Más de veinte millones de espectadores sintonizaron la serie Caníbal. Indignación total, relato de los feminicidios de un individuo de origen oaxaqueño, Andrés Mendoza Celis, que a lo largo de tres décadas operó con absoluta impunidad, al grado de que en su vivienda de Lomas de San Miguel, en Atizapán, Estado de México, llegaron a exhumarse 3787 restos óseos, y se presume que es probable que en lo más profundo del subsuelo se halle otra ingente suma de despojos.
La serie, coproducida por la Suprema Corte de Justicia y Camila Producciones, se promocionó como un documental que hace visible, concientiza y reflexiona sobre el fenómeno criminal más ruin e inmundo que azota al país, pero resulta más un telereportaje que aborda el asunto con relativa superficialidad, y reitera los lugares comunes de la ineptitud policiaca y la apatía de los ministerios públicos y las fiscalías, de la institucionalidad deshilachada, del perfil social del psicópata, de sus relaciones sospechosas con personajes y grupos políticos, de las anomalías en los procesos judiciales, e inclusive, de las truculencias de la nota roja, lo que menoscaba la intención del contenido.
El tal Mendoza Celis, apodado “El Caníbal” o “El monstruo de Atizapán”, debe su primer mote a la presunta afición por devorar a sus víctimas. Era un sujeto que, a pesar de fungir como presidente del Consejo de Participación Ciudadana de su municipio, tenía un bajo perfil, aunque sus vecinos lo consideraban un tipo atento y comedido pues, incluso, los hizo partícipes involuntarios de su antropofagia (regalaba, o vendía, carne en Atizapán y en su pueblo de origen), presuntamente estimulada por Hannibal Lecter, personaje de las novelas de Thomas Harris y de la película de 1991 de Jonathan Demme. Lo más inquietante, sin embargo, es que pese a compartir espacio con otros inquilinos en el mismo predio, haya podido cometer tantas salvajadas y pasar desapercibido.
A esto, podríamos preguntarnos: ¿qué diferencia hay entre el perfil psicológico de Mendoza Celis con el de Ed Gein, el caníbal de Wisconsin, o el de Jeffrey Dammer, de Milwaukee? ¿O con el de los otros monstruos del México contemporáneo, “El caníbal de la Guerrero”, un sujeto que se alimentaba de sus novias, o con el de la siniestra pareja de Ecatepec, vinculada a proceso en 2018, también por el asesinato de mujeres y presunta antropofagia?
¿Cabe encuadrar el caso de Mendoza Celis en el rubro que pretende visibilizar, aislándolo de la amplia, amplísima variedad de factores inherentes a la vulnerabilidad y los crímenes de género o es más propio de las patologías de la mente criminal?
Cientos, miles de desapariciones y feminicidios se han registrado desde la década de los 1990, sin suscitar avances en la prevención de este delito, y tampoco en la atención, la investigación, el apoyo a las víctimas, el esclarecimiento y la aplicación irrestricta de la ley. Mucho menos se han explorado estrategias para inhibir o atrapar a los perpetradores y, con ello, poner punto final a la podredumbre de la violación, la tortura y el asesinato de mujeres en este México tan lejos del Estado de derecho y tan cerca del edén delincuencial. ¿Ya olvidamos los dramáticos episodios de Ciudad Juárez, acontecidos en la década de los 1990?
Ahora, más que nunca, es perentorio releer el emblemático Huesos en el desierto (2002), de Sergio González Rodríguez, ese exhaustivo híbrido de crónica, ensayo y reportaje en el que plasma la narrativa de un fenómeno que involucra a la tolerancia del Estado con la delincuencia organizada, la mafia suprainstitucional, la corrupción, las deficiencias del sistema judicial, las carencias policiacas y militares, la nula protección de los derechos humanos, el malsano conformismo social y otro largo, larguísimo e infausto etcétera, que hace veinte años comenzó a engendrar estos tiempos de normalización de la violencia contra las mujeres. Resignarse o quedar al margen de tamaña atrocidad, a todos nos convierte en monstruos.
AQ