Clavado en una cruz y escarnecido

Toscanadas | Nuestros columnistas

Los crucificados eran esclavos, no hijos del dueño de todo. Esperaban la muerte, no el trámite para irse a gozar por los siglos de los siglos.

"El padre sabía muy bien que sin cruz difícilmente habría cristianismo". (Foto: Christoph Schmid | Unsplash)
David Toscana
Ciudad de México /

La cruz es gran tormento. Pero puestos a comparar con otros crucificados, uno de los que menos sufrió fue Jesús de Nazaret, pues tal forma de ejecución está diseñada para torturar durante días. “Padre, si quieres, aparta este cáliz de mí; mas no se haga mi voluntad, sino la tuya”, había pedido el hijo. Sin embargo, el padre sabía muy bien que sin cruz difícilmente habría cristianismo.

“Hijo bienamado en quien tengo mis complacencias”, le respondió el Padre. “Recuerda que es día de fiesta y que antes del anochecer te romperán las piernas”. Mas ante la insistencia del hijo, Jehová de los Ejércitos concedió. “De acuerdo, tomaré tu espíritu a las tres de la tarde. A Dimas y Gestas que les quiebren los huesos”.

Por eso, cuando José de Arimatea pidió el cuerpo de Jesús, Marcos nos cuenta que “Pilato se maravilló que ya fuese muerto; y haciendo venir al centurión, le preguntó si era ya muerto”. El buen José era propietario de la tumba donde depositaron al provisionalmente muerto Jesús. Tal parece que Arimatea es tan ficticia como Macondo o Ciudad Gótica.

Si se piensa en crucificados dolorosos hay que pensar en las huestes de Espartaco. El historiador Apiano cuenta: “No se encontró el cadáver de Espartaco. Sin embargo, todavía quedaba en las montañas un gran número de sus hombres que habían huido de la batalla, contra los cuales se dirigió Craso. Éstos se dividieron en cuatro partes y continuaron luchando hasta que perecieron todos a excepción de seis mil, que fueron capturados y crucificados a lo largo de todo el camino que va desde Capua a Roma”.

Un panorama digno de verse o de cerrar los ojos. Cualquier viajante en esa ruta de doscientos kilómetros se encontraría con un crucificado cada treinta metros, algunos vivos y doloridos, otros muertos y pudriéndose. Quienes duraran varios días estarían deshidratándose, inflamándose bajo el sol. Las noches serían espeluznantes, muy largas, con animales rondando, bichos voladores y otros que subirían por la base para comenzar el banquete de sangre, sudor y lágrimas. Comezones sin posibilidad de rascarse y, ¿por qué no?, muchas madres más doloridas que la mater dolorosa. Eran esclavos, no hijos del dueño de todo. Esperaban la muerte, no el trámite para irse a gozar por los siglos de los siglos.

Entre los crucificadores, Poncio Pilato tuvo mejor suerte que Craso. Hay algunas iglesias que lo consideran santo, si bien algunos historiadores dicen que se suicidó. A Craso lo decapitaron; y sus enemigos le derramaron en la boca “oro fundido a título de mofa”, por la fama que tenía de codicioso. Luego emplearon su cabeza como parte de la utilería en una puesta en escena de Las bacantes, de Eurípides. Alas, poor Crassus!

AQ

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