Ya se ha dicho: es irresponsable retratar de modo heroico al narcotráfico. Y así, heroicamente, se le ha dibujado en toda clase de series y películas tanto nacionales como extranjeras. El mafioso mexicano ha terminado por volverse una suerte de “modelo de crecimiento” que se exhibe en las pantallas como inteligente y, a menudo, incluso justiciero. Pero, al otro lado del espectro, hay otra realidad que termina por ser igualmente inoportuna: el retrato morboso de quien busca notoriedad “visualizando” la desdicha. Estos son como quien mira un accidente de tránsito y en vez de ayudar saca su celular para grabarlo.
Al justo medio entre estos extremos hay sitio para el arte; un arte que, en efecto, goza de un lugar y un espacio, de una voz que se materializa en personajes e historias capaces de generar empatía. Son un llamado legítimo a que el público se solidarice con las víctimas en un país arruinado por la violencia. Porque, nadie lo duda, la guerra que vive México tiene que ser contada, pero no para medrar ni para exaltar sino, más bien, para conjurar. Por eso valió la pena levantarse el pasado 12 de julio y aplaudir. La prensa y el público ovacionaron durante ocho minutos a la actriz Arcelia Ramírez por su participación en La civil de Teodora Mihai.
En La civil se materializó por fin algo que no había encontrado su sitio en los muchos intentos fílmicos por aprehender el conflicto nacional. Arcelia Ramírez se abrió paso en la actuación desde que comenzó a ganar fama en La mujer de Benjamín, de Carlos Carrera, en 1991. Es un largo trayecto desde aquel entonces hasta estos ocho minutos que se le ofrecieron por haber dado voz a Miriam Rodríguez Martínez, la activista que, decidida a encontrar el paradero de su hija, finalmente encontró un lugar junto a ella, balaceada, el 10 de mayo del 2017. Pero ¿cuál es la diferencia entre la interpretación de Ramírez y la de tantos otros actores en películas que se han subido al tren de la moda o el morbo? La respuesta está en la mímesis, esa capacidad de retratar a un personaje como Cielo; está en el trabajo del equipo creativo que consiguió un retrato y no una caricatura; la respuesta está, en suma, en el cine. Y es que, para producir una obra como La civil, no basta ni siquiera el talento de Arcelia Ramírez. Es necesario el arte de la directora de origen rumano Teodora Mihai, de su guionista Habacuc Antonio de Rosario y del fotógrafo Marius Panduru. Ha sido necesaria también la producción a cargo de los hermanos Dardenne con participación del afamado Michel Franco. Como se sabe, los Dardenne son conocidos en Cannes por su interés en personajes de apariencia pequeña; seres humanos oprimidos por circunstancias que superan con mucho su vida cotidiana. El nombre de los Dardenne en la pantalla debería bastarnos para confirmar que esta historia no llegó al cine con el propósito de medrar, pues Luc y Jean-Pierre Dardenne tienen un compromiso auténtico con los desprotegidos: los inmigrantes, los desempleados, los alocados. Todos los que pudiesen convertirse en una estadística son para este equipo creativo seres humanos que, como Cielo en La civil, luchan no sólo contra lo más evidente, esto es, la injusticia, sino contra el machismo de un marido que no sabe ayudar pero sabe culpar. Y desde que aparece en pantalla la fuerza de Arcelia Ramírez va en aumento. Hasta el clímax que merece, sin duda, ocho minutos de aplausos.
***
Cuando terminó la presentación de la película Noche de fuego de Tatiana Huezo, el público también se levantó para ovacionar al equipo creativo. ¿Qué tienen en común Noche de fuego y La civil? ¿Por qué, a pesar del horror, producen tanto entusiasmo? Una mujer y una niña cavan un agujero. ¿Es acaso una tumba? Tatiana Huezo domina tan bien el arte de la ambivalencia que uno no alcanza a saberlo bien a bien ni siquiera cuando el guion, más adelante, nos lo dice explícitamente. Pero, cuidado, ambivalencia no es lo mismo que ambigüedad. La primera se presta al simbolismo, la segunda a la caricatura. Y ya ha quedado dicho: lo único que no necesita este país es otra caricatura del narco, de mujeres prostituidas, de estudiantes asesinados.
Tatiana Huezo sabe evadir el cliché previamente anunciado y nos involucra con esta mujer y esta niña que cavan, tal vez, su tumba. Ana es una niña que ha nacido entre amapolas y narcotraficantes. Podría ser una muchachita cualquiera, que juega junto a Paula y María, sus amigas, imaginando un futuro en el paisaje idílico de estas montañas. Basada en la novela de Jennifer Clement, Ladydi (que se publicó en 2014), Tatiana Huezo ha conseguido una fabulosa adaptación de esta historia que buscaba contrastar un cuento de hadas con la realidad de un pueblo azotado por el narco; un pueblo donde Ana quiere sobrevivir. Y para ello tiene que renunciar a su feminidad.
