‘Bobi’, un texto póstumo de Roberto Calasso

Literatura

El 28 de julio murió Roberto Calasso, al día siguiente se había programado el lanzamiento de sus más recientes libros. En homenaje, presentamos un fragmento de este testimonio de amistad y admiración al editor Roberto Bazlen.

Roberto Calasso, escritor y editor italiano. (Foto: Javier García | MILENIO)
Roberto Calasso
Roma /
Roberto Calasso.

El mensajero de los dioses

Ha muerto un dios. Y el vacío es grande, infinito. A través de su opera omnia, que constituye un libro único, Roberto Calasso nos acercó a los dioses, al conocimiento mítico a través de la metamorfosis, a rastrear las huellas del sacrificio a los dioses en cada acto de la vida cotidiana y nos enseñó que la interpretación es tan sagrada como el texto.

    Discípulo del gran anglicista italiano Mario Praz, Roberto Calasso, muy tempranamente, a los veinte años de edad, se encontró con el genio del triestino Roberto Bazlen, el primer gran no-escritor italiano, de acuerdo a Daniele Del Giudice, y supo abrevar de su sabiduría enraizada en la ausencia y el naufragio. Producto de esa complicidad filosófica y literaria entre Calasso y Bazlen es la mítica editorial Adelphi, en cuyas primeras publicaciones podemos encontrar las propuestas editoriales de aquel que sin ser formalmente un escritor, fue un libro sobre el cual leyeron todos sus contemporáneos.

      Roberto Calasso murió la noche del pasado 28 de julio, al día siguiente se había programado el lanzamiento de dos de sus más recientes libros: Memè Scianca y Bobi. Pequeños libros que viajan al país de la infancia, en el caso del primero; y en el caso del segundo, al recuerdo de una de los veneros fundamentales de la cultura del siglo XX: Roberto Bazlen.

      En una fotografía que nos ha traído el oscuro vendaval de su muerte, el mitógrafo Calasso aparece jovencísimo, frente a una mesa rústica dispuesta para la frugal comida, el sol le cae en la cara en pequeñas y brillantes motas mientras su mirada se pierde en el horizonte. Un Rosario La Ciura ya tocado por el conocimiento atávico de la sirena. Era un dios y nos ha abandonado.

María Teresa Meneses


Bobi

“Vamos a casa de Bazlen”, me dijo Zolla, sin habérmelo consultado antes. “A Victoria (Cristina Campo) le gustaría escuchar lo que dice de su Williams”. Era una selección de poemas de William Carlos Williams, que se publicaría unos años después y Bazlen era un misterioso consejero de la editorial Einaudi. Ese día lo vi por primera vez.

El primo Bobi: para mí ese nombre ya tintineaba desde hace tiempo en las peroratas de Giorgio Settala (al que llamábamos el Hombre-Mochila por el magnífico saco de montañista, de expedicionario, que formaba un sólo cuerpo con él). Cada vez que el primo Bobi era evocado, el tono cambiaba, como si uno se fuese adentrando en una zona indomable, atractiva pero esquiva, distinta a cualquier otra. ¿Qué era lo que hacía el primo Bobi? Nadie podía decirlo. Pero ciertamente iba un paso más adelante que todos. Incluso de Settala mismo, que, pese a todo, no podía seguirle el ritmo. Settala era un socialista fiel, de los viejos tiempos (comienzos de los años cincuenta), obediente incluso para contribuirle al partido una parte de sus exiguas ganancias como pintor. Situación que el primo Bobi veía con desprecio. Este fue el primer dato preciso que supe de él. Más tarde descubrí que mi hermano Gian Pietro conocía y frecuentaba a el primo Bobi. En ese entonces no era inexpugnable, no localizable, como se diría en palabras de Giorgio Settala. Pronto se volvería la persona que más deseaba conocer en ese lugar ignoto que se llamaba Roma.

