Cesare Pavese en el infierno amoroso

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Altamarea acaba de publicar un libro que reúne 27 cartas entre el poeta italiano y las musas que lo inspiraron. A continuación, una mirada a algunos momentos ejemplares.

Cesare Pavese, 1908-1950. (Fotoarte-Alfredo San Juan)
Carlos Rubio Rosell
Madrid /

Quienes conocieron a Cesare Pavese (1908-1950) dicen que su vida fue complicada. Era, recuerdan, severo, tosco y refunfuñón como corresponsal; padecía disfunciones sexuales que arruinaron su experiencia como amante, y en la misantropía que profesaba tuvo cabida una misantropía particular: la misoginia.

Pavese era, entre muchas cosas, un impertinente con ganas de amar y un compañero irritante que se hacía querer porque irritaba con sentido, según explica Carlos Clavería Laguarda, traductor, editor y compilador del volumen Cartas de desamor, que el sello Altamarea acaba de poner en circulación.

Dice Clavería Laguarda que es bien sabido que, en apenas quince años, Pavese llevó a cabo una carrera literaria sólida y variada, en la que además de poesía hizo traducciones y escribió novelas, ensayo y diarios. Sin embargo, jamás llegó a formar una familia debido, señala el traductor, a su incapacidad amorosa y sexual.

Ya en 1966 se publicaron muchas cartas de Pavese en dos gruesos volúmenes editados por Italo Calvino y Lorenzo Mondo, que han sido clave en la edición de esta selección, que busca ante todo presentar al autor de El oficio de vivir “en un ambiente vital desde que era un veinteañero hasta el hombre amargado de pocos días antes de morir”.

En esta selección de 27 cartas, Pavese muestra incomprensión hacia una maestra o una estrella de cine, y, con sinceridad total, su hiriente modo de ver las cosas y los fracasos, sobre todos los propios, que consideraba infinitos: “¿Puedo decirte, amor mío, que no me he despertado nunca con una mujer al lado, que a quien he amado no me ha tomado nunca en serio, y que nunca he recibido la mirada de reconocimiento que una mujer dirige a un hombre?”

Clavería Laguarda aclara que el hilo conductor de esta selección “ha sido el desamor, la sensación que parece sentir Pavese de predicar para sí, como si predicara en el desierto, la llegada de un ser anacrónico y lleno de defectos”.

Por lo demás, como queda plasmado en Cartas de desamor, Pavese sostenía que no existía nada más absurdo que el amor. Si lo gozamos completamente “nos cansamos de inmediato” y “nos disgusta”. Si lo sublimamos para recordarlo sin remordimientos, “llegará un día en que lamentaremos lo tontos que fuimos y la cobardía de no haberlo intentado”. Porque el amor, escribe Pavese, “pretende solo convertirse en costumbre, vida en común, dos en un cuerpo solo y, apenas lo consigue, muere”.

Así que en la vida de Pavese no triunfa el amor, sino el desamor, como bien expresa esta carta escrita el 18 de octubre de 1941: “Querida: En tiempos como estos, con la ira de Dios que cae sobre el mundo y con todo lo que está pasando, dedicarse a lo que se dedica usted me parece imperdonable. Visto lo que usted me escribe, no veo qué pueda hacer yo por usted. Desde que me dio aquella bella noticia, que está enamorada de mí, me he explicado claramente y le he respondido que ya era suficiente. Yo no soy su amigo, como no soy amigo de ninguna mujer [...]. No puedo, pues, darle ningún consejo, sino que piense en lo que tiene que pensar, en sus hijos y en su marido, que tiene más problemas que pelo. Que usted me diga lo que me dice me convence, de nuevo, de que a las mujeres hay que tratarlas a palos, y este es el consejo que, de ahora en adelante, daré a todos. Debe entender que no hay nada más irritante que te atormenten con el amor cuando uno tiene en la cabeza todo lo contrario. En su caso, además, se dan circunstancias que claman venganza. ¿Ha quedado claro? No vuelva a escribirme, no me busque porque no me encontrará. Mejor será que piense en vivir la vida que le ha tocado, como yo vivo la mía, y absténgase de decir lo que usted llama todo a**. Le haría daño a él, me haría daño a mí y no cambiaría nada. El cerebro y la voluntad los tenemos precisamente para hacer que se nos pasen estos caprichos, y para pensar en cosas más serias que las fantasías que usted alimenta. He hecho pedazos sus cartas, y le aconsejo que haga lo mismo con esta. Pavese”.

