Cacería nocturna

Ficción

La presencia de una cucaracha en la habitación desencadena las acciones de la protagonista de este relato en el que la cotidianidad se trastoca inusitadamente.

Esos insectos temen a la luz y buscan siempre el amparo de la obscuridad. (Ilustración: Simón Serrano)
Christine Hüttinger
Ciudad de México /

Fui a mi cuarto porque ya era tarde y quería acostarme. De repente veo cómo algo se mueve rápido. Algo pequeño, pardo. Un ratón, pienso asustada. Pero al mismo tiempo me doy cuenta que no había escuchado los pasitos suaves, propios del roedor. De nuevo percibo este correr ligero. En realidad más bien una sombra que se pierde en el rabillo del ojo que una visión concreta. Me acerco cautelosamente a la orilla de la cama. ¿Debería alzar la colcha? ¿Y enfrentar algo terrible? Pero no, no es necesario, de nuevo empieza el trajín y la carrera. Ahora lo sé: una cucaracha, grande y rojiza, se ha atrevido a entrar a mi cuarto. Estoy horrorizada. ¿Qué hacer? Y en seguida pensé que cómo era posible, el departamento está limpio y en la habitación no hay nada comestible. Una idea sigue a la otra y se vinculan como los eslabones de una cadena. Bueno pues, son cucarachas voladoras que no son tan desagradables, que, a diferencia de las cucarachas pequeñas que se precipitan sobre los alimentos y cuya plaga prácticamente no se puede exterminar, son más fáciles de eliminar. Son las grandes, que, en vuelo incierto, se menean con pesado aleteo, caen de un lado al otro y se posan en cualquier lugar donde creen encontrar refugio y alimento. Esos insectos temen a la luz y buscan siempre el amparo de la obscuridad. En los movimientos rápidos y confusos del animal no pude reconocer ningún patrón. Solamente sabía que no me era posible pasar la noche en la misma habitación en que este insecto estuviera. Porque no soportaba la idea de que pudiera correr sobre mi cara y causarme un cosquilleo desagradable, que, en el sopor del sueño, lo alejaría con un brusco movimiento de mis dedos, aplastándolo, y un asqueroso fluido viscoso amarillento se segregara del animal y salpicara la piel de mi rostro, mientras que el bicho, no lo suficientemente herido, sin morir, continuara arrastrándose sobre mi piel. Tales eran las imágenes que no podía formular clara y conscientemente, pero que se escondían detrás del miedo, del rechazo y de la negación a admitir la situación, que, por el contrario, exigía una solución inmediata. Me acerqué con precaución, y mientras seguía pensando que debería alzar la sábana para ver la ubicación del insecto, éste corría delante de mí, a lo largo del canto de la cama. Debo mencionar que mi cama es una mezcla de estilo japonés y europeo, es decir, un colchón que descansa sobre un tatami. Con espanto pensé que, tal vez, sin yo saberlo, había un nido de una familia de cucarachas felices y contentas, con huevecillos y larvas y gusanos instalados bajo las fibras del tatami, en una palabra, un semillero del horror. Un contramundo frente al que me sentí desamparada. Con valentía, alejé estas ideas y me esforcé en mantener la cabeza fría y ver las cosas desde su lado práctico para hallar una solución. Permanecer con los dos pies en el suelo de la realidad y analizar con sobriedad la magnitud de la situación. El primer punto y, a la vez, el más importante era que el insecto se tenía que ir. Segundo, había que considerar lo desproporcionado de las dimensiones entre yo y el animal, y el miedo que resultara de ello, era bastante raro. Este desequilibrio de las medidas se reflejaba también, por supuesto, en los recursos a mi disposición. Naturalmente, yo era mucho más fuerte que el pequeño bicho que me causaba tanto asco. Pero en esto radicaba el meollo del asunto, pues no quería usar la fuerza para aplastarlo, era demasiado grande y me resultaba imposible terminar con esta vida. Además, solo pensar cómo estallaría el caparazón cuando se rompiera bajo mi pie o bajo mi mano, protegida por un periódico o un trapo, o al quitar el pie o la mano se percibiera todavía un último arrebato de la parte delantera o de las antenas; eso hubiera sido demasiado para mí. Limpiar esta masa asquerosa y viscosa del piso sobrepasaba decididamente mis posibilidades. Tenía que apostar por mi rapidez y agilidad contra la del animal y debería intentar capturarlo durante su huida para deshacerme de él. La siguiente consideración se ocupaba de la ejecución. Por supuesto no podía atrapar el animalito con mis manos desnudas, sino que necesitaba un trapo, una tela, un harapo, algo que, por su textura, no permitiera sentir el repulsivo cosquilleo del animal, pero, por otro lado, que fuera lo suficientemente moldeable para cubrir el cuerpo. Mientras que cavilaba y andaba sin saber qué hacer, la escena se había transformado y la cucaracha había rodeado la cama. Me quedó claro que era imposible que anidara bajo de mi colchón, lo que significaba un alivio para mí. Tenía que ser veloz, ágil y cautelosa en el manejo del paño. Atraparlo rápidamente, pero no demasiado fuerte; una capacidad de reacción súbita acompañada de agilidad, las cuales sabía que no eran mis puntos fuertes, pero demandadas ahora para resolver el problema. Seguramente el bicho había comprendido que una fuerza siniestra se cernía sobre él, prácticamente no descansaba, no se detenía en su loca carrera alrededor del colchón. Tuve que intentar atrapar la cucaracha varias veces, pero de repente lo logré. Sabía que tenía el insecto en mi mano porque vi asomarse las antenas pardas del trapo. Velozmente me fui al balcón, me incliné sobre la barandilla, saqué el trapo y lo sacudí hacia abajo, rápido y con vigor, siempre con el miedo de que el bicho se aferrara a la tela, subiera, continuara su caminata a lo largo de mi brazo y debajo de mi ropa. La misma imagen repulsiva como antes apareció nuevamente ante mis ojos. De mala gana me sacudí y, con ello, también esta idea. Agité otra vez el trapo, lo volteé con cautela y vi que el bicho ya no estaba adherido a él. Debió haber caído a la calle. Me sentí aliviada. Pero de repente, mi mirada se posó sobre la angosta cornisa de la barandilla. Con pasitos veloces, la cucaracha caminaba a lo largo de ella. Cuando llegara a la esquina, yo sabía que no había cristal y el animal podría regresar al balcón y de allí a mi habitación. En vano intenté arrojarlo hacia la calle, ya no lo pude atrapar. Y antes de que pudiera doblar la esquina, correr sobre el piso del balcón y llegar a mi cercanía, me precipité a la habitación, cerré la puerta detrás de mí y me lancé al baño, orientado a la calle. Cerré también la ventana, corrí a la sala e hice lo mismo. Luego, agotada, me senté en un sillón, un espacio libre de cucarachas por fin.

Christine Hüttinger

Autora, entre otros libros, de ‘Cronología de los sentimientos’, Christine Hüttinger nació en Salzburgo, Austria, pero radica en México. Actualmente trabaja como profesora e investigadora de tiempo completo en el Departamento de Humanidades de la Universidad Autónoma Metropolitana Azcapotzalco.

AQ

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