‘By yon bonnie banks’: De las Hébridas a Stonehenge

Guía de forasteros

La belleza sublime de los paisajes escoceses arropa esta crónica donde conviven música, whisky, literatura y un pasado ancestral.

Lago Lommond, en Escocia (Archivo)
Carlos Chimal
Ciudad de México /

¿Quién lo hubiera imaginado? Una ocurrencia después de una noche alegre en esta isla de Jura llevó a Eric Arthur Blair, conocido como George Orwell, a pensar que la asnería humana tiene solución. El cielo retumba en la antigua Caledonia, estruendos en el horizonte amenazan con volverse pantallas de fósforo, se convierten en destellos que enrarecen las cortinas de sodio, simulan recibir de lleno en el vientre miles de millones de fotones, todos viajando a la velocidad de la luz con una sola misión: bendecir el whisky, celebrar que she's a belter. En efecto, la negra que canta en el pub de esta diminuta isla no lo hace con el alma, sino con el poder de su vibrante voz.

Canta porque la humanidad no tiene remedio; ¿hay tiempo que perder? Un poeta de Arizona se presenta. “Robert Simmerman, para servirte, manito, porque, ye know?, tu culta y la mía han de unirse”. Dice verdad, ya desde mucho tiempo atrás sabíamos que eso no lo para ni el Señor. Ni hablar, Twain Shall Meet.

Alguien invita una ronda de Whisky Sour, cóctel dedicado a Thomas Pynchon, quien descendió a esta tierra atea por gracia de Dios. La cantante de la noche trae a colación a Dorothy Parker, fanática de los Martinis. Por el sendero del Bourbon se llega a John Steinbeck y William Faulkner, opina el parroquiano más pelirrojo. Hemingway y su largo romance con la malta. Un entusiasta asegura haber adquirido una de las 1984 botellas que se fabricaron a fin de conmemorar al santo patrono de la localidad; bueno, él y cinco más en una memorable “vaquita sagrada” de mil libras esterlinas.

El primer whisky de Orwell, elaborado con una sola malta, inició su proceso de envejecimiento en 1984 reposando en barricas de roble blanco americano y Oloroso de Jerez, y finalizó en 2003 para conmemorar el centenario del nacimiento del susodicho, según me ilustra el orgulloso propietario. Entonces la chica angelical que atiende la barra tañe una campana de buen bronce aleado en las Orcadas, uno de los sitios prístinos en la fundición de estos sonoros instrumentos a fin de surcar el indómito mar, y vocea la noticia de la temporada:

—¡Ja! Señoras y señores, resulta que el megalito del altar de Stonehenge lo llevaron muchos tesoneros dedicados a navegar desde la cuenca orcadiana hasta las costas de Salisbury. Cheers!

Ahora somos los parroquianos quienes alzamos la voz en este bendito pedazo de tierra, rodeado de agua prístina (o casi) que nutre los domos de cobre y alambiques desde tantas centurias atrás. La canción data del siglo XVIII y fue arreglada por Runrig, un grupo vigoroso de las Altas Tierras muy popular en los 90. Su primera estrofa dice así:

“By yon bonnie banks and by yon bonnie braes,
Where the sun shines on Loch Lomond,
Where me and my true love spent many days…”

(Por los hermosos senderos, orillas y colinas,
Donde el sol brilla intenso sobre el lago Lomond,
Allí donde mi amor verdadero y yo nunca volveremos a encontrarnos…)

Vale la pena hacer notar que “runrig” era una forma de distribuir la tierra cultivable en tiempos remotos, sistema que también se utilizó en lo que hoy conocemos como Irlanda.

Dejar la isla de Jura y sus ciervos rojos produce un sentimiento agridulce; como dijo Simmerman, “belleza inaudita como esta no puede soportarse por mucho tiempo, pues mientras más pasa, mayor será el número de heridas que deje en tu corazón al partir”. En lo que a mí respecta, confirmé lo que siempre había sospechado: lo mejor que escribió Orwell fue In and Out in Paris and London (Apestado en París y Londres).

