Brenda Navarro aún no se fía de las mieles de la popularidad. “Soy una persona común y corriente”, subraya con las cejas arqueadas y la voz incrédula tras contar el periplo de un lector que viajó de Tampico a Puebla para conocerla y volver a casa con un ejemplar firmado.
No ha terminado de acostumbrarse a que la escritura le haya conferido la reputación de una rockstar. Y sin embargo, desde la publicación de Ceniza en la boca (Sexto Piso), su novela más reciente, no han dejado de organizarse clubes de lectura, encuentros literarios, charlas y eventos semejantes a los que asisten lectores por docenas. No es ninguna sorpresa, pues en 2019 la aparición de Casas vacías —su novela debut— fue celebrada con gran entusiasmo en el circuito literario hispanoparlante.
Ceniza en la boca narra una historia de migraciones, abandonos, infancias quebradas, maternidades atípicas, esperanzas extraviadas y desilusiones fatales. Un adolescente mexicano se lanza de un quinto piso en Madrid. Esa imagen crudelísima detona la memoria de su hermana, quien nos lleva con ella a la profundidad de sus recuerdos, a los años violentos de un México descompuesto y a los días aciagos de una España hostil. En el tránsito de su relato surgen algunos de los vicios que asedian a las sociedades contemporáneas de Occidente: racismo, clasismo, xenofobia, desigualdad, opresión, machismo, precariedad laboral y, en general, un desencanto absoluto con el mundo.
Una mañana de principios de mayo, Brenda Navarro (Ciudad de México, 1982) conversa con Laberinto desde una librería en la colonia Condesa. Se encuentra de visita —reside en Madrid desde 2015— en el día nueve de un tour de force de promoción. Se confiesa agotada, pero jamás pierde el gesto amable ni el entusiasmo por hablar sobre literatura. Incluso más significativo: no pierde el talante para hundir el aguijón en los temas sensibles que pueblan su obra.
—Joan Didion confesó que, tras publicar su primera novela, experimentó el miedo a no escribir nunca otra. ¿Sentiste algo similar?
Todo lo contrario. Lo gocé un montón, porque sabía que, en el peor de los casos, tenía siempre la opción de sacarlo en pdf. Además, pensando en la sombra de Casas vacías, que fue un fenómeno tan grande, sabía que no podía escribir el mismo libro. Probablemente el miedo venga en la tercera, cuando piense: “Ya saben que escribo, ya me leen, ¿ahora qué hago?”. Por eso me lo estoy tomando muy relajada, no pienso en sentarme a escribir ni una sola palabra este año.
— ¿El éxito de Casas vacías produjo alguna presión sobre tu proceso?
El ejercicio de la escritura creativa lo disfruto tanto que prefiero serme fiel a mí y responder a mis propias expectativas. A mí me pasa. Por ejemplo, me encanta Vampire Weekend. El último disco me gustó, aunque no fui tan fan como de los otros. Pero entiendo su proceso, lo que están buscando. Sé que no todos se van a enamorar de cada producto artístico. Todavía no hago esto para sobrevivir, y esa es una gran ventaja. Todavía tengo la oportunidad y el privilegio de no responder a las dinámicas del mercado cuando escribo.
—Vampire Weekend es un puntal de la trama. ¿Cómo y en qué momento entró a la ecuación?
Por lo general escucho un montón de cosas, veo muchas películas y series. Recurro a todas las disciplinas artísticas para ver qué me interpela. Cuando escuché su último disco, la canción “Sympathy” me sacó de mi lugar de confort. Fue la primera que escuché con detenimiento, para saber qué estaban proponiendo. Para entonces ya tenía la idea de este chico cayendo del quinto piso.
La canción dice que Diego García es una isla. Habla de la otredad, de que ser distinto genera conflicto. Y lo que propone es: “tomémonos de la mano y salgamos adelante”. En ese momento quedó claro que el personaje se llamaría Diego García y que sería como una isla. A Diego le gusta Vampire Weekend porque promete el sueño americano, lo que todos queremos aunque seamos mexicanos. Y esa es la gran decepción que tenemos en la vida: descubrir que no va a ser como nos dijeron.
