Carolina Luna, entre el silencio y la ira

Perfil

A casi cinco años de su partida, la escritora sigue entre nosotros a través de sus letras.

Carolina Luna, 1964-2018. (Especial)
Carlos Martín Briceño
Ciudad de México /

El primer relato de Carolina Luna que leí cuando empecé mi vida literaria fue “Antes y ahora”, incluido en Entre el silencio y la ira, un breve volumen de cuentos coordinado por el poeta Jorge Lara Rivera que el Diario del Sureste publicó en 1992 con motivo del sexagésimo primer aniversario del célebre rotativo.

De los trabajos incluidos, varios correspondían a plumas femeninas del Centro Yucateco de Escritores: Melba Alfaro, Cristina Leirana, Celia Pedrero, Brenda Alcocer y Carolina Luna. Pero el cuento de esta última atrapaba por su malicia, la precisa descripción del ambiente provinciano y su sagaz tratamiento del tabú de la decadencia en la vejez, estableciendo un paralelismo con el abandono de las antiguas casonas del centro histórico de Mérida.

––¿En serio nunca la habías oído nombrar? ––me dijo, irónico, Jorge Lara Rivera cuando le pregunté por Carolina durante la presentación de no recuerdo qué libro, mientras devoraba un canapé de salmón y apuraba una copa de vino––. Es yucateca, ahora vive en el D.F. y tiene dos libros publicados. Deberías leerlos para que te eduques ––agregó.

Hallé Prefiero los funerales en la librería del Fondo de Cultura Económica que se encontraba en el interior del Palacio Cantón. Publicado bajo el sello Fondo Editorial Tierra Adentro, constaba de siete relatos urbanos donde erotismo y desesperanza campeaban desde el primero, que da nombre al volumen, donde una joven confiesa en breve monólogo su indiferencia ––aparente–– ante el suicidio de su madre y su gusto por hacer el amor en medio de los velorios. Así fuera incesto (como en “La búsqueda”), obsesiones eróticas (tal en “Isolina”) o liberación sexual femenina (como en “La avidez” y en “Vecinos”), todos los cuentos convergían en la creación de un mundo propio donde los personajes femeninos se movían con soltura y desfachatez absolutas, algo no tan frecuente de encontrar en la literatura peninsular ––y aun en la mexicana–– escrita por mujeres en aquellos años.

Nada de blanduras, moralinas, ni de cantaletas nostálgicas. Sexo, sexo y más sexo. Todos los relatos ahondaban en la fragilidad humana y los animaba la intención de sacudir al lector. Sin embargo, el cuento que de veras me reveló hallarme frente a una narradora con estilo propio fue “Secreto a voces”, una irónica reflexión que en seis cuartillas derrumbaba el mito de felicidad con que la sociedad rodea la maternidad. Decidida a terminar con su calvario, la protagonista se levanta una mañana para abandonar, para siempre, la farsa de la familia perfecta.

“La gran mentira. El matrimonio como medio y fin de la existencia: apareamiento y el futuro con otro ser humano de distinto sexo, en dos vertientes: carnicería y tedio. Después, el incomprensible y muchas veces anhelado arribo de los terceros. Invitados inofensivos al principio que, lentos y seguros, van apropiándose del espacio, el tiempo, la personalidad, las emociones, la mente de los anfitriones”.

Las palabras que el gran Emmanuel Carballo había obsequiado a Carolina Luna en la contraportada del cuentario, no eran gratuitas:

“De golpe y porrazo, Carolina Luna se sitúa entre los más promisorios autores jóvenes de narraciones cortas de México con los siete cuentos que reúne en Prefiero los funerales”.

A partir de allí, creció mi interés por el trabajo de Luna. Busqué sin éxito en varias librerías El caracol, su primer volumen. Finalmente lo conseguí gracias a la poeta Claudia Sosa. Así pude hacerme del juego engargolado de fotocopias que aún conservo.

El libro (Instituto de Cultura de Yucatán, 1993) era anterior en tres años a Prefiero los funerales. Fue la carta de presentación de una escritora joven que a sus veintinueve narraba ya con suficiente soltura y seguridad como para obtener un lugar en la República de las Letras. Aquí se incluía “Antes y ahora” y otras historias más que Carolina había escrito a partir de 1987, cuando tenía veintitrés años. Era un hito para la literatura femenina en Yucatán. Había ecos Garcíaponcianos, de Rosario Castellanos, de Agustín Monsreal e Inés Arredondo. Erotismo, muerte y existencialismo cohabitaban en sus diecisiete historias convirtiéndolo en “el primer libro de una escritora yucateca que no estaba lastrado por sensiblerías, hipocresía y moralismo innecesario”, tal como mencionaba Jorge Pech Casanova en su prólogo.

En el relato titulado “Algo tuyo”, por ejemplo, un hombre acude a un bar y descubre en el fondo a una guapa joven bebiendo sola. El ligue probable se convierte en un drama existencial cuando, estando ya ambos en casa del hombre, éste se entera que la mujer está infectada de VIH por culpa del difunto marido bisexual. Las convincentes descripciones y la fuerza de los sarcásticos diálogos contribuyen a mantener al lector en permanente tensión:

     “––Hace casi un año me enteré que estaba enfermo, no lo fui a ver.

     ––Hiciste bien, debes tratar de olvidar.

Niega con la cabeza:

     ––No entiendes. La semana pasada me dijeron que murió.

     ––Lo siento ––murmuro.

     ––Yo más ––responde––, murió de sida. ––Me desconcierto, ella continúa––: Así que, después de todo, conservo algo suyo, diremos que, lo traigo en la sangre.”