En trabajos anteriores la directora ha explorado la violencia. En 2011 filmó El lugar más pequeño, sobre la guerra civil de El Salvador. En 2014 documentó, en La tempestad, lo perverso del tráfico de personas, y en este 2021 cuenta la historia de Ladydi, la “antiprincesa” que inventó Jennifer Clement. Pero esta historia novelesca termina por volverse más real llevada a la pantalla. Ha ganado fuerza simbólica. Como en muchas fábulas viejas, para llegar a ser quien es, Ana tiene que ocultarse. Por ello resulta tan importante la secuencia en que la niña es obligada a parecer un niño. Pero a la mafia no se le engaña tan fácilmente, ¿o sí? Es necesario saber que el interés de los narcos por estas niñas tiene un propósito doble. A la perversión pedófila es necesario añadir el deseo de aterrorizar a la población. Porque, en efecto, a una población aterrada es más fácil manipularla. Es aquí donde comenzamos a entrever el valor de dos películas que, de modo providencial, se presentan el mismo año en el mismo foro: la narración tiene el poder de exorcizar, de conjurar a los monstruos que habitan más allá, en las montañas, entre las amapolas. Y todos, como Ana, sabemos quiénes son. Pero la infancia sigue, porque la vida cotidiana no se detiene. La secuencia en que una mujer y una niña cavan un hoyo sirve de bisagra para volvernos a reunir con Ana cuando ya ha pasado la pubertad. La antiprincesa se ha transformado en una mujer que, cada vez más lejos de la caricatura, resulta capaz de tomar sus propias determinaciones. Y busca salir adelante en un pueblo donde la justicia quedó enterrada. Entonces, de las montañas que rodean a su caserío, desciende poco a poco el auténtico drama. Y la directora lo narra tan bien que ha querido encontrar una explicación a su talento en el hecho de que antes de lanzarse a la ficción fue documentalista. Pero no. Tatiana Huezo sabe contar una película porque, sea para hacer ficción o para hacer documentales, es claro que nació para narrar. Por eso crea personajes tan entrañables. Como en el caso de Teodora Mihai, el arte de Tatiana Huezo se resume en esta palabra: mímesis, la capacidad de imitar a la naturaleza que, en el caso del cine, es la naturaleza emocional de estas heroínas que padecen la violencia de un país enfermo del cáncer del narcotráfico. Es gracias a dicha mímesis que a estos personajes podemos conocerlos tan bien que agradecemos incluso que nos permitan amarlos. Esto es cine de sentimientos, no de sentimentalismos; es ficción que ofrece el reto de imaginarnos en la piel de la niña de Tatiana Huezo o en la de la luchadora social de Teodora Mihai. Ambas directoras han conseguido personajes a la altura del gran cine italiano de la posguerra. Han dado al cine de México a personajes dignos de la tradición de Vittorio De Sica o Roberto Rossellini. Por eso los aplausos.
***
En muchos sentidos, el esquema narrativo de La civil corresponde al de otras magníficas películas de secuestros. Y hay que decirlo porque la película no deja nunca de mantenernos al borde del asiento. De igual modo, Noche de fuego tiene un aire que trasciende a la nostalgia y nos sitúa en algo que parece más bien una historia de horror. Y lo es, pero el horror que viene de más allá del pueblo de Ana parece salido de un cuento medieval. También por eso nos mantiene interesados. Nos da nuestro lugar como espectadores, esto es, nos mantiene expectantes. En ello estriba lo que une a estas dos películas. No sólo tratan temas similares; además, son gran cine por el interés que producen. Y sí, resulta importante que ambas hayan sido producidas por voces femeninas y que den voz a personajes femeninos en un país que se ha ensañado de forma tan especial con las mujeres.
El arte de Huezo y de Mihai tiene algo que hipnotiza: sus diálogos, los movimientos de cámara, su forma de dirigir actores. Como en un cuento antiguo, uno agradece la narrativa porque el horror se compensa con belleza, con el arte del cine que es justamente lo que nos permite identificar nuestra vida con la de estas heroínas atribuladas. Y hay también, en ambas, sabiduría, la de quien parangona esta guerra con la tragedia griega. Porque, en efecto, lo que hacen estas artistas es tan importante como el respeto que ofrecía Antígona por sus antepasados muertos.
Tatiana Huezo y Teodora Mihai han conseguido sobrepasar tanto el estúpido elogio del narco como la visión miserable de la violencia. Porque ni una ni otra visión le hacen bien a nadie, pero mucho menos a las víctimas. Gracias a estas directoras la historia parece, por fin, haber alcanzado al arte. En primer lugar, porque ambas han trabajado mucho para conseguir la mímesis necesaria para que podamos identificarnos. Pero, además, han levantado estos proyectos con paciencia y han dirigido con arte; meditando la puesta en escena, el movimiento de cámara, la voz de sus actrices. Gracias a ello trascienden el peor de los horrores, la muerte sin sentido. En efecto, Tatiana Huezo y Teodora Mihai han encontrado un sentido ahí donde, en la vida real, sólo reinaba el caos.
Tercia de ases
Nunca el cine mexicano fue tan reconocido en Cannes. A las obras que han conseguido narrar el presente que vivimos es necesario añadir tres más que demuestran que la industria nacional tiene una voz propia. En ellas los productores Sebastián Hofmann y Julio Chavezmontes representan al arte mexicano. La Isla de Bergman cuenta la historia de una pareja que se refugia en la locación que inspiró al director sueco; Memoria narra el viaje iniciático de una escocesa en Colombia y Annette es la comedia musical de un icónico director francés, Leos Carax. En todas ellas trabajaron Hofmann y Chavezmontes, todas ellas fueron nominadas a la Palma de Oro. Memoria ganó el Premio del Jurado y Annette el Premio a Mejor Director.
AQ