Los juguetes secretos

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El pasado 9 de enero murió el poeta Charles Simic, de quien aquí se recuerda su encuentro y amistad con Joseph Cornell (1903-1972) en Nueva York, ciudad por la que ambos sintieron la misma imantada fascinación.

Joseph Cornell posa para un retrato en 1967 en su casa-estudio en Flushing, Queens, Nueva York. (Foto: David Gahr)
Jorge Esquinca
Ciudad de México /

Un hombre camina por una calle de Nueva York. Es alto, muy delgado y viste modestamente un traje de color gris. Lleva la camisa blanca abotonada hasta el cuello, pero se ha quitado la corbata: despunta el verano y el calor comienza a enseñorearse de la isla. Parece distraído, pero no. Sus ojos de un color azul muy pálido miran con especial atención los escaparates. Tal vez recuerda una frase de Thoreau, que ha leído en su diario: “La cuestión no es lo que se ve, sino lo que se mira”.

Caminando en dirección contraria vemos a un joven. Acaba de salir de la Biblioteca Pública y todavía resuenan en sus oídos las líneas de esa enorme novela que está leyendo y cuya primera frase es el santo y seña de lo que vendrá después: “Llámenme Ismael”. Al cruzarse, intercambian miradas, durante unos segundos. El joven yugoslavo anima una sonrisa, como ha visto que es costumbre entre los desconocidos de la isla; el otro parece no notarlo, aprieta la bolsa de papel en la que lleva un juego de cubos con letras de distintos colores que acaba de comprar, y sigue su camino.

Aunque es imposible saberlo, así podría haber sido el encuentro soñado por el poeta Charles Simic (1938-2023) con su admirado Joseph Cornell (1903-1972), “que no sabía dibujar, pintar, ni esculpir y sin embargo fue uno de los más grandes artistas de Estados Unidos”. Lo cierto es que caminaron las mismas calles y ambos sintieron esa imantada fascinación por la urbe en la que, escribirá Simic años más tarde: “un dejo de peligro, erotismo y terrible soledad juega escondidillas entre la multitud. Rigen aquí lo indeterminado, lo imprevisible, lo etéreo, lo efímero. La ciudad es el lugar donde los opuestos más inusitados se encuentran, el lugar donde se vinculan momentáneamente nuestras distintas intuiciones. El mito de Teseo, el minotauro, Ariadna y su hilo perviven aquí. La ciudad es un laberinto de analogías, el bosque simbolista de las correspondencias”. Tirando de un hilo semejante, Cornell hallaría en ella —en las tiendas de baratijas que obsesivamente frecuentaba— los materiales necesarios para dar cauce a su prodigiosa imaginación y a su irredento espíritu de coleccionista y mitógrafo. “Mi obra es consecuencia de mi amor por la ciudad”, dijo. Y, añade Simic, “un día, en 1931, vio en un escaparate unas brújulas y en el siguiente unas cajas y se le ocurrió reunirlas”. Fue el comienzo de las maravillas que irían surgiendo del sótano de su casa en la calle Utopía. Sus cajas, ensamblajes, vitrinas, películas, llevaron el arte del collage a límites impensables, mucho más allá del impulso surrealista que le sirvió a Cornell de detonador. “La técnica del collage —continúa Simic—, ese arte de rearmar fragmentos de imágenes previas de manera que formen una nueva imagen es la innovación más importante del arte de este siglo”. Se refiere, por supuesto, al siglo pasado, y, luminosamente, concluye: “El lugar común es milagroso si se le ve correctamente, si se le reconoce”.

Cacatúa Juan Gris n.º 4, por Joseph Cornell. (Museo Nacional Thyssen-Bornemisza)

Con el correr de los años, el joven poeta yugoslavo que en un sueño se cruzó con el artista estadunidense en una calle de Manhattan, escribió un libro, uno de sus más entrañables y lúdicos volúmenes, una feliz alianza del poema en prosa, la crónica biográfica, el ensayo y, no podía faltar, el collage. Su título en inglés, Dime-Store Alchemy, alude a las tiendas de anónimas baratijas que hacían las delicias de Cornell. Un título de difícil traducción a nuestra lengua y que Elisa Ramírez Castañeda vertió como Alquimia de tendajón para la colección Poemas y Ensayos de la UNAM en 1996. De él he tomado las líneas que acompañan este artículo.

Antes de poner punto final, pienso en quienes tienen la amabilidad de leerme y que aún no conocen la obra de un mago llamado Joseph Cornell o la diversa y rica literatura de Charles Simic: búsquenlos, les garantizo que pasarán horas felices en su compañía.

AQ

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