La única medida del universo

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¿Qué tanto puede caber en el papiro, el pergamino o la hoja de papel? ¿Qué tanto se cifra ahí, en ese espacio de la misiva redactada a mano, en una hoja que se pliega con minucia y se guarda en un sobre elegido?

"Todas las cartas de amor son ridículas. No serían cartas de amor si no fuesen ridículas".
Jorge Esquinca
Guadalajara /

¿Qué tanto se encierra en el pequeño universo de una carta? Con frecuencia pienso en la diversidad de contenidos que a lo largo de la historia han llevado y traído esas aladas mensajeras. Declaraciones de guerra, noticias de familia, arreglos de comercio; comentarios filosóficos, enseñanzas morales, confesiones íntimas… Amicorum colloquia absentium, como definía a las epístolas Cicerón en la antigüedad romana: Conversación entre amigos ausentes. ¿Qué tanto puede caber en el papiro, el pergamino o la hoja de papel? ¿Qué tanto se cifra ahí, en ese espacio de la misiva redactada a mano, en una hoja que se pliega con minucia y se guarda en un sobre elegido? Sin duda existe todavía –aun en nuestro tiempo del correo electrónico- quien escoge el sello postal más adecuado y envía, tal vez con el corazón anhelante, ese pequeño pájaro a su destino.

Cartas de amor, epístolas de enamorados. Quien así procede lo hace siguiendo un ritual, se enlaza con las palabras que Rainer Maria Rilke le dirige a la pintora Baladine Klossowska: “Los dibujos que he recibido, querida, con su dulce carta del jueves por la tarde son como flores, y me inclino a creer que esos perfiles de su cuerpo a ciertas horas se abren y se cierran igual que los contornos de las flores. Qué ternura, qué voluptuosidad es capaz de expresar a través de esos trazos vistos, adivinados y sentidos, auténticos y que estampa usted como la rúbrica, como la firma de su corazón, cuyo nombre, igual que el de Dios, es demasiado admirable para ser pronunciado”. Cartas que la pasión amorosa exige escribir en un tono superlativo.

Así, en ráfagas, escribe Emily Dickinson a su cuñada Susan Gilbert: “Querida Susie, te has marchado Nadie pensaría que te he perdido si oyera este alboroto, pero tu ausencia me enloquece hasta tal punto no me siento tan tranquila cuando estás lejos de mí La vida entera tiene un aspecto diferente y las caras de mis semejantes no son las mismas que llevan cuando tú estás conmigo”. (Y aquí también, en la prosa de una carta, el tono singular y el uso de ese guion largo, tan suyo, que marca las pautas de su respiración.)

En un poema célebre por su franqueza, el poeta plural que fue Fernando Pessoa afirma: “Todas las cartas de amor son ridículas. / No serían cartas de amor si no fuesen ridículas. / También escribí en mis tiempos cartas de amor, / como las demás, / ridículas”. Epistolarios de poetas, entre tantos otros, alcanzados mortalmente por la saeta de Eros.

Tampoco salió ileso el poeta siciliano Salvatore Quasimodo (1901-1968) quien cayó rendido a los “pies de oro” de la bailarina María Cumani. Un libro reciente, Signo de león, admirablemente traducido por Guadalupe Alonso Coratella y Myriam Moscona para la editorial AnDante, contiene 

apunta Menchu Gutiérrez: “Todos los tonos posibles de la relación amorosa, desde la incandescencia de las primeras cartas, la explosión de la inteligencia, la sorpresa permanente, a la ternura, la amistad, cierta irónica condescendencia y un final que roza la frialdad”. Así como en las misivas de Rilke a Baladine, de Emily a Susan, hemos sido privados -por la mano del tiempo o de cierta humana intervención- de la otra parte. ¿Qué le diría la bailarina en su vuelo, “divina y aérea”, al vehemente Quasimodo? Tal vez nunca lo sepamos. Amén de constituir un testimonio de primer orden en el territorio volcánico de las pasiones, estoy seguro que las traductoras y Marco Perilli, su editor, vieron en estas cartas relámpagos, instantes en los que el amor es fuente de revelaciones. Escojo, entre tantos otros posibles, sólo siete destellos.

Volviéndonos leves por el movimiento improvisado de una mano, de los labios, al buscar tus ojos, también destinados a cambios repentinos, ¿quién no sentiría la miseria de las palabras?

*

Estuviste tan cerca de mí que este desheredado de los afectos, este exiliado, puede todavía mirar al cielo.

*

Ni siquiera la luz se revela de este modo. También yo quisiera pensar que algo así de profundo te he dado.

*

Pero es difícil decir, es más fácil pensar. Ahora la sangre toma su justa materia del espíritu.

*

Yo sé que sin tu corazón no hay nada que pueda acercarme a la belleza.

*

En mis labios regresaba tu sabor y en el aire el olor de la divinidad.

*

Devastado de dulzura no puedo imaginarte lejana y cuando desciende la noche veo que el amor, y no la fuerza interna, es la única medida del universo.

A lo largo del libro, las cartas de Quasimodo se alternan con dibujos de Jan Hendrix: líneas veloces sobre un fondo de sombra, vertiginosos cauces de luz, giros sobre la superficie de un agua oscura. Y la bailarina Cumani, traspasada por un rayo de sol, flota libre sobre la playa, muy lejos todavía de la noche que vendrá.

​ÁSS

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