—Diego padece lo que en alemán denominan Weltschmerz, un término usado para nombrar la sensación que experimenta quien descubre que el mundo real nunca podrá equipararse a su mundo ideal.
Totalmente. Eso pasa con el fenómeno migrante. Cuando te vas a otro lugar, te generas expectativas irreales. Con el fenómeno migrante la decepción es doble, porque has pagado un costo muy alto por irte y cuando ves que las cosas no han cambiado tanto, que sigues siendo tú misma, que tienes los mismos códigos culturales, que te siguen etiquetado, que no te va a cambiar la vida, llega esa sensación.
Para mí la oportunidad que ofrece la migración es hacer todo lo contrario. Es un proceso dolorosísimo, pero te permite cuestionarte cómo te puedes reconstruir. Puedes performar en una cosa que, probablemente, en tu país de origen no ibas a hacer. [En la novela] lo hace, por ejemplo, la mamá. Ella supera ese proceso de rabia y logra estar más cómoda. Su mundo es espantoso, pero ella se crea su propio hogar. Un hogar que no es sinónimo de familia, sino un espacio de muchos afectos y muchas ternuras, donde se siente cobijada sin importar el lugar. Eso es lo que las personas migrantes logran hacer y por eso siguen sobreviviendo. Por eso salen adelante.
—La socióloga israelí Orna Donath escribió un ensayo llamado Madres Arrepentidas. En él, expone los casos de mujeres que, una vez que han sido madres, no han encontrado la “profetizada” plenitud. ¿Algo similar le ocurre a la madre en esta novela?
Claro. Además ella asume su maternidad. No es la madre amorosa, la que sabe construir un hogar, pero sí puede ser la persona que los saque del círculo de violencia en el que viven para llevarlos a un espacio más seguro. Pero no puedes hacer que se quieran solamente porque tienen un lazo sanguíneo, pues no se conocen. Tienen que volver a reconstruirlo. No es fácil, porque tienen un montón de dolores compartidos e individuales. Pero también apelo a la maternidad no filial. Tengo a Jimena, un personaje que también es migrante, que les apoya, les ayuda a crear este hogar. Al final la protagonista dice: “es como mi segunda madre”. Para mí esa es la maternidad: un lugar en el que como mamá te puedas sentir cómoda y que tus hijos se sientan cómodos contigo.
—Tú conoces ambos contextos, el mexicano y el español, ¿se experimentan de modo distinto las maternidades?
Tenemos un montón de diferencias culturales entre México y España, pero también tenemos muchas cosas que no nos separan mucho en tanto familia tradicional. Hacemos la broma, pero es en serio: en Madrid todos quieren tener hijos, pero nadie quiere cuidarlos. Y como tienen muy claro que habrá personas que por muy poco dinero se los van a cuidar, entonces dicen: “tengo hijos, que me los cuide alguien más y yo hago como que peleo por la igualdad de las mujeres”. Pues no, querida, estás oprimiendo a un montón de mujeres en búsqueda de tu igualdad.
—Eso es algo que también hace la novela, una crítica punzante a algunos sectores del movimiento feminista.
Totalmente. Los movimientos migrantes en España, que ahora mismo están teniendo un auge tremendo y que están muy politizados, siguen sin escucharse porque los europeos, específicamente España, creen que ellos nos tienen que decir cómo actuar, cómo comportarnos, cómo ser ciudadanas. En realidad, lo que nosotras decimos es: “tienes que escuchar. Lo que nos digas ya lo sabemos, ya lo vivimos, no nos ha servido y a ti tampoco te está sirviendo”. Como latinoamericanas tenemos un montón de cosas que ofrecer a ese país para que se reconstruya, porque está muy mal. No hay nada que aprenderle, pero no quieren escuchar.
—¿Aún conservan esa visión colonialista?
Por supuesto. Yo siempre digo que tienen una visión anacrónica de ellos mismos, porque ya no son una monarquía relevante ni para Europa ni para América Latina. Nosotros no hablamos con España. América Latina se pelea con Estados Unidos. España no nos importa en términos reales. Ellos aún nos creen colonias, pero se lo creen sólo ellos. Es un poco irónico escucharlos. Viven en un mundo que ya no existe.
—¿Cómo reciben en España estas críticas tan francas?
