.
—Un asunto esencial de Un verdor terrible es la ciencia. No recuerdo quién decía que “la ciencia sin conciencia es la ruina del hombre”. Me parece que esa contradicción subyace en las vidas de sus personajes. ¿Está de acuerdo?
La ciencia no tiene conciencia. Como dijo John von Neumann, es útil a cualquier propósito, pero indiferente a todos. La hemos endiosado (porque es lo que mejor hacemos) pero quienes la conocen y la practican saben que es sólo un método, una forma de indagar sobre un aspecto muy específico —y bastante limitado— de aquello que llamamos realidad. No es infalible, no está libre de errores, no ofrece soluciones a las grandes preguntas del ser humano. Su mayor gracia es que nos da una buena idea de nuestra ignorancia. La ciencia nos muestra lo que no sabemos, lo que no entendemos todavía, y lo que tal vez nunca lleguemos a entender. Eso es lo que la redime de su atroz indiferencia, y su ceguera casi total con respecto a gran parte de los fenómenos del mundo. Eso y su eterno amorío con el misterio.
La ciencia ilumina una parte del mundo y oscurece otra. Como escribió Canneti: cuanto más riguroso y consecuente es el pensamiento, más distorsionada es la visión que ofrece del mundo. En ese sentido, la ciencia es como encender una antorcha dentro de una caverna: te deja ver lo que hay a tus pies, puedes admirar todo lo que la luz alcanza, pero también notas la negrura que te rodea, el abismo que yace al interior y al exterior de todas las cosas, con una claridad que te quita el aliento. Por eso yo entiendo a quienes creen que la tierra es plana, o los que se consuelan con teorías conspirativas: quieren apagar la antorcha porque les da miedo ese mundo más grande.
—En cuanto a la ciencia, ¿no cree que vivimos una dictadura cartesiana, que hemos olvidado el camino del espíritu sumergiéndonos cada vez más en un cientificismo positivista que quisiera conocerlo y dominarlo todo pero que es incapaz, como por momentos se sugiere en uno de sus relatos cuando se habla de los límites de la mecánica cuántica, aunque no se admita? ¿Hemos perdido el rumbo del conocimiento integral al alejarnos de nuestro propio conocimiento interior en aras de alcanzar las estrellas más lejanas y los espacios más microscópicos?
El camino del espíritu y el camino de la ciencia son igualmente peligrosos. Los peligros están adentro y afuera, en lo cósmico y en lo microscópico. Los seres humanos de toda época, y de todo lugar, tienen que construir un modelo del mundo para poder habitar en él con sentido. Pero ningún modelo, ningún paradigma, ningún sistema de creencias, por completo o elaborado que sea, es capaz de atrapar la riqueza sin límites de la realidad. Siempre habrá puntos ciegos, trampas y caídas. Ahora sufrimos los delirios de la razón, antes los de la fe. Sería fácil decir que estamos más perdidos que nunca, que corremos como gallinas sin cabeza hacia el borde del precipicio. Pero yo no sé si existe algún camino que nos lleve a otra parte. Todos los caminos, bien recorridos, te llevan al abismo. Yo admiro y escribo sobre personas que se pierden, que andan por donde no hay huella, que se lanzan hacia adelante sosteniendo su corazón en ambas manos, como si fuera una ofrenda. Y con eso no me refiero sólo a científicos, artistas o grandes pensadores. Cualquier mujer, cualquier hombre, cualquier niño que camine con conciencia, sabe que no hay suelo bajo sus pies, ni cielo sobre su cabeza. Eso es estar vivo.
—En el relato final del volumen hay un cierto aire ecologista, pues lo que queda es la exuberancia de la naturaleza, su “monstruosa fertilidad” en donde la especie humana está incluida. ¿Es así?
No hay nada por lo que yo sienta una mayor veneración que por la naturaleza, y tal vez por eso mismo no soy capaz de tolerar las visiones edulcoradas e inocentonas que la gente tiene sobre ella. Basta pasar una noche solo en el bosque para entender que el ser humano ya no es parte de la naturaleza. Quizá nunca lo fue. ¿Hay caminos para volver? Sí, los hay. ¿Pero queremos volver realmente? No estoy tan seguro. Donde uno ponga la mirada podrá ver tanto la monstruosidad como la gentileza que hay en la naturaleza. Nos seduce su belleza, pero también nos debería espantar su absoluta indiferencia, su crueldad, su violencia sin límites, su asquerosa fecundidad. Casi no hay nada en el mundo de los seres humanos que le haga sombra. Y ambas dimensiones —la belleza y el horror— están en nosotros. Yo detesto las ciudades y añoro el verdor de la primavera, pero también entiendo nuestro impulso de cubrirlo todo con concreto, de vivir en un mundo plenamente humano. Somos tan frágiles, tan débiles… Estas paradojas no tienen solución, pero creo que si somos capaces de ver, sentir y aceptar esas fuerzas opuestas, podremos tener una noción más acabada del alma del mundo, y de cómo recuperar nuestro lugar en ella.
ÁSS