'Cartas', de Oliver Sacks, es un libro monumental, más de 900 páginas de un epistolario que comienza a principios de la década de 1960, cuando abandona su Londres natal para viajar a Norteamérica. Llega a Canadá, se instala en San Francisco y más tarde en Nueva York. Tenía 27 años y la primera carta que envía, fechada el 2 de agosto de 1960, está dirigida a sus padres y a su tía favorita. Editadas por Kate Edgars, con quien Sacks trabajó desde 1985, estas cartas, dice la editora: “están llenas de contradicciones; son feroces, tiernas, perspicaces”. Son cartas reveladoras que hablan de sus aventuras amorosas, de sus problemas con las drogas, de su gusto por las motocicletas y el fisicoculturismo, de sus viajes, de sus descubrimientos y sus frustraciones, del profundo interés por sus pacientes, del rechazo frecuente de los círculos médicos ante sus métodos y hallazgos, del éxito de sus libros. Con frecuencia, las cartas eran su forma de estar en contacto con el mundo, escribiendo lo mismo a escolares que a premios Nobel, estrechando lazos afectivos con personajes como el neuropsicólogo Alexander Luria, el poeta W. H. Auden o la escritora y filósofa Susan Sontag. Escribía siempre desde los filos de la erudición y la pasión.
A Jenö Vincze**
[4 DE OCTUBRE DE 1965]
[FACULTAD DE MEDICINA ALBERT EINSTEIN, BRONX, NY]
Mi queridísimo Jenö:
Llevo todo el día con tu carta en el bolsillo y ahora tengo tiempo para escribirte. Son las siete, el final de un día perfecto. El sol es malva y carmesí en el horizonte de Nueva York. Su reflejo parece proceder de los cubos y prismas de una ciudad azteca. Nubes negras, como lobos, surcan el cielo. Un reactor asciende dejando una larga estela blanca. Aúlla el viento. Me encantan sus aullidos, yo también quiero aullar de alegría. Los árboles se agitan. Un anciano corre tras su sombrero. Ahora está más oscuro. El sol se ha puesto, ciudad. Un diagrama negro en el sombrío horizonte. Y pronto habrá mil millones de luces.
Estamos solos en el laboratorio, somos solo dos. El café hierve en un mechero Bunsen: un café horrible, pero así es como lo haces cuando estás aquí por la noche. El criostato produce un burbujeo amistoso. Huele a cera caliente, y a formol, y a los mil brebajes que necesitamos para nuestros colorantes. Hermoso olor, lleno de recuerdos: a mi primera mielga, hace mucho tiempo. Y se desliza a mi alrededor: el rompecabezas de un cerebro humano.
Tienes mucha razón, Jenö: yo tampoco siento la distancia, solo la cercanía. Estamos juntos todo el tiempo. Siento tu aliento en un lado de mi cuello. Tu pelo me hace cosquillas en las fosas nasales. Siento ese cosquilleo en el pene.
¡Tu carta! ¿Qué me estás haciendo? La abrí de un tirón y me encontré temblando entre lágrimas y risas. Fingí que tenía algo en el ojo y salí corriendo de la habitación.1 Has dicho lo que yo pretendía decir. Escribí en mi diario (mi “diario” es en realidad una interminable carta para ti, una conversación) después de que habláramos por teléfono: Camino demasiado de prisa, impulsado por la prisa de los pensamientos. Mi sangre es champán. Estoy efervescente de felicidad. Sonrío como un faro en todas direcciones. Todos captan y reflejan mi sonrisa. Asienten, sonríen y gritan “gran día”.
Las montañas saltan como carneros, las colinas como corderos.2
Leo los Salmos sin ninguna reverencia, por la alegría que contienen, y la confianza y el amor, y el lenguaje puro de la mañana.
Y de repente, otra vez Chaucer. ¿Sabía Chaucer que fue el primero? Agarró a Aquino y a Beda el Venerable: polvo, teorías e historia muerta. Beowulf. Héroes. No hay héroes. El gran Chaucer que miró y sintió y cagó y folló, el comienzo de la verdadera literatura. Siento los comienzos en mi sangre, un vasto campo se ha abierto bajo mis pies. El aire, aire de verdad. Voces. Cuerpos. Intensamente real. Y tú lo más real de todo lo real.
Mi carta, mi diario, es una especie de locura. Escribo tanto. Quiero captarlo todo y compartirlo contigo. Te verás privado de toda tu vida social, de tu sueño, de tu comida, condenado a leer cartas interminables. Pobre Jenö, comprometido con un amante que nunca está callado, que habla todo el día, y habla toda la noche, y habla en compañía, y habla consigo mismo. Las palabras son el medio en el que debo traducir la realidad. Vivo en palabras, en imágenes, metáforas, sílabas, rimas. No puedo evitarlo. De vez en cuando, solo de vez en cuando, puedo captar un momento, un sentimiento, con la cámara, y cortocircuitar la enorme avalancha de palabras.
