El socialismo británico nunca renegó de su raíz owenita y Bertrand Russell (1872-1970) no fue la excepción. Matemático, escritor, uno de los fundadores de la filosofía analítica y de la filosofía de la lógica, pacifista, ateo militante, defensor de los derechos de los homosexuales, de la igualdad racial y del sufragio femenino, el Nobel de Literatura de 1950 fue un gran intelectual público. Con Vladimir Lenin y Rosa Luxemburgo combatió la guerra, al igual que la comunista polaca padeció la cárcel por contradecir las políticas oficiales que convocaban a alistarse para defender su bandera. “Tres pasiones simples, pero abrumadoramente intensas —escribió Russell en su autobiografía— han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad”. Tan pronto pudo, el pacifista británico fue a mirar la Revolución de Octubre con sus propios ojos. No se necesitaban credenciales marxistas para interesarse por lo que ocurría en Rusia, tampoco utilizar estos lentes para extraer las primeras conclusiones del mayor experimento social de lo que iba del siglo, menos todavía para alguien tan convencido del alcance de la razón, la potencia de su filosofía y del papel de la ética en la conducción de las relaciones humanas.
Caminos de la libertad: socialismo, anarquismo y comunismo (1918), uno de los primeros textos políticos de Russell, proponía una sociedad fundada en la libertad y el trabajo que combinara las principales virtudes del socialismo, el anarquismo y el sindicalismo revolucionario o socialismo gremial, en la que cada uno de ellos serviría de correctivo para atenuar los excesos de los otros o subsanar sus falencias. El socialismo gremial, desarrollado en Gran Bretaña, fue el que le generó mayor simpatía. Dentro de éste, correspondería al Estado representar a la comunidad en cuanto consumidores y a las organizaciones gremiales hacerlo en tanto que productores. Aquél restringiría el alcance de sus funciones ocupándose de que se cumplieran las normas fundamentales y se sancionen las faltas graves de los ciudadanos, mientras éstas se consagrarían a la reproducción social pautándola con base en la equidad, la justicia y la libertad.
El eminente filósofo estaba cierto de que “nuestra sociedad lo que necesita no son pequeños ajustes… sino una reconstrucción fundamental, la eliminación de la opresión y el despliegue de aquellas energías constructivas en el ser humano, una forma totalmente nueva de concebir y regular la producción y las relaciones económicas”. Esto es, mayor libertad, no menos; menos Estado sí, pero no anarquía. También proponía Russell que el desarrollo tecnológico debería aumentar el bienestar y el consumo, permitir la reducción de la jornada laboral y garantizar a toda la sociedad un ingreso mínimo suficiente “para cubrir sus necesidades básicas”, ello sin menoscabo de un salario mayor para “aquellos dispuestos a realizar algún trabajo considerado de utilidad por la comunidad (quienes) deberían percibir unos ingresos mayores hasta el límite impuesto por la producción total de artículos de consumo”. Una suerte de conciliación del principio comunista de “a cada quien según sus necesidades” con el dictado socialista de “a cada cual según su trabajo”, tasado éste con base en la utilidad social.
El coautor de Principia Mathematica visitó Rusia en 1920 como parte de una delegación del Partido Laborista, experiencia que daría lugar a Teoría y práctica del bolchevismo (1920). No obstante la simpatía de Russell por el socialismo, la estancia en la patria soviética no le fue grata. De acuerdo con su autobiografía, ésta se convirtió en “una pesadilla cada vez mayor”. Lo decepcionó mucho que no le autorizaran visitar a Pyotr Kropotkin, quien fallecería al año siguiente. Incómodos y vigilados todo el tiempo, amenazados por la insalubridad y las enfermedades, los viajeros experimentaron la constante zozobra por “la crueldad, la pobreza la sospecha y la persecución (que) se cernían en el aire que respirábamos”. Lenin decepcionó al filósofo porque “en el curso de la conversación, fui sumamente consciente de sus limitaciones intelectuales y de su estrecha ortodoxia marxista, así como de una clara vena de juguetona crueldad”.
La evidencia que recoge en Rusia confronta las expectativas de Russell con respecto del socialismo con la penuria de la población, haciéndolo reflexionar sobre la enorme dificultad o la franca imposibilidad de construirlo en sociedades atrasadas. ¿La necesidad acabaría sometiendo a la libertad y la solución de los problemas acuciantes estaría por encima del proyecto mismo? ¿Mataría eso la imaginación utópica? ¿La gestión de la escasez requiere del despotismo? El filósofo se pregunta sin rodeos en su autobiografía: “¿Es que el hambre y la indigencia proporcionan necesariamente la sabiduría? ¿Hacen que los hombres sean más, o menos, capaces de concebir la sociedad ideal que debería ser la inspiración de todo reformador?” La respuesta rehúye la ambigüedad: “No puedo evitar la certidumbre de que, en vez de ampliar el horizonte, lo están haciendo más estrecho”. Pero la claridad de esta certeza provoca en Russell un tironeo moral que le impide suscribir esta postura en todos sus términos: “Me queda una duda incómoda, y me encuentro dividido en dos”.
La aristocracia de la cuna y del pensamiento que recorre el socialismo británico —el de Owen, Morris, Wilde, Shaw, Russell— cimentó la convicción de que una sociedad mejor debe sustentarse en el trabajo y ser justa, cooperativa, productiva e igualitaria; que todos debemos tener el acceso a lo indispensable y nadie poseer más que el común, lo que no obsta para que esta asociación cooperativa recompense mejor a quien le sea más útil pero sin permitir que éste someta a los demás. También aquel socialismo mostró que la imaginación no está disociada de la procuración del bien común, que la individualidad no ha de diluirse en el colectivo, que la inteligencia y la crítica son indisociables del proyecto socialista, y que no debemos sacrificar la libertad en aras de la igualdad porque ello invalida el proyecto mismo. Eso lo reiteró Russell en el prólogo a la tercera edición de Caminos de la libertad (1948), en pleno estalinismo y despunte de la Guerra fría: “aquéllos que ya no pueden admirar de manera incondicional al gobierno soviético han de buscar entre las primeras doctrinas formas menos autoritarias de socialismo”.
Carlos Illades es profesor distinguido de la uam y miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia. Autor de 'Vuelta a la izquierda' (Océano, 2020).
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