Cien años de Abel Quezada

Memoria

Un cuadro del pintor y caricaturista mexicano suscita en Alberto Blanco una reflexión poblada de ideas sobre la verdad y la mentira, la poesía y el beisbol.

Abel Quezada pintando el mural ‘Petróleos Mexicanos’. (Foto: Herederos de Abel Quezada 2020)
Alberto Blanco
Ciudad de México /

Me habría gustado utilizar para el título de esta breve nota con motivo del centenario del nacimiento de Abel Quezada la frase que me inscribió Gabriel García Márquez en mi ejemplar de Cien años de soledad, “Cien años de buenas amistades”. Sin embargo, he optado por el título más sencillo y sincero de “Cien años de Abel Quezada”. Y es que, por más que me gustaría poder decir que fuimos amigos, la verdad es que nunca llegué a conocer al pintor.

Y no sé —o más bien no recuerdo— dónde y cuándo se me concedió ver su óleo El fielder del destino, pero sí sé que en el acto supe que la serie de poemas beisboleros que por entonces estaba yo escribiendo, estaban profundamente relacionados con su obra. Así se lo hice saber a Álvaro Mutis —yo sabía que Álvaro y Abel eran muy buenos amigos, al igual que Gabo— y apoyándome en la confianza que le tenía a Mutis, le pedí que, por favor, le hiciese llegar a Abel Quezada los poemas de mi parte.

     —Mejor dáselos tú mismo —me dijo Álvaro.

     —Pero es que yo no lo conozco, Álvaro…

     —Yo veré la manera de que se conozcan, pero hay que darse prisa, que Abel ya tiene sus años.

El fielder del destino. (©Herederos de Abel Quezada)


Qué tanta prisa había que darse quedó claro cuando muy poco después (¿semanas, meses?) murió Abel Quezada en 1991 en su bella casa de Cuernavaca a los 71 años de edad. Una casa que, por azares del destino —casualidades, causalidades o acuerdos— pude conocer muy poco tiempo después, al igual que a toda su familia. Pero Abel Quezada nunca llegó a conocer mis poemas beisboleros, con epígrafes del gran Mago Septién. Poemas que, casi estoy seguro, lo habrían hecho sonreír.

La serie de nueve poemas —tratándose del juego de pelota no podía ser más que una novena— con el beisbolero título de La vida en el diamante, comienza con un poema narrativo en el que mi padre desempeña un papel central, en apariencia no muy lúcido, pero absolutamente determinante. He aquí el poema:

La vida en el diamante


I


Pasan las generaciones

y caen los ídolos.


Aquel domingo en el parque de pelota

era un día especial.

Los Diablos Rojos regalaban banderines.

Aquella mañana los héroes de mi infancia

tiraron pelotas al público.


Cuando se acercaron a la primera base

le pedí a mi jefe

que se pusiera listo para cacharla.


Fue entonces que la vi venir:

la pelota voló, voló

hacia donde estábamos…

¡todos los cuerpos se alzaron!

La bola dio en varias manos

y cayó por fin en las manos de mi padre.


Pero no pudo quedarse con ella.

Pobre…

yo sé que de veras me la quería dar.


Como que las cosas no volvieron a ser

iguales desde entonces…

mi vida comenzó a cambiar.


Y a decir verdad

desde aquella mañana de domingo

la ando fildeando.

¿Fildear la vida? No otra cosa se propone el fielder del destino… ¿Verdad? ¿Exageración? ¿Mentira? Todo ello junto y más. O nada de esto y sí el misterio de la poesía, que no se aviene de buena gana a verdades ni mentiras, sino que busca llegar a donde tiene que llegar utilizando todos los medios disponibles a su alcance: unos cuantos sonidos, si el poema es leído, y algunos rasgos y cantidades mínimas de tinta si el poema está impreso.

A esto habría que agregar, claro, una tradición anclada en un idioma en particular —en nuestro caso el español de México a fines del siglo XX— y una cultura que le da forma y sentido. Forma y sentido a una cultura es justamente lo que el trabajo de Abel Quezada dio a México, haciendo llegar su mensaje mucho más allá de las fronteras del país.