Te adjunto la foto. Un muchacho, a punto de zambullirse.
Momento de una gracia increíble. Insinuación, epifanía. No quiero una secuencia de película de la zambullida. A la mierda el movimiento. Quiero el momento que precede al movimiento, pero que lo contiene. A punto de llegar. [...]
Amigos. Jonathan es el único que importa. No, dos buenos hombres en Los Ángeles. Uno de ellos, Tom,3 me ha escrito hoy desde la orilla del mar y me ha dicho que ojalá estuviéramos juntos. Escribe: “Las pozas de marea, que son mi laboratorio, son la mejor terapia para el alma constreñida”. Y tiene razón. Añoro las pozas de marea, la intensa felicidad de esos largos días. Siempre habrá una sensación de pesar, que de algún modo se atenúa en una fina capa de felicidad. Iremos juntos a las pozas de marea, Jenö. Tom era un buen amigo y un hombre casado, y convencional, pero no pasaba nada. Pero tú lo eres todo. Quiero compartir mis alegrías contigo. Ver el cangrejo verde que corretea en busca de sombra, recipientes de huevos translúcidos colgados de las algas. Un pequeño pulpo, recién salido del cascarón, saltando de alegría en el agua salada. Las anémonas de mar. La suave y dulce presión si tocas su centro. Las manos calcáreas de los percebes. Y los poliquetos con sus espléndidas libreas (me recuerdan a Versalles), moviéndose con insensata gracia. Y sumérgete conmigo en el océano, Jenö. A través de peces, como pájaros, que aceptan tu presencia. Y esponjas escarlatas en una cueva oculta. Y la libertad, la completa y absoluta libertad del movimiento, solo superada por la del propio espacio.
Estoy perdido; no dejo de soñar. Amigos, decía. No tengo ninguno en Nueva York. Parecen delgados como obleas. Su presencia real es menor que su presencia imaginada. [...]
No, todavía no tengo apartamento. He mirado un poco, más bien sin ganas. No me importa alojarme en un hotel barato. Tengo la libertad de las calles y los cafés, y la libertad de mi cráneo. El Village es divertido. Falso, comercializado, ya no es lo que era: son los comentarios que siempre se oyen. Pero está intensamente vivo. Luces, cafés, librerías, gente; amantes, niños, vagabundos y maricas. Una especie de Saint Germain des Prés de pacotilla. El tiempo ha sido de una belleza sobrenatural. El día lo empapa todo de un líquido dorado. Anoche vi una reproducción de Van Gogh. No sé cómo se llama. Un café en la acera al atardecer, con una maravillosa luz ámbar inundando puertas y ventanas: enormes estrellas enloquecidas en un cielo añil. Para esto hay que ser un genio, un loco o estar muy enamorado. No me siento loco; he desechado esas odiosas drogas; sí me siento genial; y voy a por ti.
Nunca había visto esa luz dorada antes de que nos conociéramos en París.
Espirales y diademas de luz, el espejismo de Nueva York, el silencio de la Facultad vacía, la irrealidad. La única realidad es el ruido metálico de la máquina de escribir, mi laborioso intento de hablarte.
Me hiciste preguntas [sobre mi trabajo], y yo las esquivé con fantasías. [...] Una calidez increíble impregna este lugar.4 Tan diferente del distanciamiento, la mezquindad, la idiotez de Los Ángeles. Norton,5 mi otro jefe, me hablaría —si surgiera la necesidad— tan despiadadamente como lo hiciste tú junto al Sena, y tan tiernamente. Hay un fantástico furor creativo en el lugar. No la presión fea, la competitividad, de Los Ángeles. Sino una impaciencia por descubrir la verdad.
El ayudante de Terry, otra coincidencia (¡son tantas!), es húngaro. Me cayó bien enseguida. Quiero aprender húngaro con él, y alemán en el tren cada mañana, para poder hablar con vosotros en vuestras lenguas maternas. [...]
¿Me tratan bien? Cómo responder. Me tratan como a un hombre. Hablan claro. No fingen. No pretenden causar ninguna impresión. Nada que ver con ese horrible círculo infantil (culpa: castigo; orden: desobediencia; culpa: castigo) que parecía ser la rutina de mi vida en Los Ángeles, donde me trataban como a un niño, y yo reaccionaba como un niño. Creo que esto me encantará. Creo que aquí me haré un nombre. Veo un futuro alzarse sobre el horizonte de las hipótesis. [...]
Nunca lo admití del todo, aunque tal vez lo adivinaste. Estuve drogado todo el verano. En una estrecha celda de locura anfetamínica. Una Bastilla farmacológica de mi propia creación. Y tú me sacaste de allí. Doctor Manette: “Devuelto a la vida”.6 Cada pregunta tiene dos caras. París fue la respuesta radiante y positiva. [...] Dudo que vuelva a tomar drogas. [...]
