Condolerse

Viajar sola

Simpatizar con el dolor ajeno es cada vez más difícil, sobre todo si tienes las manos ocupadas sosteniendo un aparato que te permitirá conmoverte en el futuro desde la comodidad de tu hogar.

El ataúd de la Reina, envuelto en rojo y amarillo. (Foto: Liliana Chávez)
Liliana Chávez
St Andrews /

Smile!”, me ordenó alegremente Dalia, una estudiante estadounidense de química con quien compartí azarosamente un día histórico. Teníamos ya una hora sobre la calle Lawnmarket en Edimburgo, esperando el paso del féretro de la Reina Isabel II (llamada Elizabeth aquí en su reino) y de puro aburrimiento le pedí que me hiciera una fotografía. No era la única buscando atrapar el momento con su teléfono celular: a cada sonido o rumor mínimo proveniente del lado del castillo o del otro, el lado de la iglesia, una marea de pantallas se levantaba sobre la banqueta esperando filmar el gran momento. Porque una reina que fue testigo de todos los grandes avances en las telecomunicaciones no podía irse en pleno siglo XXI sin dejar tras de sí toneladas de megabytes en los archivos digitales de sus súbditos.

Para entonces Dalia ya me había contado toda su vida, compartido una Guinness de lata y confesado que no era su intención estar ahí, a una cuadra de la catedral de Saint Giles, en uno de los mejores lugares para observar la solemne procesión del cadáver de la reina británica al aeropuerto que la llevaría ese mismo día a Londres (hasta los medios mainstream tenían sus cámaras colocados frente a nosotras y los alternativos hacían ruidosas entrevistas a nuestro lado). Dalia venía con su mochila a cuestas y quería llegar a descansar a su hostal, el cual estaba frente a la catedral, porque cuando lo reservó no sabía que la Reina iba a morir y que entonces el hostal quedaría acordonado como parte de la zona de seguridad del cortejo. Ahora tenía que esperar a que terminara el evento para llegar a reponerse del jet-lag, porque ella no había venido a ver el cadáver de una reina, sino a disfrutar de Escocia, pero los policías le bloquearon el paso y sólo podían decirle “I am sorry, so sorry” (debe ser el único lugar donde los policías se disculpan).

Y es que fuera de las calles previamente elegidas para que el público pudiera despedirse de la reina, la vida cotidiana en la capital escocesa parecía seguir su curso normal y hasta alegre (considerando que era un día soleado con inusual “alta” temperatura de 18 grados). Tan alegre que al salir de la estación de trenes en Haymarket no encontré ninguna señal del magno evento por el cual había decidido tan last minute escaparme de mi burbuja universitaria en St. Andrews. A mi paso había de todo menos ese pueblo enlutado que los medios me habían hecho creer que estaba en todos lados: empleados en su lunch break, madres paseando a bebés en carriolas, jóvenes trotando en los parques, ancianas con bolsas (porque aquí las ancianas gustan de hacer sus propias compras contra viento y marea), estudiantes viendo el tiempo pasar (o perdiendo el tiempo, según se vea) y turistas, muchos turistas, que no paraban de tomar fotografías al castillo caminando en sentido inverso a las calles cerradas para la procesión.

Aunque era bien sabido que Escocia era amada por la Reina, el 36 por ciento de los escoceses creen que la monarquía debería abolirse, de acuerdo con una encuesta de mayo pasado. Y el restante 45 por ciento, si bien apenas mayoría, no parecía muy fan de las demostraciones públicas de afecto, al menos por lo que atestigué. Como buena exhabitante de la Ciudad de México, yo esperaba las grandes masas apretujadas y a punto de tirar la valla de seguridad para tocar lo que haya que tocar en señal de veneración, con sus correspondientes vendedores de comida, bebida y los más creativos souvenirs no oficiales del evento.

Esa mañana del martes, mientras desayunaba viendo el canal de la BBC transmitiendo en vivo desde la catedral de Edimburgo, había tomado la espontánea decisión de subirme al tren más próximo a pasar por Leuchars, mi estación más cercana. No es que sea promonarquías, tampoco siento especial placer por las multitudes, ni siquiera puedo ir a funerales comunes, pero no pude negarme a ver la Historia pasar a una hora de mi casa. Había ya firmado el libro de condolencias de la universidad donde trabajo (y que ha tenido a muchos miembros de la familia real entre sus alumnos); desde la mesa de un pub había visto las primeras noticias de su muerte, pero luego la vida seguía su curso (que en Reino Unido es un curso muy planeado).