Es muy probable que haya yo visto por primera vez el entrañable cuadro, El fielder del destino, en el número 6 de Artes de México —uno de los primeros de una saga invaluable que comenzaba a vivir su admirable aventura dedicada a las artes en México— publicado a fines de 1989. El cuadro —así lo pude constatar más tarde— fue publicado en la revista en un formato vertical, con la imagen ocupando toda la página. El simple hecho de haber recortado un poco en la reproducción el original, que es ligeramente apaisado (60 x 70), acentúa, creo yo que con muy buen efecto, el carácter casi metafísico del cuadro: un hombre solitario —el fielder— con la mirada clavada en el cielo gris en espera del milagro.

¿Estoy haciendo una lectura abusiva del cuadro? No lo creo, sinceramente. ¿Fildear la vida? ¿El destino? ¿Por qué no? ¿Y por qué no habría de aparecer “el héroe de las mil caras” (o máscaras) —tal y como llamó Joseph Campbell al ser humano que vive su vida en serio— disfrazado de beisbolista? Cosas más extrañas se han visto.

Si, como se dice en los viejos textos taoístas, hay un Tao de los ladrones (“si los seres humanos se pueden mover de acuerdo con los secretos del Cielo y de la Tierra, las diez mil transformaciones se darán en paz. Este es el Tao de los ladrones…”) ¿por qué no habría de existir un Tao de los beisbolistas? Y, para el caso, ¿por qué no ha de existir un Tao de los pintores, de los poetas? ¿Verdad? ¿Mentira?

La respuesta a estas últimas dos preguntas parece dársela el Maestro Renato Robles al joven Abel Quezada en una cacería en compañía de sus amigos, El Ciudadano Gómez (el único estudiante que tenía saco y corbata) y El Flaco Domínguez, tal y como Quezada lo relata con mucha gracia en “El cazador de Musas”, reproducido íntegramente en el libro del mismo título que publicaron al alimón Joaquín Mortiz en México, y en Milán, Peppi Battaglini (editor con nombre de personaje de Abel Quezada: “el editor italiano”) en 1989. Ofrezco la cita completa porque no tiene desperdicio:

“La mentira es el arte”, decía Renato Robles. “El arte está hecho con bellas mentiras. La verdad es sólo una de las materias primas con las que se hace una mentira. La verdad es escueta, solemne, cuadrada. La verdad no tiene gracia. En todo caso, para que la tenga, es indispensable que la adorne una mentira. La verdad goza de un privilegio que no merece. La mentira, en cambio, es la belleza y, si no lo es, puede inventar que es la belleza.

Claro que aquí podrían salir a colación los muy trillados versos de Campoamor: “Que en este mundo traidor / nada es verdad ni mentira: / todo es según el color / del cristal con que se mira”. Versos que, no por archisabidos dejan de tener su dosis de verdad. Aunque yo prefiero por mucho los versos de Fernando Pessoa: “Vida los dioses dan, verdades no; ni siquiera saben qué es verdad”.

En una entrevista con Claudio Isaac, publicada también en Artes de México, junto con un texto clásico de Mutis y otro fabuloso de García Márquez, Abel Quezada nos muestra el otro lado de la moneda, tan importante —o más— que el que les mostró el Maestro Robles: “Una tendencia de los pintores es imaginarse cosas que no existen; hay quien dice que ellos pintan mentiras y quizás sea cierto. A mí me gusta la verdad como fondo de las cosas”.

Me pregunto cómo habría dicho la verdad Abel Quezada en el México de hoy en día… qué cartones habría hecho… o si ya no sería cartonista y sí pintor, sólo pintor. Queda claro que habría resultado punto menos que imposible sostener por mucho tiempo la solución del cartón de luto —totalmente negro— que marcó una época hace más de 50 años tras la matanza del 2 de octubre en Tlatelolco, con el sencillo y significativo título de “¿Por qué?”

Trato de responder con un poema:

La gran ilusión

No es lo mismo mentir diciendo la verdad

que decir la verdad con la mentira.


El uso del lenguaje

es como un toma y daca

que regala lo mismo que nos quita.


Diferente es el uso poético

que inspira a decir la verdad sin ofender a nadie,

sin fingir, sin ser parcial,

sin complicar el verbo sin motivo.


Pero una cosa es ser,

otra es hacer,

y otra cosa muy distinta es ser distinto…


Y si resulta imposible ser neutral

habrá que ser —al menos— positivo.

AQ​

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