Cada inicio de año es la excusa perfecta para cumplir el dictum rilkeano: haz de cambiar tu vida. Proliferan los entusiastas que buscan la mejora del espíritu por medios bastante ordinarios: yoga, meditación guiada, videos con consejos “terapéuticos”, conectar con la naturaleza, empezar una vida fitness o los despreciables libros de autoayuda. Me intriga el movimiento estrambótico: literatura, cine, psicología, conversaciones entre amigos. Todo nos impele a superarnos, a mejorar, a ser, incluso, felices. Pero, ¿por qué querría alguien cambiar?
Aquí y allá el sentido es el mismo. Se dice con frecuencia que no comprendimos el manual de instrucciones del mundo, y que los pasos errados se suman, como una serie de pequeñas desgracias, a configurar el gran fresco de nuestra desastrosa vida. Por suerte, seculares y descreídos, tenemos la solución a la mano, no en lo trascendente sino en lo mundano. Con la ventaja de que los resultados estarán a la vista en tiempo presente. Es cuestión, digamos, de echarle ganas.
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Sabemos que la sociedad nos hace y, al andar, la hacemos. Perogrullada que es importante notar. La nuestra —la de los mexicanos— es una sociedad mojigata, desconfiada, rencorosa, con un ánimo culpígeno después de pasarla bien o romper, así sea por poco, cualquier regla no escrita. Es, en lo que respecta a la definición, bastante conservadora. No es casual el alarde de rectitud moral. Tampoco es casual la disposición al juicio y el chisme, a tirar la piedra y esconder la mano.
Por todo ello es que las buenas conciencias necesitan señalar los errores ajenos (errores que apenas ayer cometían de la misma forma). Es, también por eso, que buscan que su camino a la mejora no sea solitario. Cosa extraña: quienes confían en la superación personal necesitan hacer partícipes de ella a la mayor cantidad de personas; ya por ejemplo o persuasión, ya por la franca e impetuosa invitación a imitarles. No basta levantarse temprano a correr o meditar, hay que hacerle saber a todo mundo que lo hacemos; no es suficiente con ser vegetariano, en cada oportunidad habrá que hacer caras y muecas desaprobando a quien no lo sea. Vergüenza y culpa, castigo y posibilidad de redención, todo ello plantea la vía de la superación personal en un movimiento casi dialéctico.
Las formas son múltiples y modernísimas. Como el mercado que es, la autoayuda se presenta al gusto (y sobre todo bolsillo) de cada quién. Está al alcance de todos. Hay manuales para mejorar en los negocios, en el amor, para superar pérdidas, para descubrir al “artista” que hay en nosotros, para encontrar a nuestro niño interior o envejecer con plenitud. También hay guías que promueven una forma corrupta o bastarda del conocimiento de uno mismo: valemos no tanto por lo que somos (amour de soi), sino por lo que los demás piensan de nosotros (amour-propre). De ahí la natural inclinación a postear en todos lados nuestros logros, nuestros tambaleantes pasos a ser mejores. Rousseau de nuevo entre nosotros.
Porque sabemos que no hay nada nuevo bajo el sol es que vale la pena intentar saber dónde se perdió el camino. Una parte de la tradición literaria se basa en el consejo, la guía moral, la correcta dirección del espíritu: del viejo consejo del oráculo de Delfos a los estoicos, de Petrarca o Gracián a los moralistas franceses. Textos que, sin ser sagrados, promulgaban no tanto una preceptiva como una serie de opciones vitales han dado paso a la ingrata colección de lugares comunes, de respuestas fáciles. La diferencia es que tras ellos había una ética, una forma de pensar la vida, y nuestra manera de habitar el mundo. Reglas que se adaptan, moldean, algunas que se olvidan y otras que se graban como tinta en la piel: pasos que se toman en soledad, tomando de aquí y allá direcciones para un mundo sin norte.
Hoy, tan atareados como estamos, necesitamos del consejo rápido. Así, proliferan podcasts, videos, cuentas en tuiter que nos dan siglos de sabiduría condensados, genéricos, intercambiables como al parecer son hoy en día los caracteres. De ahí lo que más me aterra, la convicción de algunos de tener soluciones a pedir de boca.
Lo peor de la autoayuda es que es un callejón sin salida: uniforma y alecciona de la misma manera a ánimos tan distintos. Hace de la inagotable riqueza del mosaico humano una fría y dura calca; personas iguales las unas a las otras, con los mismos tristes consejos ante la miseria y pasiones de la carne y el espíritu. Nada más sospechoso que el supuesto progreso moral, que la recia certidumbre en cuestiones del alma (¿habrá algo de ese ánimo en los rígidos tipos psicológicos?).
Si todos avanzan hacia adelante en un movimiento inagotable por la mejora, me pregunto si los que nos negamos, manteniéndonos firmes en el mismo lugar, no estamos siendo peores cada día, así sea solo por comparación. En lo que a mí respecta, con el inicio de año prefiero quedarme con mis muchos y numerosos defectos. Todos detestables, quizá corregibles, pero profundamente míos.
Julio González, ensayista y editor de 'Nexos'
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