No tenía muchas expectativas; sabía que era ya tarde para intentar entrar a la catedral (mientras leía las advertencias de que la fila de espera podía durar hasta dos horas, no pude evitar pensar que, si mi país fuera monárquico y el rey de dicha monarquía muriera, ni acampando el día anterior hubiera llegado a estar tan cerca de su cadáver). Sin embargo, el tren me dejó a las 2:30 p.m. en el centro de Edimburgo y media hora después ya estaba en la segunda fila de la primera cuadra que la carroza iba a recorrer. “¿Todavía puedo acercarme más?”, preguntaba incrédula a los policías que encontraba a mi paso entre los barandales de seguridad por donde yo parecía una paseante solitaria.

En sociedades puntuales al extremo, el error siempre es de un@. Llegar temprano es equivalente en mal gusto a llegar tarde. Y yo había llegado tan temprano que para cuando una banda de gaitas apareció bajando la colina del castillo me parecieron los diez minutos más entretenidos de mi vida en Escocia. Pasaron algunos autos negros con choferes de caras misteriosas y ventanas blindadas.

“Las casas de té van a estar llenas hoy”, nos dijo a Dalia y a mí la mujer policía que había cuidado el orden en nuestra sección de la valla, siempre volteando hacia el público, tratando de no sonreír a las múltiples cámaras para las que su cuerpo inevitablemente se volvía una barrera visual. Hay momentos en que el small talk se agradece, pero otra vez mi alma mexicana no me permitía creer que un evento tan extraordinario como este iba a terminar justo para la ordinaria hora del té.

Luego vino el gran momento: a las 4:30 p.m., la hora exacta en que estaba previsto el inicio de la procesión, apareció la carroza fúnebre rodeada de policías en motocicleta. El ataúd de la Reina, envuelto en rojo y amarillo, pasó frente a mí por menos de dos minutos. Pasó tan rápido que sólo me quedaron dos fotos bastante malas y un video donde la mujer policía es el primer plano y la carroza el segundo, apenas perceptible. Se acabaron los murmullos, aunque nunca hubo gran ruido durante la espera, y los aplausos sonaron a grandes gotas de lluvia antes de la tormenta. Pero la tormenta nunca llegó del todo: la mayoría estábamos tan ocupados registrando el momento con nuestros celulares que vimos pasar el ataúd a través de las pantallas y no de nuestros ojos. La tentación de documentar superó a la disposición de condolerse.

Simpatizar con el dolor ajeno es cada vez más difícil, sobre todo si tienes las manos ocupadas sosteniendo un aparato que te permitirá, quizá, conmoverte en el futuro desde la comodidad de tu hogar. Sólo aquellos que decidieron no grabar o tomar fotografías durante los minutos que duró el paso del cortejo tuvieron las manos libres para mostrar sus condolencias.

Antes de las 5 p.m. las calles habían vuelto a abrirse y las agendas siguieron el curso esperado de la vida cotidiana en un reino donde casi nunca pasa nada que se salga de lo planeado, pero a veces sí, y entonces hay que hacer lugar en la agenda para lo inesperado, aunque sólo sea por unas horas, para luego continuar con lo que realmente no puede cambiar: el té, las compras, el trabajo, el tren a casa. Hasta el nuevo rey Carlos estuvo de viaje de trabajo por la mañana, pero llegó a tiempo para no retrasar la procesión de su madre.

Flowers for the Queen!”, gritaba un hombre con una cubeta llena de sencillos, pero coloridos ramos. Era un comerciante que había decidido regalar flores a todos los que caminábamos cuesta abajo hacia la estación de Waverley y de pronto me vi con un par de lirios rosa que ocuparon en mis manos el lugar del celular. Ya en el vagón, los viajeros nos reconocimos por los ramos y empezamos a intercambiar experiencias. Ganó la de una pareja de jubilados del pueblo de Kingshorn que habían visto a la Reina, viva, por supuesto, en múltiples ocasiones y que lograron verla muerta dentro de la catedral. “It was all very lovely”, dijo la mujer que ignoró mi pregunta sobre el futuro de la monarquía y se dedicó a describirme el bello paisaje marítimo que vería sobre la terraza del lugar donde tomarían el té esa tarde. Mi day trip terminó más tarde y tuve que tomar mi té en el tren, pero aun así llegué a tiempo a la función de teatro que tenía planeada desde hace un mes, porque cuando reservé no sabía que la Reina iba a morir, como tampoco lo sabían los de la compañía teatral, pero excepto por el próximo lunes que fue declarado nuevo día inhábil debido al funeral de la Reina, todos podemos seguir con nuestra plebeya agenda.

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