Las y los lectores, bien. La novela ha tenido un recibimiento que yo no esperaba. Es importante resaltar esto: a partir de Casas vacías yo soy una ciudadana. Y se debe a que tengo un capital cultural; entiendo perfectamente mi privilegio. Cuando yo no era escritora, era una persona común y corriente, latinoamericana con todo lo que eso implica. Pero en el momento en el que se me pone como escritora, se me habla de tú a tú, se me escucha, se dialoga conmigo, son más receptivos a lo que digo. Y yo lo tengo que aprovechar, porque sé que es efímero, porque sé que soy latinoamericana y eso tiene un poder importante ahora mismo. Así que les doy con lo que pueda, porque sé que me están escuchando ahora.
—En medio de todo el dolor que hay en la novela, hay también momentos de ternura. ¿Representan la prueba de que no todo está perdido?
A lo mejor en unos años te digo que estaba totalmente equivocada, pero ahora sí creo que el dolor es lo que te mueve. Nos hacen creer que tenemos que ser felices por sobre todas las cosas, disfrutar el momento, vivir el presente… Y además nos están pidiendo que nos relacionemos de una forma bastante aséptica: “Si tú no me das lo que yo quiero, adiós, no tengo por qué sufrir”. Y creo que estamos equivocándonos en eso, porque cualquier afecto te da ternura, pero también dolor. Y eso es lo maravilloso de estar vivo. Así que, para mí, el dolor está bien. No se puede vivir en el dolor siempre, pero sí te tiene que incomodar casi todo el tiempo.
—Estamos en una época en la que, como nunca antes, se ha puesto atención a la salud mental. Pero, ¿estamos lidiando mal con el trauma?
Definitivamente no sabemos lidiar con los traumas. Aquí hay algo muy perverso, porque sí creo que debemos tener salud mental, pero ahora tengo mucho miedo de que la salud mental se generalice como un gran negocio para las farmacéuticas. Te quieren tapar el dolor, que vivas anestesiado, y que además los hagas ricos. No quieren que realmente estemos bien; quieren que estemos medicados. Y eso es peligroso, en tanto que vamos a dejar de pensar en nuestros cuerpos y en el dolor como algo humano. Quieren suprimir una emoción que está generando el propio sistema en el que vivimos.
—Probablemente el mejor arte que se ha hecho en la historia ha venido de las heridas.
Yo creo que gran parte del canon literario que actualmente estamos criticando es justo ese que nos hace creer que el arte es la total racionalización e intelectualización de las ideas. Pero, finalmente, la literatura que nos mueve, que se queda, es la que habla del dolor. Todos los que hablan de la intelectualización de ideas lo que nos están diciendo es: “queremos que la burguesía, que no tiene dolores tan profundos, siga manteniendo el canon de la literatura”. Hay que ir en contra de eso.
—En Ceniza en la boca aparece Nagore, un personaje de Casas vacías. ¿Es un guiño a quienes leyeron tu primera novela o tienes la intención de establecer un universo en tu obra?
Hace poco me lo decía una tuitera: “me he encontrado con el brendaverso”. Me pareció maravilloso. La decisión obedece a ambas razones. Cuando estaba escribiendo Ceniza en la boca, ya sabía que la protagonista de mi tercera novela estaba ahí. Tiene nombre —va a ser la primera vez que una protagonista mía tenga nombre—, y sabía perfectamente dónde la iba a poner y la intencionalidad que tiene. Pero mientras estaba escribiéndola, seguía teniendo un montón de clubs de lectura sobre Casas vacías. Y me di cuenta de que a la pobre Nagore la estábamos idealizando. “Es la luz, es la esperanza”, y es cierto, ese era su papel dentro de la novela, pero Nagore se había vuelto etérea y eso me parecía muy injusto para el personaje. Entonces pensé: “Ahora le voy a meter en esta otra novela para volver a analizarla, para que sepan que no llegó a España y se volvió etérea y fue la justicia misma, sino que sigue buscando su camino. Ahí entendí que las tres novelas van a estar conectadas por un universo que realmente reclama la violencia estructural sobre las mujeres, como los dolores. Cuando se cierre este ciclo vendrá la gran pregunta: ¿Y ahora qué sigue? ¿Qué voy a hacer?
AQ