¿Qué esperaba encontrar en Bazlen? Exactamente lo que él era, constaté. Entre otras cosas, una especie de huracán silencioso que, también por su total ausencia de la escena, tenía el poder de curvar y allanar esa geografía preestablecida que entonces constituía no sólo la literatura sino en una concatenación que parecía inquebrantable, también el cine, la política, la pintura, el teatro, la moda y lo demás. Los talentos no faltaron de hecho, a distancia de unas décadas, casi da miedo pensar en esa imponente profusión, si se mira la escasez de lo que siguió, pero algo faltaba. Y quizá lo esencial. Bazlen fue para mí lo esencial.

«Bobi vivía en el primer piso de via Margutta No. 7. Rentaba una habitación en una pensión, con otro cuarto más en el que nunca puse un pie; tal vez era el cuarto de trebejos. El teléfono estaba en el pasillo. La habitación de Bobi daba la impresión de un perfecto orden, sin que por esto estuviese particularmente ordenada. A la izquierda una cama, donde se desarrollaban las funciones más importantes: leer, escribir, dormir. Algunas pilas de libros, algunos inalterables, otros en movimiento. De inmediato se veía la diferencia. Una pequeña mesa ratona en el centro. En un rincón, una hornilla para el café. Bobi llevaba puesto su suéter noruego marrón oscuro, de una tonalidad menguada por el tiempo, que me gustó de inmediato». No era el hombre apropiado para los preámbulos. Inmediatamente comenzó a hablar de la traducción, de Williams, del estilo de la Campo. Era una de las rarísimas personas cuyas palabras se grababan en la cabeza de quienes le escuchaban, no solamente por lo que decían, sino por el timbre, el tono y un cierto gesto implícito. Daba por sentado que la traducción era muy hermosa –y era la pura verdad. Pero también quería otra cosa. Wlliams no debía aparecer solamente como el Dichter, el “poeta”. Dichter es una palabra que, en alemán, pesa mucho más que “poeta”. Es la creatividad en su significado más amplio, omnienvolvente, subyugante. Toda la literatura alemana ha sido elevada y perseguida por esta palabra, que solamente allí tuvo la oportunidad de encarnarse plenamente en un hombre y en una obra: Goethe.

Bobi quería que Williams se mantuviera alejado de esto tanto como fuera posible. Era un médico yankee, que andaba entre sus pacientes con la alforja del oficio y mientras tanto algunos versos brotaban de él, a veces como de un literato chino, a veces como de un astuto modernista. Nadie como Cristina sabía entrar en cada una de esas figuras. Bastaba con no acentuar al Dichter. En resumen: no había que cambiar nada. Acaso solamente releer y aligerar, allí dónde hubiese la sospecha de una belleza demasiado evidente. Todo esto dicho en pocas palabras, de refilón, como si Cristina ya lo supiese.

Yo estaba encantado. No había nada de nuevo ni sorprendente en lo que Bobi decía, pero la discrepancia parecía enorme y no coincidía con la estática y reluciente, de Cristina. “Tengo dos manos”, decía ella a menudo. “Una es Hofmannsthal y la otra es Simone Weil”. No podía actuar de otra manera. Su territorio, un templum, ya estaba perfilado. Bobi lo intuía, lo aprobaba, no tenía nada que objetar, pero también miraba más allá. ¿Hacia dónde? No estaba claro, pero yo estaba allí para descubrirlo. Después de ese día comenzamos a reunirnos nosotros dos solos, cada vez con mayor frecuencia. Y siempre fuera, en diferentes lugares, dentro y fuera de Roma. Nunca aprendí tanto como en esos paseos improvisados.

Antes que se generalizara la palabra boom, via Margutta era una tranquila calle de pueblo, llena de talleres de marquistas, restauradores, copistas y algunos anticuarios ambiciosos. Desde allí se desembocaba en via del Babuino como en la gran ciudad, en ese nervio que unía el trapecio paradisiaco de Plaza de España con la plenitud circular de Piazza del Popolo.