En otra misiva, Pavese muestra el desamor que permea su vida y afirma sin ambages que no se puede ser feliz en compañía. “Fernanda”, anota, “soy muy infeliz. Sin embargo, la acaricio educadamente”.

No hay que perder de vista que Fernanda Pivano rechazó las dos propuestas matrimoniales que Pavese le hizo, y cuyas fechas (10 de julio de 1945 y 26 de julio de 1946) usó como epígrafe de Feria de agosto, lo que no impidió que continuara una correspondencia en la cual prevalece la inteligencia y la sinceridad, como se ve en esta carta fechada el 30 de mayo de 1943: “¿No había aspirado siempre a la independencia? A no ser que le ocurra como a todos: una vez conquistada, no se sabe qué hacer con ella”. Así que sugiere: “Constrúyase una vida interior —de estudios, afectos, intereses humanos que no consten solo de conseguirlo sino de ser— y verá cómo la vida tiene un significado”.

Más tarde, a modo de coda, Pavese dirá: “Querida Fern: la soledad que usted siente se cura solo de una manera, acercándose a la gente con la voluntad de dar en lugar de recibir (el mismo sermón de siempre). No es que yo desee ser aquel a quien usted deba dar, menos si sabemos que los dones que usted podría ofrecerme no serían ahora la solución, sino que aumentarían las complicaciones. Se trata más de un problema moral que social, y usted debe empezar a trabajar, a existir, no solo para sí, sino también para alguien más, para los otros. Mientras uno diga estoy sola, resulto extraña y desconocida, siento el hielo, estará cada vez peor. Está solo quien quiere estarlo, recuérdelo bien. Para vivir una vida plena y rica es necesario acercarse a los otros, es necesario humillarse y servir. Eso es todo”.

El Pavese que apreciamos es un hombre cuya mirada parte del amor y va siempre al desencanto, como observamos en esta misiva fechada el 25 de noviembre de 1945, dirigida a Bianca Garufi, quien trabajaba en la redacción romana de la editorial Einaudi: “B., nadie mejor que yo sabe cuán estéril y vana es una pasión, por eso te dije ayer que intentaras leer mi diario y, al negarte, me he sentido despechado como autor. Pero esto ha sido, hasta ahora, un modo instintivo de aferrarme a una persona y a sus cosas, como quien se ahoga se agarra al cuello del otro. He mirado siempre más allá. La pasión ha sido siempre solo una condición impuesta por el orgullo, pero la intención era otra. Era un valor objetivo, un bien, que expresaba —de nuevo orgullosamente— con las imágenes de la carne y la sangre, de la monogamia, del absoluto, pero que en sustancia quería decir elección de otra persona, materialidad y realidad de esta persona, primer paso para respetarla. Ha sido siempre amor equivocado, no ausencia de amor”.

Así, Pavese acabará fustigando cualquier relación: “Sabes perfectamente que, cuando escribo cartas, maltrato”, le dice a Bianca Garufi. “Es el resultado de la fusión entre realismo americano y la mitopeia prehomérica. Soy maleducado e impaciente. ¿No te he contado que cuando voy por la acera, si un paseante se me para de golpe delante y me cierra el paso me vienen ganas de estrangularlo? No hay nada que hacer. Mis virtudes —si las tengo— tienen las mismas raíces que esta ferocidad”.

Hay una cosa más que será determinante en sus relaciones amorosas: su impotencia sexual. Así se lo dice a Bianca: “Somos una bellísima pareja discorde y el sexo —que, después de todo, existe— se desfoga como puede”. Y remacha: “El otro día le expliqué a Teresa que las únicas personas con las que no se discute es con las que no se hace el amor, y ella respondió que es bonito discutir siempre que quede un recuerdo agradable. Carroña. Resistamos”.

