De los descalabros en las urnas, los únicos responsables son los gobiernos o legisladores que fracasaron en su encomienda o que traicionaron las promesas formuladas al obtener el cargo y, obvio, los partidos políticos, sus propagandistas y candidatos. Culpar a los votantes no sólo es una necedad o una desvergüenza sino una bofetada al ciudadano, un insulto a su integridad mental, pues se le piensa como objeto susceptible de la estafa o como carne de cañón del más burdo mercadeo, aunque a veces resulta complicado determinar la auténtica eficacia de las nuevas herramientas del marketing político.
Por ejemplo, a mí me parece difícil cuantificar los votos verdaderos que acarrea un influencer para cierto partido o candidato, por muchos fans que tenga en sus canales de YouTube o en las cuentas de TikTok, aunque tal vez la cantidad exacta no sea complicada de medir y soy yo quien se resiste a creer que un alto porcentaje de suscriptores y seguidores de estos individuos obedezca al pie de la letra sus infomerciales electoreros (¿es lo mismo vender un shampoo o un bloqueador solar o un tequila o una cerveza, que enjaretarle un gobernador o un diputado a la clientela?
Insisto: creo imposible un público tan lerdo o tal vez me equivoco, soy iluso, y mi escepticismo es disfuncional, pues la penetración de internet rebasó desde hace mucho a la de la televisión: en estos tiempos de celulares conectados a la red, la enajenación mediática de la que tanto se quejaban las generaciones antagónicas de la telechatarra, pervive en los nichos del streaming y las redes sociales).
Volvamos al punto de partida. Si el votante fuera un cretino, y siguiendo el hilo del marketing ramplón de partidos y propagandistas, todos los personajes de la farándula que malgastaron el erario en sus campañas harapientas, habrían sido elegidos para ocupar una curul, y estarían listos para cobrar la dieta y alzar el dedo en el Congreso, mejor dicho, para pintarnos el dedo por pánfilos, por memos. El último adjetivo tiene que ver, también, con los memes que se propagaron en las redes, tras los resultados en las alcaldías de la progresista y alfabetizada Ciudad de México, pero cuyos habitantes, dicen, fueron engatusados por medios, periodistas, patrocinadores sospechosos, empresarios bochornosos, ONGs y diversos personajes siniestros que habitan en las fábulas de complots y guerra sucia.
Una Ciudad de México bicolor. Una ciudad delimitada en dos sectores paralelos, la urbe bipolar. Ese es el meme que circuló en la red, metáfora burlesca de los bandos que conviven en la capital del país pero que, a su vez, reflejan el temperamento de diversas localidades del territorio nacional de norte a sur. Alegoría maniquea de la nefasta narrativa estilo ustedes los ricos y nosotros los pobres, animosidad de clase que evidencia la intolerancia de vencedores y vencidos. El mapa bipolar movió al sarcasmo, fue el chiste de bote pronto de las redes, pero opacó la necesaria reflexión (y acción puntual) en torno de las aberraciones de una democracia que se sostiene de alfileres, y del rancio sistema electoral y de partidos en el que sobran la impostura, la violencia, el crimen y las trampas, pero carece de sensibilidad, decencia, lucidez y, paradójicamente, de política.
AQ