Jóvenes y ancianos

Toscanadas

Hay un verso de Pushkin que funciona como sabia sentencia: “Bienaventurado quien fue joven en su juventud”, escribe David Toscana.

Lev Tolstoi con sus nietos. (Sputnik)
David Toscana
Ciudad de México /

Hay un verso de Pushkin que funciona como sabia sentencia: “Bienaventurado quien fue joven en su juventud”. No estaría de más que esos tropeles quejumbrosos y apáticos de la generación de poca edad le echaran una reflexión; a fin de cuentas, la juventud es para comerse el mundo y no para pedir que a uno le den de comer.

El verso no lo cito directamente de Pushkin, sino desde Chéjov, que suele desfigurar las cosas para convertirlas en algo más sabroso. Así, el personaje del cuento chejoviano, siempre en la cuerda floja entre la ironía y la seriedad, dice: “No pongo en duda el acierto de estas palabras; es más: creo que no me equivoco si a ellas añado mentalmente y reproduzco oralmente un llamamiento a los jóvenes culpables de la presente ceremonia. Sean jóvenes no sólo ahora, cuando lo son por imperativo físico y natural, sino también en la vejez, pues bienaventurado el que fue joven en su juventud, pero cien veces más bienaventurado el que conserva su juventud hasta la tumba. Que los culpables de mi actual efluvio oral sean, en su ancianidad, viejos de cuerpo y jóvenes de alma, es decir, de espíritu. Que hasta la propia tumba se mantengan vivos sus ideales, auténtica dicha de los humanos”.

Eso: mantener vivos los ideales, no como en el poema de José Emilio Pacheco.

Los personajes de Chéjov se hallan en una boda. Los adultos están ebrios, y así se vuelven más niños que los jóvenes. Entre bromas y burlas, uno decide pisarle la cola a un gato, que no para de aullar hasta que lo rescata un criado y hace saber al borracho que aquello es “una mentecatez”.

Leyendo literatura rusa, es difícil dar numéricamente con la idea de la vejez. Casi todos los niños y jóvenes que aparecen en esas historias tienen una “anciana madre” que en verdad da la impresión de comportarse como si tuviese setenta años, pese a que no hay modo de calcularles más de cuarenta. Tal es el caso de la madre de Natascha en Humillados y ofendidos, a la que el autor llama “anciana” o “vieja”.

En El Don apacible, de Mijaíl Sholojov, aparece un tal Panteléi Prokofievich, padre de varios muchachos bastante jóvenes. Vaya uno a saber la edad que tiene, pero el narrador acota al referirse a él: “murmuró el anciano” o bien “el anciano estaba fuera de sí”. Además, los personajes no parecen hallar descortesía cuando uno señala a otro su envejecimiento: “Buenos días. ¿Qué ocurre, que parece que le encuentro más viejo?”.

El diccionario dice que anciano es “una persona de mucha edad”, sin que, por supuesto, marque una frontera que dé inicio a la ancianidad. Sin duda un narrador ruso me llamaría anciano; por eso prefiero el punto de vista de los vendedores en los mercados, que siguen llamándome “joven”, por lo general.

SVS

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