Pavese dedicó a Bianca Garufi algunos poemas en el otoño de 1945, publicados a finales de febrero de 1951 en el poemario Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, que incluía también poemas escritos a la actriz Constance Dowling, de quien también se incluyen algunas “desamorosas” cartas en este volumen, como esta de marzo de 1950: “Pensar en ti y tener un recuerdo, o una idea, indignos, feos, no concuerdan. Te amo. Querida Connie: conozco bien el peso de estas palabras —horror y maravilla— y, no obstante, te las digo, casi con tranquilidad. Las he utilizado muy poco en mi vida —y tan mal— que me resultan casi nuevas”.

Una de las cumbres de este epistolario llega cuando Pavese reniega de su cuerpo al confesar: “Q[uerida] C[onnie]: Mejor estar presente en espíritu que en carne. He aquí mi espíritu (no el santo), el espíritu de una juventud que tenía algo de bueno. Intenta olvidar mi parte inservible y léeme de vez en cuando, cuando te sientas verdaderamente sola, cuando hacerlo te pueda dar algo en lo que creer, cuando despiertes para afrontar un nuevo día”.

El calendario avanza y con él sus cartas van develando a un Pavese cada vez más desgraciado. Comienza, pues, el horror, el horror desnudo, como lo califica él mismo. Y Pavese dirá estar preparado: “Queridísima”, escribe a Dowling, “no volverás a mí, aunque vuelvas a poner los pies en Italia. Ambos tenemos cosas que hacer en esta vida que hacen improbable que nos encontremos de nuevo, dejemos aparte lo de casarnos, algo que he esperado desesperadamente. La felicidad tiene ahora nombre de Joe, Harry o Johnny, no de Cesare. ¿Podrás creer —ahora que ya no puedes sospechar que yo haga teatro con la intención de liarte— que esta noche he llorado como un niño mientras pensaba en mi destino, y en el tuyo, pobre mujer fuerte, lista, en desesperada lucha con la vida?”

Envuelto en los más sombríos presagios, el epistolario cierra con cuatro notas breves que, paradójicamente, no tienen que ver con el amor, sino, como bien aclara Clavería Laguarda, con la despedida, huraña, de Pavese, “con el desamor no hacia el amor, sino hacia la vida y la literatura”: “Tengo el alma destrozada por cosas mías, estoy hundido y pagaría su peso en oro a un asesino que me acuchillase mientras duermo”, escribe sin buscar consuelo, pues no tiene ganas ni ánimo y, como le dice a Giuseppe Vaudagna el 25 de agosto de 1950, sigue adelante por su cuenta y espera “que todo acabe pronto”.

El 26 de agosto de 1950, una semana antes de cumplir 42 años y un día antes de refugiarse en el Hotel Roma de Turín donde lo encontrarían acostado en la cama como si estuviera dormido, vestido pero sin zapatos y junto a dieciséis papeletas vacías de barbitúricos encima de la mesilla de noche, Pavese pensó quizás en el desamor que no le había dado tregua a lo largo de su vida y, haciendo un recuento, recordaría cuando trabajó en la editorial Einaudi y se le declaró a Bianca Garufi, quien no le dio mucha importancia a sus palabras. Tal ves recordó que había pedido la mano de Fernanda Paviano y le fue negada, y que más tarde se había entusiasmado con una dama a quien llamaba “Amiga X”, con quien sus pretensiones sentimentales no prosperaron. Por su mente habría pasado el recuerdo de una tal Milly, bailarina de cabaret, que lo dejó esperando una noche bajo la lluvia mientras ella se escapaba por otra puerta. Y que en 1947 se había enamorado hasta la médula de la actriz norteamericana Constance Dowling, que en aquella época filmaba una película en Italia, al punto de que le había pedido casarse con él, pero ella en lugar de aceptarlo se proclamó seguidora de sus libros, negándole su mano para casarse con otro, de modo que el escritor le escribió algunos de sus más famosos versos: “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos,/ esa muerte que nos acompaña/ desde el alba a la noche, insomne,/ sorda, como un viejo remordimiento/ o un absurdo defecto.”

AQ

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