¡Las nueve! ¿Han pasado dos horas? Ya me puedo olvidar de la cena, del gimnasio y de las llamadas que podría haber hecho, y... En otro momento. Este momento es para ti. Me siento más cerca cuando leo tus cartas, y cuando te escribo.
Bajé a los muelles el sábado después de tu llamada, y me senté en el embarcadero y me quedé mirando y mirando. Cómo los enormes barcos se cuelan por un estrecho cuello. Y la estatua de la Libertad (¡zorra hipócrita!), que tanto quieres ver. Hice una foto a un joven que también estaba sentado en el muelle. Quizás él también soñaba con un amante lejano. [...]
Ya moría la tarde cuando me levanté. Una Guinness oscura en un bar irlandés. La luz centellea en su espuma. Las largas sombras de la tarde. Un chico irlandés detrás de la barra, un cerdo calipigio,7 un imbécil sexy en su delantal sucio. Bebedores silenciosos: rostros en un espejo empañado.
Otro bar del muelle, marrón y lleno de humo, radiante bajo el sol del atardecer. ¿Recuerdas aquel bar de Villejuif, con su pura esencia translúcida de Francia? (Tengo una foto de él. Salió.) Pues bien, ese bar era América, potente, alquitranada. Y yo tanteaba con mi cámara como un tonto. Salió un hombre, H. C. Earwicker,8 Finnegan el fabricante de cajas en todo su esplendor, un bruto primitivo que mastica tabaco: salió, y me escupió (turista fatuo con su tonta Nikon). Tenía razón, por supuesto. Debo permanecer encubierto. Joyce lo sabía. “El artista debe refinarse hasta desaparecer de la existencia (en el drama), por encima, por detrás, más allá de su creación”.9 Algo así, lo he olvidado exactamente. [...]
Incluso la cinta de la máquina de escribir está gris y cansada. Pero yo no. Estoy lleno de una indomable y feroz energía. El título de un vulgar éxito: ANSIAS DE VIVIR. Eso es. Contempla tu obra, Jenö: esta criatura que has puesto en movimiento. Pigmalión: ¿estás satisfecho con tu Galatea? [...]
Debo terminar. Podría estarme aquí sentado toda la noche. Podría escribirte un libro. Quiero escribirte un libro. Si alguna vez escribo un libro, será para ti. Serán dos libros en uno: un libro para el público y otro para ti. Un libro de anfibologías, dobles sentidos y referencias privadas. [...]
A Jenö Vincze
[6 DE OCTUBRE DE 1965]
FACULTAD DE MEDICINA ALBERT EINSTEIN, BRONX, NY
¡Jenö!
Te quiero con locura, y sin embargo es la cordura más dulce que he conocido. Leo y releo tu maravillosa carta. La siento en mi bolsillo a través de diez capas de ropa. Su confianza, su calidez, superan todo lo que he conocido. [...]
¡Hablo contigo sin parar! Te escribo continuamente en mi diario. Mi última carta estaba sobrecargada, había estado acumulándose durante ocho largos días; estaba congestionada, y en algunos puntos era falsa. Algunas de las cosas que quería describirte se habían vuelto rancias, o muertas, como “algo ensayado”. Nunca aprendí a escribir una carta. Tengo una desagradable tendencia a perorar más que a hablar. Es algo histriónico, egocéntrico; uno es conscientemente “erudito”, “encantador” o “afectado”. Uno se cita a sí mismo, aplaude discretamente. Se guarda una copia para la posteridad. Uno preselecciona las opiniones, los estados de ánimo. Perdóname, intentaré cambiar.
Tu carta era de la más profunda y hermosa espontaneidad. (“Estoy asombrado, pues nunca tuve la intención de escribir lo que estoy escribiendo ahora”.) Me alegro tanto de que escribieras lo que escribiste. Cuando hablabas en París (con tanto conocimiento, con tanta experiencia, con la objetividad de un hombre de mundo) de un tiempo, X semanas, o meses, un año, lo que fuera, un periodo tras el cual nos habríamos explorado mutuamente a fondo, de la inevitabilidad del aburrimiento, de la separación... no pude soportarlo, me quedé mudo de tristeza. Soy un simplón, lo sé; nunca había tenido [...] una “aventura” antes. Pero no soporto pensar en semanas o años, en la personalidad medida en litros o kilos. Creo que ambos somos infinitos, Jenö. Veo el futuro como una expansión sin fin del presente, no como un arrancar sin remordimientos las hojas del calendario. [...]
Jenö: te quiero, no puedo pensar en otra cosa.
