Carne y muerte

Toscanadas

La panadería tiene fama de ser lugar maravilloso. De sobra se conoce el verso de López Velarde. Pero yo le encuentro poco chiste pues uno va a lo que va

La lengua un platillo delicioso para quien sabe prepararlo
David Toscana
Cádiz, España /

En cambio la carnicería es un lugar festivo, lleno de sorpresas. Con el panadero cruzo dos monosílabos; con el carnicero tengo conversaciones sobre cortes, animales, modos de preparación, grosores, grasa, recetas, especias y temas personales. En la fila hablo con las señoras y nos despedimos a la salida como amigos. En mi pueblo gaditano, nadie come lengua. Debo pedirla para que llegue el martes. Las ñoras se pasman al ver tamaño lenguón de res y preguntan qué hago con ella. Les digo cómo cocerla, arrancarle la piel y cortarla para preparar unos deliciosos tacos. ¿Tacos? Sí, soy mexicano. Y les hablo de tortillas, aguacate y chile de árbol. Una me cuenta que visitó México; otra, de una hija que fue allá. ¿Algo más?, dice el carnicero. Y veo una pata de cordero lechal. Sé hacerla al horno, pero no tengo horno. Viene más güiri güiri de clientes sobre modos de disfrutar ese piernón. Además, las carnicerías en Cádiz tienen un santo olor: el del jamón. Cuelgan los jamones del techo y otros están sobre el mostrador a medio cortar. ¿Jamón? Cien gramos. Una delicia de bellota. Y me pregunto cómo alguien le puede llamar jamón al jamón Fud. Miro cómo se corta porque un día quiero comprar una patota entera para mí solito. Ésta es tierra de embutidos y los ojos se me van por el mostrador. Écheme chistorra y chorizo y sobrasada. ¿Y esos callos? Ya están listos, nomás se calientan. ¿Y las orejas de cerdo? Lo mismo. Sí, hay que canonizar a las putas, pero también a los carniceros. Le pregunto si tiene corazones de pollo. Sí, pero se mandan pedir y se venden en botes de diez kilos. Algunas damas hacen un gesto. Les digo que es una delicia. Un hombre interviene. Dice que él es de Ceuta, y allá el corazón de pollo es plato típico. Yo me sé buenas recetas. Una vez compré corazones de pollo en Polonia y la carnicera me dijo: “Su gatito se va a poner muy feliz”. Maullé. Y en verdad tenían precio de comida para gato. En Francia descubrieron que es un delicatessen y son carísimos. Salgo con mi bolsa llena de viandas. No le digo al carnicero que es mi última compra porque me mudo a otra ciudad. Me he mudado de cinco ciudades en los últimos diez años y nunca me pregunto por el panadero, el peluquero, el de la tienda de la esquina; siempre me pregunto si en algún momento el carnicero habrá notado que ya no voy, si piensa que me marché o me morí. Cambiar de ciudad es provocar una ausencia equivalente a la muerte. Una ausencia tan sin importancia como la que provocará mi verdadera muerte.

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