El rubio mequetrefe: cómo tratar de engañar a Google y fracasar en el intento

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"Habré de confesarme como lo que soy, para que el algoritmo vuelva a bombardearme con anuncios de celulares", escribe David Toscana.

Para engañar a Google, hay que fingir, desde un celular con la pantalla rota, que uno quiere comprar un castillo en Francia. (Montaje: Laberinto)
David Toscana
Ciudad de México /

Me cansé de cierta publicidad que me aparecía en la prensa que leo en internet, sobre todo la de un fastidioso rubio que anuncia celulares. Por más que pedía no verlo más, seguía apareciendo. Para engañar a Google, me puse a buscar propiedades inmobiliarias de prestigio en Francia, como si quisiera comprar un chatocito en Aquitania. Ahora sus algoritmos me consideran un magnate o político corrupto y me llega publicidad de bienes raíces, subastas de arte, joyería, inversiones y otros objetos lujosos. Para alimentarles la fantasía, visito los anuncios en que me ofrecen castillos de varios millones de euros.

Ahora mismo acabo de pasearme por un important château del siglo dieciocho, a veinticinco kilómetros de Burdeos, inscrito como monumento histórico. Tiene tres mil metros de surface habitable, quince habitaciones y terreno de 770 mil metros, por la módica suma de siete y medio millones de euros. Pas mal! Tengo debilidad por los edificios antiguos, por el mobiliario antiguo. Me gusta sobre todo su biblioteca, llena de libros y con retratos y bustos de autores de antaño.

Hay otro aún más atractivo en la región de Poitou-Charentes que, según el vendedor, ha pertenecido durante más de mil años a la familia La Rochefoucauld. Tiene apenas mil cuatrocientos metros habitables, pero su biblioteca es aún mejor, y apenas cuesta dos millones ochocientos mil euros. Acaso rompe la fantasía que digan que el portón de entrada es automatisée, cuando yo esperaría un par de criados vestidos de librea para abrirlo y cerrarlo.

El problema es que la publicidad está hecha para volvernos necesario algo que antes no deseábamos. Y yo, que viviendo en sesenta metros cuadrados, siempre me sentí en un palacio porque apilo tanta obra maestra de la literatura en mis libreros, en el suelo y sobre cualquier mueble, ahora me pregunto qué sería vivir en esos tres mil o mil quinientos metros cuadrados. Sueño con esos jardines, con esos techos altos, con un sótano lleno de botellas de borgoña, con ese escritorio bellísimo de La Rochefoucauld, esa biblioteca de libros en piel y libreros que requieren de escaleras para alcanzar los estantes superiores, esos techos artesonados y bellos tapices. ¡Qué obras maestras no escribiría sobre ese escritorio!

Mas luego despierto… sólo está mi almohada.

Y lo cierto es que mi teléfono celular ya está viejo, le falta memoria y tiene el cristal roto. Habré de confesarme ante Google como lo que soy, para que vuelva a bombardearme con anuncios de ofertas de celulares y yo recupere el modesto nivel de mis ambiciones, aunque tenga que seguir mirando al rubio mequetrefe.

AQ | ÁSS

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