La más alta concentración de elegancia y aventura se daba en la esquina entre via Condotti y Plaza de España. Allí podía suceder que se viera pasar, como un golpe de viento, mujeres de apabullante belleza, que llegaban quién sabe de dónde y se iban quién sabe dónde. Esta era la escena con la que se topaba Bobi cuando salía de casa. Entonces incluso Roma por un momento fue incrédula respecto a lo que le había sucedido. Como después de toda guerra, y en esta ocasión más que nunca, hubo quienes pensaron que todo cambiaría. También Bobi, por razones que nada tenían para compartir con aquellas de quienes lo rodeaban. Pero él también cambió de opinión. Llegó un momento –me contó– en el que vio la tercera guerra mundial. Una pareja impecable (pudieron haber sido E.M. Remarque y Paulette Goddard) se agachaba a mirar con atención codiciosa la vitrina de un anticuario que brillaba con preciosidades sobrevivientes. Por lo tanto, todo recomenzaba. Todo como antes.

Pero también había otra visión, que actuaba como un contrapaso. Adyacente a la escalinata seguía estando, en Plaza de España, Babington, salón de té riguroso y muy agradable. Todas las mañanas un mendigo se plantaba cerca de la entrada y efectuaba su oficio. Al sonar las cinco de la tarde, entraba y ordenaba un servicio de té completo. Luego, se quedaba allí hasta que cerraban. También a Bobi le gustaba ir con mucha frecuencia a Babington. Los precios eran muy elevados.

Todo lo que Bobi decía sobre los libros era lo que más me atraía, me arrebataba y luego reflexionaba, intentando conectar los puntos, a veces muy lejanos. Pero hubo algo antes, acaso más importante, que sustentaba sus palabras. Con él, por primera vez, tuve la impresión de alguien que había logrado liberarse de todas las ideas corrientes (y en ese entonces eran tantas, pesadas, difíciles de mover). Y esto después de haberlas atravesado, pero en un tiempo remoto, como enfermedades infantiles. Había otra manera de respirar, evidentemente, y con él se sentía, sin que nunca hablase de ello.

Lo que más me importaba eran los libros. Quería descubrir en qué pensaba Bazlen para haberse alejado tanto de lo que nos rodeaba. Muy pronto me habló de dos escritores de los que apenas y conocía el nombre, en cuanto que eran surrealistas parisinos y rebeldes: René Daumal y Roger Gilbert-Lecomte. De cómo hablaba de ellos, parecía que habían tratado al surrealismo como un obstáculo ya viejo al nacer. Andaban a la búsqueda de otra cosa –y la habían experimentado sobre sí mismos, con ejercicios y juegos, ya en torno a los veinte años. Habían ido directo al objetivo. También publicaron una revista de breve vida, “Le Grand Jeu”, porque en esa época era casi una obligación hacerla. Pero sobre todo habían reparado en cosas que los jóvenes de mi edad, en los primeros años sesenta, todavía estaban muy lejos de acercarse: el Vedanta comparado a Spinoza, Guénon, el estado de vigilia. Si uno buscaba una buena base de partida, no había nada mejor.

Fue un alivio y un brusco cambio de perspectiva. Guénon ya era mi obsesión y el Vedanta era la primera epifanía hindú que poco a poco se me fue apareciendo. Pero lo que contaba también era la mescolanza: la París de esos años, la fiebre de las vanguardias y la decisión de abandonarlas. Daumal y Gilbert-Lecomte eran ante todo una manera de atravesar todo, iniciado por ellos y rápidamente suspendido. Murieron muy jóvenes.

En Roma, en el ambiente, todos conocían a Bazlen, o pretendían conocerlo. Estos últimos constituían la mayoría y se reconocían de inmediato porque disponían de un repertorio de anécdotas, principalmente imprecisas o equivocadas, que tenían que ver con él. Muchos decían que se reunían con él y él no se veía con nadie. Algunos de los que realmente lo conocían se expresaban de él con admiración, a veces con devoción, que no necesitaban demostrarlo (Elena Croce, Giacomo Debenedetti, Elsa Morante). Sobre cada uno de ellos, el juicio de Bazlen caía penetrante, carente de indulgencias, milimétrico. Pero ya se había alejado de ellos. Habían atravesado otra fase de su vida.


Traducción de María Teresa Meneses

Texto tomado de Bobi, Piccola Biblioteca Adelphi, 2021, 97 pp.

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