50 años de ‘Los inquilinos’, de Bernard Malamud

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Un edificio de renta controlada es el escenario de una relación sui géneris entre dos escritores absorbidos por la caótica atmósfera de Nueva York.

Bernard Malamud, escritor neoyorkino. (Britannica)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

Hay libros que merecen velas de cumpleaños. En 1971, Bernard Malamud publicó su novela Los inquilinos: el escritor judío Harry Lesser se niega a abandonar su apartamento de renta congelada en un edificio viejo y desolado pero no porque carezca de fondos para mudarse a otra ratonera semejante (Levenspiel, el casero, le gira cheques para poder desalojarlo, derribar el cascarón y aprovechar el predio en otro tipo de negocios), sino porque está a punto de terminar la novela que le ha costado diez años de su vida. La novela nació en ese apartamento cada vez más inhóspito y umbrío, donde las ratas corren a su antojo y los bichos han instaurado una colonia paralela, pero Lesser se empeña en poner punto final a su libro ahí, convencido de que “las palabras no se comen pero calman la sed” y, sobre todo, por una especie de fidelidad al escenario donde concibió la primera línea de lo que será su obra maestra.

Lesser vive una especie de idílico ostracismo en su edificio para vagabundos, hasta que un día oye el tableteo de una máquina en el piso de arriba. Inquieto, sobrecogido, recorre cada puerta hasta descubrir al anónimo responsable de los ruidos. De espaldas a él, un negro aporrea la máquina con mucho más brío que el propio Harry y, contrario a lo que cualquiera pensaría, Lesser no se siente invadido sino en compañía, pues una especie de solidaridad le hace ponerse al servicio del colega.

El escritor negro se llama Willie Spearmint y redacta su autobiografía. Poco a poco, ambos escritores forjarán una amistad basada en la mutua comprensión por lo difícil del trabajo (la frase perfecta, el párrafo impecable, los verbos y adjetivos como cuñas de la arquitectura argumental), y Harry adoptará el papel del mentor y el crítico de los textos de Spearmint, no sin antes ligarse a Irene Bell, la novia blanca y judía de su colega, y establecer un juego demencial de odios raciales y resentimientos literarios que lenta, pero firme, desembocarán en la locura.

Esta novela no brilla tanto en la bibliografía de Bernard Malamud como, digamos, El natural, Retratos de Fiedelman, El barril mágico o Las vidas de Dubin y, mucho menos, como El reparador (Premio Pulitzer y adaptada al cine en 1968 bajo el título de El hombre de Kiev, con guión de Dalton Trumbo y dirigida por John Frankenheimer), pero es una obra maestra sobre la condición humana y el espíritu creador, dos entes que no se complementan sino que se contraponen e, inclusive, exacerban los defectos: Los inquilinos transcurre en la década de las sociopatías y reyertas culturales de un Nueva York que se reinventa una y otra vez: distritos como el East Village o la caótica Octava Avenida corrían el riesgo de convertirse en campo de batalla en manos de los proxenetas, las prostitutas, los ladronzuelos y todo tipo de lacras que debían gravitar y convivir en tan poco espacio, y donde las rencillas entre negros, blancos, latinos, italianos, judíos e irlandeses eran el pan de cada día. Esa es la misma atmósfera que comienza a enrarecer las paredes del ruinoso edificio en el que pronto la amistad se torna dinamita y estalla indefectiblemente, y no por la novia robada ni por el casero que se empeña en lanzar ahora a dos habitantes indeseables, sino porque las críticas de Lesser al libro de Spearmint se vuelven inflexibles y los convierte en enemigos.

La astucia narrativa de Malamud hace de la última parte de Los inquilinos un prodigio de ironía: mientras Lesser escarba en los contenedores de basura para indagar el avance narrativo de su adversario, el negro asalta el departamento del judío en busca de sus detritos textuales. Ninguno descansará hasta destruir al otro con el filo de sus juicios lapidarios porque, sugirió Malamud en su novela hoy quincuagenaria, la crítica es la pistola y el veneno del artista.

AQ

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