Siempre que pienso en los escritores muertos y el mundo que los hizo, me viene a la mente ese libro-homenaje a Raymond Carver llamado Carver Country (1991), ensamblado textualmente por fragmentos de su narrativa, algunas cartas, varios de sus poemas, y un sentido epílogo de su viuda Tess Gallagher, párrafos que cobran vida con las excelentes fotografías que Bob Adelman tomó en 1984, para capturar los escenarios en los que Carver se nutrió de experiencias pero, sobre todo, para recrear la atmósfera de los pequeños universos en que transcurren sus historias. (Bob Adelman es el responsable del retrato más famoso del autor de “Tres rosas amarillas”, ese primer plano en el que mira a la cámara con la expresión sincera, sin frialdad ni fingimiento, de un testigo imparcial).
Los escritores y su mundo. Guiado por el propio Raymond en una carta en la que le proporciona direcciones, establecimientos, barrios y paisajes, la mirada de Bob Adelman no sólo registró espacios y protagonistas sino detalles de la vida diaria, esos instantes en los que, cualquier artista lo sabe, surge la intuición. De Yakima, Washington, el poblado en que Carver pasó su infancia, la lente de Adelman rescata las covachas, las avenidas solitarias, los tenderetes y sus caóticos letreros ofertando duraznos, peras, maíz dulce; la sala de estar donde sonríen a medias los tíos del escritor, Bill y Vonda Archer; los cultivos de lúpulo y los inmensos manzanares; una letrina exterior, ese símbolo de la América rural, que sobrevive a la crueldad del sol y las heladas; los ríos, los parques, una roca pintada por los indios que languidece a las afueras del municipio. De Vantage, localidad cercana a Yakima, el obturador capta un vetusto motel y la madera podrida de la puerta de una de sus cabañas y, entonces, la mezcla surte efecto: imagen y palabra se reúnen, la inspiración cobra sentido porque, ah, los moteles. Espacios esenciales en la ficción de Raymond Carver, orbes claustrofóbicos donde sus personajes cohabitan con la mediocridad o la decadencia, la frustración, el duelo, la poltrona. Así que, entrado en el asunto, Adelman dirige la lente a una vidriera de cantina, se concentra en la barra cochambrosa, y luego se ocupa de las fábricas, los cafés de carretera; capta una máquina expendedora de refrescos en close up y el buzón de la residencia Carver Gallagher en Port Angeles, Washington; concentra el foco en la impersonal anchura de la calle 2 del aún más impersonal caserío de Eureka, California, en un par de solitarias botellas de cerveza sobre el aparato de una cabina telefónica perdida en un poblacho llamado Arcada, y contempla el pasillo del Mercy Hospital de Sacramento, California.
Y sí, por supuesto que las fotos de Adelman se acompañan de textos alusivos a la imagen, y también que gran parte del material son más retratos de Carver y de sus seres queridos o cercanos: Tess Gallagher; Ella, madre del escritor, y su hija Christine, o Jerry Carriveau (el hombre en quien Carver se inspiró para crear al ciego de “Catedral”), e infinidad de amigos y colegas y, efectivamente, más paisaje. Sin embargo, lo que siempre me hacer recordar el Carver Country no es la gente que aparece a cuadro ni el poético claroscuro de la naturaleza, sino la fuerza simbólica de ciertas láminas en las que, a través de un ínfimo detalle, digamos un auto destartalado, el cobertizo delantero de una taberna o el aparador de una botica con el rótulo de “cerrado” (claro, lo de ínfimo sólo es aparente), crean la sensación de asomar a las maltrechas perspectivas que palpitan en las existencias ordinarias (sí, lo de ordinarias también es aparente). Cualquier lector de Carver sabe a lo que me refiero.
AQ | ÁSS