Para ir otra de las islas Hébridas, Isley, hay que abordar de nuevo el ferry. Se apea uno en Puerto Askaig y se encamina hacia la estación de autobuses a fin de visitar la destilería Lagavulin. Enclavada en una hermosa bahía, entre Ardbeg y Laphroaig, sus edificios sencillos pintados de blanco, con techos de dos aguas, contrastan con el mar acerado. De hecho, la variedad de una malta que se fabrica aquí, con 16 años de añejamiento y una destilación muy lenta (doble, la llaman los expertos), contiene el sabor peculiar que le dan la turba y el yodo, propios de este mar.

Mi próximo destino es el esbelto lago de Lomond, rumbo a Glasgow. La pieza musical arreglada por el grupo Runrig que entonamos en el pub de Jura evoca la subyugante belleza de este sitio, si bien su letra denota la triste despedida de los enamorados.

“Twas there that we parted in yon shady glen,
On the steep sides of Ben Lomond.
Where the broken heart knows no second spring,
Resigned we must be while we're parting.”

(Fue en una sombría arboleda donde nos separamos,
Sobre las escarpadas laderas de Ben Lomond.
Donde un corazón roto no conoce una segunda primavera,
Resignados debemos alejarnos).

Podemos comprobar lo que dice la canción acerca de las escarpadas colinas si remontamos Ben Lomond, montaña cuya cúspide alcanza 974 metros. Viene a mi memoria la excursión de Petrarca a la cima del monte Ventoso, localizado en Provenza, pues es un inmejorable pretexto para respirar, para escuchar, sí, pero sobre todo para contemplar.

Francesco Petrarca poseía una comarca en la Vaucluse, cerca del “gigante provenzal” que se levanta casi dos mil metros sobre el nivel del mar. Un día, junto con su hermano y varios sirvientes, decide conquistar la cima. Luego escribe una carta a un amigo, en la que se pregunta si en realidad hizo el recorrido o solo se trató de un viaje mental, pretexto para hacer ficción sobre algo visto a la distancia, nutriendo su experiencia de lo que ha escuchado y leído.

Como fuere, Petrarca nos regala una elaborada misiva, llena de coincidencias, símbolos y alusiones a la cultura clásica, de ascensos y descensos, cuyo contenido desemboca en una poderosa, contundente reflexión alrededor de la vista, no importa si es una sombra evocadora o un hecho fehaciente. Petrarca captura la esencia del ascenso. Es cierto que el esfuerzo físico de escalar es considerable, hay peligros que sortear. Incluso al llegar allá arriba el oxígeno será ralo, dificultando la respiración. Sin embargo, observar el paisaje desde ese punto hará que todo valga la pena, incluso perder la vida en el trayecto.

Atardecer en Stonehenge. (Unesco)

Desde el este de Escocia, precisamente a partir del Parque Nacional Trossachs, hasta Stonehenge, Salisbury, distan unos 700 kilómetros, jornada que dura poco más de seis días… sin parar. Hay varias maneras más prácticas y rápidas de llegar allá; una de ellas es bajar a Rowardennan, tomar un barco hacia Tarbet Pier y luego un autobús hasta la estación de Buchanan, ahí descansar en donde convenga; más tarde buscar el autobús que nos lleve a Glasgow o Edimburgo, y de ahí abordar uno de los artefactos sublimes que ha inventado la humanidad: el tren.

Una vez en Salisbury debemos aceptar el tumulto de turistas o salir corriendo. Curioso por admirar de cerca la famosa piedra megalítica de seis toneladas, adquiero mi boleto en línea y hago cita; me formo con mi grupo a fin de pasar (sin tocar) por el santuario. La manera devota, alucinada de transitar dentro del círculo de piedra me recuerda las largas filas de rusos y extranjeros caminando lentamente, sin detenerse, para mirar por un instante en el Kremlin la momia de Vladimir Ilich Lenin.

A diferencia del semblante de uno de los padres del comunismo soviético, la piedra conserva una frescura inusual. Compuesta sobre todo por arenisca lavada durante siglos con el agua cristalina de la cuenca orcadiana, exhibe un verdor ancestral, tan pálido que luce irreal. Pero no llegar a ser blanquecina como la momia del difunto Lenin, cuyos despojos tienden a desaparecer. En cambio las entrañas del megalito enhiesto, conformado sobre todo por cuarzo, plagioclasa, calcita, barita, arcilla micácea como la illita, no parecen envejecer, según dicen por ahí, debido a razones milenarias. La moneda está en el aire: ¿Qué durará más, la momia o la piedra?

AQ

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