Supongamos que en algún ensayo o alguna conferencia cierto escritor da su opinión sobre el carácter de distintas nacionalidades. Por ejemplo, que los franceses se muestran joviales y amables cuando les resulta provechoso, y se vuelven insufriblemente huraños cuando ya no les conviene la jovialidad; rara vez el francés es amable de manera natural, se muestra siempre como obedeciendo una orden, por ello son las criaturas más aburridas del mundo. O bien, que los rusos derrochan su dinero a tontas y a locas, no tienen aptitudes para el comercio o la industria e ignoran el arte de ir formando lentamente un capital, por lo que aspiran a enriquecerse de una vez en el juego. En cambio los alemanes trabajan como esclavos y acopian dinero como judíos, y a partir de su moral juzgan a todo el mundo y castigan a quienes no se les parecen. O, finalmente, que los polacos son serviles.
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A tal escritor se le tildaría de prejuiciado, irrespetuoso, racista, antisemita y otras linduras. Pero éstas no son opiniones de un escritor: las enuncia el personaje central de El jugador, de Dostoyevski, y por lo tanto no se les puede juzgar como tesis personales, sino como meros azuzadores del pensamiento. Eso suelen hacer las novelas: azuzar el cerebro, ponerlo a funcionar de tal manera que opere a favor o en contra de una idea. Las buenas novelas siembran dudas antes que dar respuestas, por eso son el mejor gimnasio para el pensamiento.
El mismo Dostoyevski en su Memorias de la casa muerta, al narrar la vida de una colonia penitenciaria en Siberia, comenta que los reclusos no juzgan a sus compañeros por los crímenes cometidos, de modo que conviven en mayor o menor fraternidad presos políticos, asesinos comunes, parricidas, infanticidas, feminicidas, violadores, contrabandistas, ladrones, militares insubordinados y demás delincuentes. Así, refiriéndose a un autoviudo, los compañeros “sabían que había dado muerte a su mujer en el primer año de casados; que le había dado muerte por celos… Tales crímenes se consideran siempre como desgracias, y se compadece a sus autores”.
Las novelas han de leerse, y sobre todo escribirse, con esa actitud de un deportado a Siberia y no con la moral occidental contemporánea, que le hace algunos favores a la sociedad, pero no al arte. El buenismo, lo políticamente correcto, el mercado y otros ismos son nocivos para la literatura. El protagonista de El eterno marido lo pone claro: “Lo malo es que parece haber alguien empeñado en corregir mi moralidad y en enviarme esos malditos recuerdos y esas lágrimas de contrición”.
De tal suerte, en la escritura o la lectura hay que decirse como el hombre del subsuelo: “Llegaba a sentir placer cuando me confesaba que también aquel día había cometido una bajeza”.
ÁSS