Esta es la primera vez que disfruto el Yom Kippur. He tomado un desayuno pecaminoso y he hecho ejercicio pecaminosamente; llevo mis vaqueros pecaminosos y no tengo intención de ir a la sinagoga. Me he tomado dos cervezas en el Mooney’s Bar, en compañía de tres viejos blasfemos de cara roja, ojos azules, bebedores de whisky y escupidores de whisky. Y ahora te escribo a ti, mi shiksa húngaro, a quien amo más que a Dios. [...]
A pesar de que abandoné mi hogar y mi país, y de que renuncié incluso a una mínima consideración por las costumbres judías, el Yom Kippur siempre fue un día incómodo y lleno de desasosiego. No podía concentrarme en nada. Estaba nervioso y deprimido. Hoy me siento muy bien. Nunca desdeñaré mis raíces judías, pero el judaísmo se ha alejado en las últimas semanas; ya no es una obsesión, ni una broma incómoda, se ha convertido en un lenguaje que aprendí en mi infancia y aún recuerdo; divertido, pasado de moda y sin importancia. Ya no soy judío, soy un hombre. Y si tengo un Dios, eres tú, mi amor. [...]
[Esto] me trae a la memoria (perdona la analogía grandilocuente, es más una asociación que un paralelismo) la historia de Billy Budd. Me dijiste que estabas leyendo Moby Dick; disfrutarías con este otro extraño libro de Melville.
Billy (en cierto sentido, aunque nunca explícito) es el ideal de la belleza, el fulgor y la virtud homosexuales; el personaje que lo atormenta representa la perversión de la lujuria, los horribles celos y la malevolencia, de los que solo un homosexual frustrado es plenamente capaz. Su fantástico enfrentamiento en la cabaña es el clímax moral del libro; en ese momento se convierten en un santo y un demonio.
La inocencia, ante una calumnia escandalosa, la revelación del mal total, se queda muda de horror; está totalmente más allá del mundo de las palabras; el alma de Billy se convierte en acción; aprieta el puño, en reflejo imperativo moral, y derriba y mata al otro hombre. (Entonces Dios expulsó a Lucifer del Cielo.) Pero ha transgredido la Ley de la tierra. En su exquisita e inatacable pureza, Billy muere, desconcertado, entre los hombres que lloran y tienen que ahorcarlo.
Lo que también estoy diciendo, Jenö, es que has hecho que me sienta de manera diferente, y que también sienta de manera diferente la homosexualidad en su conjunto. Se acabó el avergonzarse, las disculpas, las “explicaciones” y los deseos piadosos de haber sido “normal”. Estoy harto de buscar en mi historia pasada la figura materna agresiva, la figura paterna relegada, esto, aquello, que hay detrás de mi “mal”. Ya no me interesa esa cobardía.
Me has enseñado que uno puede estar contento y orgulloso de ser homosexual. Uno no está aprisionado en la matriz social. La inteligencia y la sensibilidad están mucho menos restringidas. Hay libertades especiales, pero también responsabilidades especiales. Me has hecho ver —sobre todo con tu ejemplo— que no hay necesidad de aislarse, avergonzarse u ocultarse. De hecho, nuestro potencial para la amistad, para vivir, se amplía inmensamente.
Estoy tan feliz que quiero gritarlo a los cuatro vientos. Tan orgulloso que quiero describirte a todos mis amigos, incluso a los “normales”, con los que siempre he guardado cierta distancia (ahora sospecho que innecesaria).
Debo poner fin a esta gigantesca carta. ¿Te estoy matando con palabras?
Te adjunto la foto, y algo que escribí —hace un año— en un momento de profunda depresión y aislamiento. Con tu ayuda, Jenö, y tu amor... nunca más.
Tu Oliver
*Título de la Redacción.
** Húngaro y radicado en Berlín, Jenö Vincze fue un destacado director de teatro. Oliver Sacks lo conoció durante uno de sus viajes a Londres. Compartieron unas semanas en París y Ámsterdam.
NOTAS
1. Sacks recibía entonces su correo en la universidad.
2. Del Salmo 114.
3. Tom Dahl, a quien Oliver conoció en la UCLA, se interesó por la fotografía y la biología marina, dos de las eternas pasiones de Sacks.
4. El laboratorio de Terry.
5. William Norton, un neuroquímico.
6. Sacks se refiere a menudo a Historia de dos ciudades, de Dickens, uno de sus libros favoritos de la infancia. La primera parte del libro, sobre la liberación del Dr. Manette de la Bastilla, se titula “Devuelto a la vida”.
7. Que tiene las nalgas bien formadas.
8. El protagonista de Finnegans Wake, de James Joyce.
9. Joyce escribió: “El artista, igual que el Dios de la creación, permanece dentro o detrás o más allá o encima de su obra, invisible, refinado hasta desaparecer, indiferente, cortándose las uñas”.
AQ