El deseo de conocer en persona a Carolina Luna se cumplió en el cruce de las centurias, precisamente en el año 2000. Fue en una fiesta, en la Condesa, en la casa de la Ciudad de México de la poeta juchiteca Natalia Toledo. Al igual que la protagonista de “Algo tuyo”, Carolina bebía a solas. Me acerqué a saludarla, me presenté, mencioné algunos amigos comunes y luego de algunos tragos, entre tlayudas y mezcales, nos enfrascamos en una conversación que finalizó en la madrugada del día siguiente. Me confió las aventuras y desventuras que había tenido que pasar para dedicarse a escribir: desde dejar a su familia para venir a la capital persiguiendo una beca del Centro Mexicano de Escritores, pasando por sus agotadoras jornadas en el Unomásuno y en el Excélsior y en múltiples revistas, hasta sus largas noches de insomnio que aliviaba leyendo, escuchando música o simplemente bebiendo cerveza en un departamento allá por el rumbo de la colonia Escandón.

Esa fue la única ocasión que vi a Carolina en la capital. Aunque se decía que su salud flaqueaba, todavía estaba exultante, llena de energía, energía que le permitió escribir y publicar en un lapso relativamente corto, El matagatos y otros cuentos (UAM, 2002) y Los espacios que nos ocupan (Conaculta, 2004).

Los ocho cuentos largos de El Matagatos y otros cuentos constituyen un volumen mucho más maduro que los anteriores. La enfermedad, la violencia, el alcoholismo, la intolerancia social, la traición y la muerte son los temas alrededor de los cuales giran sus argumentos. En ellos Carolina se permite jugar con el lenguaje, alargar las descripciones de sus personajes y abandonar un tanto el estilo directo que la distinguía. Tal sucede en “Santiago”, donde un hombre maduro yucateco, de rancio abolengo, entiende que su vida fincada en superficialidades nunca ha tenido ni tendrá sentido.

“El padre, de largos apellidos, palabras cortas y acciones eficaces, era considerado hombre serio y quizá, un tanto amargo. La madre ––quien parecía tímida y evasiva––, mujer de bien, dotada con la indiscutible virtud del silencio. Al nacer Santiago como correspondía ––y puede sospecharse, incluso, que planeado con minucia––: primogénito varón, completó la familia respetable y distante de la que nadie podría hacer comentario alguno”.

Así, utilizando ese tono menos seco, Carolina se atreve a reinventarse y a crear cuentos diferentes, donde la atmósfera juega un papel crucial significando una amenaza para sus personajes. De entre todos, destaca “La verdadera historia de la cándida Ariadna y el terrible Minotauro”, una reinvención erótica de la leyenda griega en la que el Minotauro y Teseo quedan prendados uno del otro, sin que Ariadna pueda hacer absolutamente nada.

El cuentario Los espacios que nos ocupan fue la última entrega de la autora yucateca, resultado de una beca otorgada por Casa Lamm. La colección está integrada por siete historias oscuras típicamente defeñas, con personajes derrotados, ahítos de desasosiego. Alcohol, homosexualidad reprimida, vejez, soledad y miseria urbana las conforman. Poco queda en ellos del optimismo de la narradora que, de cuando en cuando, recordaba su provincia con algunas pinceladas de gracia. La gran ciudad la ha transformado, devolviéndola, al cabo de los años, agotada, harta de la vida, como los protagonistas que ocupan los espacios de este libro. El mejor relato, “Peregrino por un día”, cierra la colección. Narra el viaje de un alcohólico solitario que recibe la llamada de quien fuera en su juventud la mujer de sus sueños. Desea verlo, ella tiene una enfermedad terminal y no quiere irse de este plano sin despedirse de él. Aun con el bicho que la devora (¿cáncer, VIH?) los dos se emborrachan con la complicidad de la sirvienta.

“Rosita nos sube botana y una botella a petición de Isabel. Ya borrachos, hacemos lo que todos los borrachos; recordar borracheras y viejos chismes, lanzar frases filosóficas, vociferar en orden de importancia contra la política, el sistema, la gente, al fin, la puta vida”.

Corrieron muchos años más para volver a encontrarme con Carolina. Un día me enteré que había regresado a Mérida luego de sus casi diez años de exilio voluntario en la capital. Estaba enferma y cada vez escribía menos: la insuficiencia hepática había comenzado a afectarle. No salía con frecuencia, pero nunca le faltaron visitas. Alguna vez fui a su casa, llena de gatos, y mientras ella tomaba sus cervezas “sin alcohol”, charlábamos de nuevo de lo que charlan los escritores: libros, autores; aparte de música, cine, política, etcétera. De cuando en cuando algún colega me contaba que estaba grave, internada en un hospital. Después me la topaba por casualidad en los festejos del Día del escritor o en alguna reunión literaria. Sin embargo, todavía tuvo fuerzas para recuperarse de la desmemoria para volver a escribir como lo prueba su último cuento, “Cruzada hacia lo incierto”, donde narró con detalle cómo quemó sus naves y su dolorosa partida hacia la Ciudad de México.

El 18 de noviembre del 2018 Carolina finalmente nos dejó. Los mensajes de duelo y los lamentos por su ausencia entre amigos y seguidores fueron copiosos, sobre todo entre los jóvenes estudiantes de literatura en nuestra península, quienes habían comenzado a leerla en copias fotostáticas que se iban pasando de mano en mano, como si se tratara de manuscritos prohibidos.

A casi cinco años de su partida, Carolina Luna sigue entre nosotros a través de sus letras. Es tiempo de que sus libros sean reeditados.

AQ

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